Algún día le dirá que la quiso, y que en mayo la estuvo buscando. Todos los días. Todos. Recorría el parque donde la conoció, buscaba en los bancos su figura pequeña, se sentaba en la barandilla del estanque y paseaba una y otra vez repitiendo los pasos que había dado con ella. El Palacio de Velázquez, el Palacio de Cristal, La Rosaleda. Y recuerda cómo rieron del nombre de la Fuente de la Alcachofa, pasearon por la Avenida de Cuba, se besaron ante el Ángel Caído: delante del ángel se besaron por primera vez. Blanca se había detenido para observar la estatua, se acercaba, se alejaba, rodeándola, mirando hacia lo alto. José la seguía y la miraba mirar.

—Se resiste a caer —dijo José.

—¿Sabes? —contestó Blanca volviéndose hacia él—. Yo no veo la caída del ángel. Veo el nacimiento de todos los demonios. Por eso es tan bello. Tiene la belleza de un alumbramiento.

—¿Te gustan más los demonios que los ángeles?

—Sí, mis demonios me acompañan siempre. Los ángeles no.

—Pues no te fíes de ellos, dice Santo Tomás que a los demonios no hay que creerles ni cuando dicen la verdad.

Blanca se detuvo, contemplaba la fuente, se dejaba hechizar. Continuó hablando sin escuchar a José.

—El amor está en esta fuente. Mira —Blanca señaló con el dedo—, la cara del ángel es una mueca de placer y dolor; una de sus alas toca siempre el cielo, desde cualquier punto que la mires, la otra se dirige hacia la tierra; su brazo izquierdo se defiende de lo alto y el derecho sucumbe a la serpiente que rodea su sexo. Así empieza el amor: es una lucha entre lo que deseas y lo que temes. El deseo vence y atrapa a los enamorados. Después, uno de los ocho demonios de la base los sujeta con sus garras y les impide escapar —Blanca señalaba las parejas de caimán y serpiente apresadas por figuras monstruosas. José sonreía, la observaba, la dejaba hablar—. Al final pasa siempre lo mismo: las parejas están unidas, sin embargo miran cada uno hacia un lado, están juntos porque un demonio les obliga, si pudieran liberarse de él huirían en dirección contraria —Blanca miró a José y le vio sonreír—. No te rías, vengo a menudo a esta fuente, busco la manera de escapar, pero no la encuentro, por eso mis demonios me acompañan siempre.

—No me río. Me gusta descubrir demonios nuevos —José rodeó la cara de Blanca con ambas manos y se inclinó hacia ella—. Por ejemplo, ése.

—¿Cuál?

—Tienes un demonio en los labios —le sujetó las mejillas un instante, los dos se miraron a la boca—. Ese demonio, ¿siempre es tuyo?

—Y tuyo cuando tú quieras —Blanca se sorprendió de su propia osadía. Retiró con sus manos las de José y le dio la espalda. Él le apartó la melena y le rozó la nuca con los labios, se acercó a su oído.

—Ahora —susurró—, ahora quiero tu endemoniada boca.

La giró hacia él, volvió a tomarle las mejillas, y la besó. Blanca dejó que le llenara la boca con su boca, y la cintura con su abrazo. Fue el primer beso de todos sus besos. Fue ante el Ángel Caído, frente al primer demonio de todos los demonios.

José buscaba a Blanca. Rodeaba la fuente. Miraba una y otra vez los ocho demonios de la base, las ocho parejas de serpiente y caimán, apresadas. Ocho, ése es mi número, le había dicho ella en La Rosaleda, porque es redondo y par, porque une la tierra y el cielo. Además es el número de la palabra, y el espejo de Amaterasu, la diosa japonesa del sol que nace de una lágrima. Y siguió enumerando motivos para preferir el ocho entre todos los números, hasta que llegaron a la fuente y le mostró ocho demonios en la base.

Buscaba a Blanca, y mirando a la gente se dio cuenta de que nadie se parecía a ella.

Un mes no pasa pronto. Tarda en pasar el mismo tiempo que dura la espera. Y tarda más cuando se espera algo probable, improbable. Vendrá. No vendrá. Mañana. Vendrá. Seguro. Mañana. Y sus días se hicieron largos. Largos. Porque los contaba.