Nadie advirtió la interrogación en los ojos de Blanca. Atenta a cualquier gesto, a cualquier palabra que pudiera parecerse a su idioma. Salieron del hospital. Las mujeres caminaron de nuevo cogidas del brazo, en silencio, Blanca llevaba en la mano la certeza de la muerte de Ulrike, la agarraba firmemente con los dedos, y no lo sabía.

Al bajar del taxi que los condujo a casa, Blanca se atrevió por fin a preguntar a Peter.

—¿Por qué nos hemos venido?

—Porque se la van a llevar al Instituto Anatómico Forense para hacerle la autopsia.

—Entonces, ¿ya se ha muerto? ¿Por qué lo sabes? Respiraba cuando la dejamos.

—El doctor me dijo que le prometió a Heiner que la mantendrían con respiración artificial sólo hasta que la viéramos, para que no fuera tan desagradable. En realidad la hemos visto muerta, respirando muerta.

Peter no se había dado cuenta de que el médico hablaba en alemán y él no le había traducido a Blanca. Sumido en su dolor, en sus miedos.

—Quizá no la han desconectado aún, quizá aprovechen nuestra ausencia para hacer experimentos.

Blanca no supo qué decir, sabía que Peter estaba haciendo suyos los terrores de Ulrike.

—No lo creo —contestó tan sólo.

Cuando entraron en la casa vieron que la máquina de coser estaba sobre la mesa, la costura sin terminar, esperando a Ulrike. Maren la recogió llorando. Su madre jamás acabaría de coser aquella camisa. El resto de la casa estaba en orden, las habitaciones limpias, tanto que casi parecía imposible que estuvieran en uso. Blanca recuerda. Cuando Ulrike se enteró de que tenía cáncer le dijo que iba a arreglar los armarios, entonces le llamó muchísimo la atención, pensar en esas cosas, darles importancia, ahora lo comprendía bien. Cuando una persona muere, habla a través de lo que deja. Ulrike les decía que estuvieran tranquilos, que estaba preparada, todo lo dejó recogido y ordenado. Todo, con la meticulosidad de alguien que sabe que otros vendrán a mirar. A pesar de todo, a Blanca le parecía estar violando su intimidad, incluso al comprobar el esfuerzo que Ulrike hizo para que esto no sucediera. La muerte la cogió por sorpresa, y no le dejó recoger la máquina de coser, ni su dormitorio, en limitado desorden, la cama sin hacer, ropa sobre una silla, un libro abierto en la mesilla de noche, Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, de Hans Staden, Ulrike había subrayado en el prólogo: «Prisionero. En el corazón de la tribu. Actor trágico. Espectador permanente de su propio suplicio, de su propia devoración anunciada, repetida, acechante. Cuanto más profunda es su soledad, más aguda es su mirada». El libro estaba abierto por las páginas sesenta y dos y sesenta y tres contra la mesilla de noche: «... el navío era demasiado pequeño para navegar por mar». No acabaría de leerlo nunca.

Esa misma noche, Peter entregó las cartas a Heiner, a Maren, a Curt.