—No. No vimos nada, a excepción de lo que quisieron que viéramos.

—Sí. Una situación delicada para usted. Y no por culpa suya, desde luego. Pero esos hombres de las naves de reconocimiento... —Sacudió la cabeza—. Lo que me intriga es que hablen galáctico. Lo lógico es que los extranjeros hubieran aprendido el idioma indígena. Hay un idioma indígena, ¿no es cierto?

—No puedo decirlo. No oí a ninguno de ellos hablar más que en galáctico. Desde luego, no les oí hablar entre sí. Cuando tenían que consultarse acerca de algo, se retiraban más allá del alcance de nuestros oídos. Pero, ahora que pienso en ello, me parece recordar que oí a unos chiquillos que hablaban galáctico.

—Muy interesante —dijo el gobernador—. Langri... Debe tratarse de una palabra indígena. Será mejor enviar un filólogo con el personal que establezcamos allí. Me gustaría saber cómo aprendieron el galáctico y por qué han continuado hablándolo también, me gustaría saber cuánto tiempo hace que hubo extranjeros allí.

—Es un pueblo inteligente —dijo Dillinger—. Llevaron muy bien las negociaciones y, en todo momento, se mostraron sumamente civilizados. Tengo órdenes de llevar un embajador a Langri, además del personal necesario para instalar allí una estación permanente. ¿Sabe usted algo de eso?

—Yo proporcionaré el personal para la estación. El embajador ha sido ya nombrado y llegará dentro de unos días. Entretanto, puede conceder un permiso a sus hombres y tomarse usted mismo un buen descanso.

Una semana más tarde, H. Harlow Wembling, embajador en Langri, ascendía por la rampa del Rirga, precedido de su imponente panza. Discutió con el oficial de servicio, reprendió a la tripulación, y cuando Dillinger le visitó en su camarote para presentarle sus respetos, pidió que asignaran a su servicio, como criado, a un miembro de la tripulación.

Dillinger salió del camarote con el ceño fruncido, y le expuso a Protz su opinión sobre el nuevo embajador con palabras que hicieron al teniente frotarse los oídos, estupefacto.

—¿Va a concederle usted lo que ha pedido? —preguntó Protz.

—Le he dicho —respondió Dillinger, saboreando el recuerdo—, le he dicho que la única persona de a bordo que dispone de algún tiempo libre soy yo, y que no estoy preparado para servir a un caballero de su categoría. Es un elemento insoportable. Realmente vergonzoso.

—No se preocupe, comandante. No tardaremos en vernos libres de él.

—Estaba pensando en los indígenas de Langri. Todo es política, desde luego. Wembling es un miembro adicto del partido, que ve recompensados con este cargo años enteros de servicios leales y sus aportaciones económicas a las campañas electorales. Siempre ocurre así, y la mayoría de los nombrados para esos cargos son bastante decentes. Algunos son incluso competentes, pero siempre existe el caso excepcional del hombre que cree que la palabra embajador delante de su nombre le eleva cuarenta grados hacia la divinidad. ¿Por qué habrán nombrado precisamente a éste para nuestro planeta?

—Es probable que no existan motivos de preocupación. Esos nombramientos políticos no suelen tener mucha duración. Y, de todos modos, no es asunto nuestro.

—Es asunto mío —dijo Dillinger—. Yo negocié el tratado con Langri, y hasta cierto punto me siento responsable de lo que pueda suceder.

Dejaron al embajador Wembling en Langri, junto con el personal que tenía que encargarse de la estación permanente que la Federación había decidido establecer en el planeta. En el último momento se produjo un altercado, ya que a Wembling se le ocurrió repentinamente insistir en que la mitad de la tripulación del Rirga debía quedarse de guardia en la estación. Finalmente, el Rirga regresó al espacio, con su tripulación completa. Dillinger se sentía dispuesto a olvidar por completo a Langri y a volver al trabajo.

Pero no consiguió olvidarlo, y en los meses y años que siguieron fueron muchas las veces que recordó las deliciosas playas de Langri, sus aguas pobladas de maravillosos peces y el aire marino mezclado con el perfume de miríadas de flores.

