Cuando Blanca abrió la puerta de su casa, encontró a Carmela bailando sola. Su hermana le quitó las maletas de las manos, la tomó por la cintura y la obligó a bailar con ella. El salón estaba lleno de rosas rojas. La paseó al ritmo de la danza enumerando los ramos. Ocho ramos de rosas rojas. Ocho rosas en cada ramo. No había ninguna tarjeta.

—José llamó esta mañana, muy temprano, para saber a qué hora llegabas. De paso me preguntó si yo iba a estar aquí. Debe de haberlas enviado él.

—Son de José —replicó Blanca sin entusiasmo.

—Pero ¿qué te pasa? ¿No te ha gustado la sorpresa?

—Peter y yo nos hemos separado.

Carmela intentó convencerla de que era lo mejor que podrían haber hecho. Demasiadas veces había visto sufrir a Blanca en su relación con Peter.

—Carmela, tengo miedo.

No supo al decirlo que su miedo se acrecentaría esa misma tarde, cuando su hermana se atreviera por fin a decirle que las flores no eran el motivo de su alegría, a contarle la conversación con Carlos. Carmela se iba. Casilda, Mario, Carlota. Ya no trasladarían colchones y mantas los fines de semana. Su hermana le prometió que seguirían tejiendo juntas, todas las mañanas. Carmela se iba. Buscaría piso cerca de la casa de Blanca. Estarían mucho tiempo juntas. Cerca. Estarían muy cerca. Le sería fácil ver a los niños siempre que quisiera.

Blanca intentaba fingir alegría, Carmela intentaba ocultarla.