El oficial de comunicaciones rebuscó en sus bolsillos y sacó un cuaderno de notas.

—Si quiere usted dictarme el mensaje, señor...

—Acabo de darle el mensaje. Es usted un oficial de comunicaciones. ¿Acaso no domina suficientemente el idioma para decirle que se vaya al diablo de un modo halagador?

—Creo que sí, señor.

—Pues hágalo. Y dígale al teniente Protz que venga.

Un momento después se presentó el teniente Protz. Saludó al comandante Dillinger y se sentó tranquilamente, sin pedir permiso.

—¿En qué sector estamos ahora, Protz? —preguntó Dillinger.

—En el 2397 —respondió inmediatamente Protz.

—¿Y cuánto tiempo vamos a estar en el sector 2397?

—Cuarenta y ocho horas.

Dillinger dio una violenta palmada sobre el mensaje.

—Demasiado tiempo.

—¿Hay dificultades en alguna colonia?

—Mucho peor. El gobernador del sector ha perdido cuatro naves de reconocimiento.

Protz se puso repentinamente serio.

—¡Caramba! ¿Cuatro naves? Mire..., tengo concedido un permiso para el año próximo. Siento tenerle que dejar en la estacada, pero no renunciaría a mi permiso ni por una docena de naves de reconocimiento. Tendrá que encontrarlas sin mí.

—¡Cállese! —gritó Dillinger—. Ese idiota de gobernador, no sólo ha perdido cuatro naves de reconocimiento, sino que ha tenido la desfachatez de ordenarme que empiece a buscarlas. Ordenarme, ¿se da cuenta? Le he hecho saber que en la flota espacial existe lo que se llama el conducto reglamentario, pero dispone de tiempo para comunicar con el Cuartel General y conseguir que me envíen la orden desde allí. Se verán obligados a enviarla, desde luego, mientras el Rirga esté en la zona general.

Protz se inclinó hacia adelante y tomó el papel.

—De modo que han enviado una nave de combate en busca de las cuatro naves de reconocimiento... —Leyó y chasqueó los labios—. Podría ser peor. Podríamos encontrarlas todas en el mismo lugar. La 719 no regresó, de modo que enviaron a la 1123 en su busca. Y luego enviaron a la 572 en busca de la 719 y de la 1123, y a la 1486 en busca de la 719, de la 1123 y de la 572. Han estado de suerte al tenernos a nosotros aquí. El juego podría haberse prolongado indefinidamente.

Dillinger asintió.

—Resulta algo raro, ¿no le parece?

—No podemos atribuirlo a un fallo mecánico. Esas naves son muy seguras, y sería absurdo suponer que se habían estropeado las cuatro, una tras otra. ¿Supone usted acaso que uno de esos mundos está civilizado hasta el punto de pensar en los viajes espaciales, y ha capturado a las naves?

—Es posible —dijo Dillinger—, aunque poco probable. Sólo la décima parte de los planetas de este sector han sido explorados, pero el sector entero ha sido cartografiado, y la flota lo ha utilizado como campo de maniobras un par de veces. Si uno de esos mundos hubiera desarrollado los viajes espaciales, alguien se habría dado cuenta. No..., creo que encontremos a las cuatro naves en un planeta. La misma dificultad que afectó a la primera afectó a las otras. No podemos aventurarnos por un terreno desconocido. Un mundo inexplorado puede plantear dificultades insospechadas. Vaya a la sala de mapas, y trate de establecer una zona limitada de investigación. Tal vez estemos de suerte.

Veinticuatro horas más tarde el Cuartel General de la Flota envió una orden oficial, y el Rirga modificó su rumbo. Protz se paseaba por la sala de mapas, silbando alegremente y haciendo hábiles cálculos con una regla corrediza tridimensional. Un técnico los comprobaba después en una calculadora electrónica, y tenía dificultades en mantener el ritmo que el teniente imprimía a las operaciones.

Dillinger contempló enfurruñado las coordenadas que Protz le había entregado.

—¿Cree usted que este sistema es tan bueno como cualquier otro?