«¡Qué lugar tan maravilloso para, pasar unas vacaciones! —solía pensar—. O para un retiro... ¡Qué lugar tan maravilloso para un oficial de la Marina jubilado!»

III

Un anticuado carguero, que efectuaba la travesía entre Quiron y Yorlan, en una ruta espacial poco frecuentada, desapareció. A años-luz de distancia, un burócrata de imaginación exuberante pensó inmediatamente en la piratería. Se cursaron las oportunas órdenes, y el teniente-comandante James Vorish, del crucero de combate Hiln, modificó el rumbo y se dispuso a pasar seis monótonos meses en servicio de patrulla.

Una semana después, las órdenes fueron cambiadas. Vorish modificó nuevamente el rumbo y comentó lo que sucedía con el teniente Robert Smith.

—Alguien ha estado excitando a una población indígena —explicó—. Tenemos que dirigirnos allí y proteger a los ciudadanos y los bienes de la Federación.

—Hay gente que no aprenderá nunca —dijo Smith—. Pero... Langri... ¿Dónde diablos está Langri? Nunca había oído ese nombre.

Vorish pensó que aquél era el lugar más bello que había visto en su vida. Se encontraba al oeste. Los árboles extendían su follaje verde pálido hasta la misma playa. Las flores cerraban delicadamente sus hermosos pétalos a medida que el sol del atardecer dejaba de acariciarlas. Las olas de un mar extremadamente azul lamían con indolencia las doradas arenas de la playa.

Detrás de él, el espantoso esqueleto de un enorme edificio en construcción se erguía envuelto en las primeras sombras del crepúsculo. El turno de obreros de la tarde trabajaba activamente. A lo largo de la playa resonaban estruendosos ruidos. Los motores trepidaban y rugían. Piadosamente, la incierta claridad del atardecer celaba los estragos que la obra en construcción había causado en el bosque.

El hombre llamado Wembling hablaba.

—Tiene usted el deber de proteger las vidas y los bienes de los ciudadanos de la Federación.

—Desde luego —dijo Vorish—. Dentro de unos límites razonables. Lo que usted pide exigiría una división del ejército y material por valor de un millón de créditos. Y ni aun así podría garantizarse una seguridad absoluta. Dice usted que a veces los indígenas llegan por el mar. Esto quiere decir que tendríamos que rodear toda la península.

—Son unos redomados bribones —dijo Wembling—. Tenemos derecho a exigir protección. No puedo mantener a los hombres en el trabajo si temen por sus vidas.

—¿Cuántos hombres ha perdido usted?

—Ninguno, desde luego. Pero no ha sido por falta de intención en los indígenas.

—¿No ha perdido usted a ninguno? ¿Y qué me dice de los bienes? ¿Han sufrido algún daño los materiales o los suministros?

—No —dijo Wembling—. Pero sólo se debe a que nos hemos mantenido vigilantes. He tenido que convertir a la mitad de mis hombres en una fuerza de policía.

—Veremos lo que puede hacerse —dijo Vorish—. Concédame algún tiempo para hacerme cargo de la situación, y luego volveré a hablar con usted.

Wembling llamó a dos fornidos guardaespaldas y se alejó precipitadamente. Vorish bajó hasta la playa, devolvió el saludó a un centinela y se quedó en pie, contemplando el mar.

—No hay nadie frente a nosotros, señor —dijo el centinela—. Los indígenas...

Se interrumpió bruscamente, y volvió a saludar: había llegado el teniente Smith.

—¿Se ha enterado usted de algo? —preguntó Vorish.

—Esta situación resulta bastante rara. Las «incursiones» de las que hablaba Wembling, por ejemplo... Los indígenas suelen presentarse uno a uno, y no van armados. Se limitan a merodear por aquí, y lo máximo que hacen es tumbarse delante de una máquina o algo por el estilo, de modo que el trabajo tiene que interrumpirse hasta que alguien los aparta y los conduce hasta el bosque.