No sabe por qué la siguió. Ella se levantó de un banco y se detuvo un instante, mirándole a los pies, después se dio la vuelta sin levantar la vista y apartó el pelo de su frente con un rápido movimiento de cabeza. Cómo supo que iría tras sus pasos. Qué le llevó hacia aquella mujer pequeña que paseaba arrastrando los pies como si arrastrara el mundo.

Algún día reconocerá que la quiso. Dirá que era mayo, y domingo. Aún no sabía su nombre. Blanca. Fue ella quien deseó que la siguiera. Caminó despacio hacia el extremo del estanque y se apoyó en el borde. José se acodó a su lado, la observó, miraba sin mirar hacia el fondo del agua, perdida, en qué profundidades, cerró los ojos, levantó el rostro, y se dejó acariciar por el sol. Parecía dormida, y no dormía. Giraba la cabeza hacia arriba y hacia los lados, para recibir calor también en el cuello. Su suéter resbaló, uno de sus hombros quedó al descubierto. Con las yemas de los dedos hizo círculos en su piel, geometría que él deseó recoger con sus labios. Entonces dejó de mirarla, se avergonzó de haberla mirado. Se dio la vuelta y disimuló, ruborizado, como si le hubieran descubierto espiándola al desnudarse.

Algún día dirá que la amó desde ese momento, desde esa caricia caliente y sola. Y la amó más cuando Blanca se volvió hacia él. ¿Por qué ya no me miras?, preguntó apoyando descarada la barbilla en su hombro desnudo. José no contestó. Su turbación sólo le permitió sonreír. Ella repitió la pregunta y añadió: Me gusta que me mires, e inclinó la cabeza hasta que sus labios alcanzaron el hombro desnudo. Él recobró seguridad ante aquella boca que cumplía sus propios deseos. Y a mí me gustas tú, respondió.

Blanca se cubrió el hombro con pereza, indolente, con la parsimonia justa en la provocación, asegurándose de que José supiera que se lo había querido mostrar y que ahora lo tapaba a sus ojos.

Es tiempo de recordar que aquella tarde hicieron el amor por primera vez. Tienes en los ojos todos los ríos del mundo, dijo mientras la descubría. Y ella le contestó riendo: Es que soy el mar.

Acababan de hacer el amor. José la abrazaba, una mano exacta en su pecho. Blanca apretó su mano sobre la de él para sentir aún más la presión. Se estremeció. Un temblor. Un sobresalto. Una sacudida. Suspiró. Se cubrió con sus brazos, como si quisiera protegerse con el cuerpo tendido a su espalda, arroparse.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, no es nada —no quiso decirle que su ternura le dolía en la ausencia de otra ternura.

Blanca giró la cabeza. José sonreía, la miraba. Ella sonrió también.

—Me dieron ganas de besarte así en El Retiro.

José le mordió el hombro, lo mordió con los labios.

La besaba sin dejar de mirarla, para verla en su placer. Le sorprendió en ella la melancolía.

—Tienes los ojos...

—¿Como todos los ríos del mundo?

—No, ahora los tienes tristes.

José se quedó dormido y Blanca se levantó para ducharse. Dejó caer el agua caliente sobre su piel, limpiarse de la ternura de José, liberarse de la emoción de sus besos. Se enjabonó los ojos, quitarse los ríos que él le había puesto. Se restregó los oídos con fruición, borrar el eco lacerante de su boca. Palabras, palabras. Y los labios, los dientes, la lengua, ella había hablado también, había mordido, había besado. El agua resbalaba sobre ella sin conseguir limpiar su turbación. Volvió a enjabonarse, con rabia. El agua arrastraba el jabón, y nada más. Salió de la ducha con los ojos enrojecidos y se puso a llorar, no un llanto convulsivo y sonoro, eran las lágrimas que huían de los ojos. No quería llorar, era que otra lloraba en ella y Blanca se abandonaba a su llanto. Permaneció así, dócil a su íntima contradicción, llorando y apartándose las lágrimas con los dedos, los mismos que poco antes acariciaban el cuerpo de José con una pasión que ella había olvidado, deteniéndose en él. Recordó tanto amor, inútil, tanto deseo, tanto vacío. Y otro olor. Se vistió, dejó una nota sobre la cama, y se marchó.