Dos meses habían pasado desde el primer encuentro de Matilde con Ulises. Ella quería olvidarlo, y tú no la dejaste olvidar. Ahora, la memoria te trae sus negativas a acompañarte a una segunda cena con tu productor, y tu insistencia. Y no puedes dormir.

—Ulises me pregunta siempre por ti. Le impresionaste.

Dijiste, para después añadir, como si hablaras de otro tema:

—Vamos a firmar el contrato. Me pagará un buen anticipo. Podré dar la entrada de un apartamento.

Habían pasado dos meses, y ella temía un nuevo encuentro. Tú no entendías su miedo, y para animarla le propusiste visitar la casa que deseabas comprar.

Recuerdas aquel mediodía soleado —lo recuerdas bien, porque has pensado en él muchas veces—. Intentas explicarte la reacción de Matilde, la alegría que viste en ella al entrar en el piso vacío. Intentas explicártelo, una y otra vez, y no puedes. Te limitas a considerar que el agradecimiento era motivo suficiente para su alborozo. Se agarró a tu brazo, y recorrió las habitaciones prendida a ti. Matilde no quería perderte. Prendida. Interpretaste mal su gesto, y también los siguientes, cuando te besó en los labios con una pasión insólita, cuando te acarició, y se entregó a tu boca, y te pidió, allí mismo, en el suelo desnudo, que le hicieras el amor. Ella no quería perderte, por eso se quitó el vestido y se ofreció desnuda en la casa desnuda. Te sorprendió, y no la entendiste porque jamás se había arrebatado de esa forma. Ella no conocía la desmesura, y tú no reconociste a tu esposa. Le hiciste el amor, o ella te lo hizo, y te asustó, porque era la primera vez que os entregabais así.

Respondiste a su ruego extravagante, disparatado, convencido de que te estaba agradeciendo la adquisición. Matilde no quería perderte. Después del amor se enredó en tus brazos, largo tiempo, ronroneando como un felino.

Y al salir de la casa, te rogó que la excusaras de acudir a la cena con Ulises.

—Ulises me pregunta siempre por ti.