Casilda se dio la vuelta, tiró de la correa con ambas manos e hizo girar al perro, un cócker negro de orejas largas, caminaba tras él casi a rastras volviendo la cabeza hacia su madre. La capucha del impermeable amarillo le tapaba la mitad de la cara.

No veía su telar, no veía siquiera la habitación donde estaba, Carmela veía a Casilda bajo la lluvia, apartándose los rizos mojados de la frente con su pequeña mano, diminuta.

La urdimbre era blanca. Los hilos que escogiera Carmela para la lanzadera la atravesarían de color.

Sonó el teléfono.

Escuchaba, sin llegar a creerlo, la voz de Carlos. Los niños la echaban de menos. Él estaba demasiado ocupado y pasaba poco tiempo con ellos. Consideraba que era mejor que estuvieran con su madre. Podría llevárselos a vivir con ella cuando tuviera una casa. Carmela comenzó a saltar.