—Es mejor que cualquier otro —puntualizó Protz, señalando el mapa—. El último informe de la 719 procedió de aquí... Existen tres posibilidades, pero únicamente ésta está de acuerdo con la ruta seguida por la nave. Apostaría diez contra uno a que estoy en lo cierto. No debe haber más que un planeta habitable en esa ruta. Y podemos llegar a él en un par de días.

Dillinger refunfuñó:

—¡Un solo planeta para buscar cuatro naves de reconocimiento! Lleva usted demasiado tiempo en el espacio, Protz. ¿Ha olvidado acaso lo grande que es un planeta?

—Como usted dijo, tal vez estemos de suerte.

Estuvieron de suerte. Había un solo planeta habitable, con un solo y estrecho continente subtropical. En su primera observación divisaron a las cuatro naves de reconocimiento, alineadas en una pequeña elevación del terreno que dominaba el mar.

—¡Maldición! Vamos a perder más de una semana en este asunto, y esos imbéciles han bajado ahí para dedicarse a pescar...

—Tenemos que aterrizar —dijo Protz—. No podemos estar seguros.

Dillinger apartó la mirada de las fotografías, con una leve sonrisa en el rostro.

—Desde luego que vamos a aterrizar. Échele una mirada a esto. Aterrizaremos, y en cuanto les haya sacudido unos puntapiés a los tripulantes de esas naves, yo también me iré a pescar.

El Rirga se posó en el suelo a un millar de metros de la playa. Tras las necesarias comprobaciones científicas y una minuciosa investigación de la zona de aterrizaje, salió una patrulla en dirección a las cuatro naves de reconocimiento, protegida por los cañones del Rirga. Dillinger descendió por la escalerilla, respirando ávidamente la brisa del mar, y se encaminó hacia la playa.

Unos instantes después, Protz se reunió con él.

—Las naves están desiertas. Parece como si sus tripulantes las hubieran abandonado.

—Tenemos que localizarlos —dijo Dillinger—. Notifíquelo al Cuartel General.

Protz se alejó apresuradamente.

Dillinger regresó lentamente al Rirga. La zona de aterrizaje estaba siendo consolidada. Habían sido enviadas patrullas a lo largo de la costa y tierra adentro. Una de ellas señaló el descubrimiento de un poblado nativo, desierto. Dillinger se encogió de hombros con indiferencia y se dirigió a su camarote. Se sirvió una bebida y se tumbó en su litera, preguntándose si habría algo a bordo que pudiera ser utilizado como aparejos de pesca.

A través del teléfono interior llegó la voz del teniente Protz.

—¿Comandante?

—Estoy descansando —dijo Dillinger.

—Hemos encontrado un indígena.

—El Rirga debería ser capaz de entendérselas con un indígena sin necesidad de importunar a su comandante.

—Tal vez debí decir que el indígena nos encontró a nosotros. Desea hablar con el comandante.

Los reflejos de Dillinger eran lentos. Transcurrieron diez largos segundos antes que se sentara bruscamente, vertiendo el contenido del vaso.

—Habla galáctico —dijo Protz—. Le están trayendo hacia aquí. ¿Qué haremos con él?

—Monten una tienda. Le recibiré con el debido ceremonial.

Poco después, resplandeciente en un uniforme lleno de galones dorados, el comandante Dillinger descendía la escalerilla del Rirga. La tienda había sido ya montada y a su alrededor se encontraba una guardia de honor. A Dillinger le pareció que los miembros de la guardia hacían verdaderos esfuerzos para mantenerse serios. Un momento después comprendió el motivo. El indígena era un modelo de perfección física, joven, de aspecto inteligente. Llevaba únicamente un taparrabo de dudosa manufactura. Su pelo rojo refulgía a la brillante luz del sol.

De pie delante de él en uniforme de gala, Dillinger se dio cuenta de lo cómico de la situación y sonrió. El indígena dio unos pasos hacia adelante, con el rostro serio, lleno de confianza en sí mismo. Extendió su mano.

—¿Cómo está usted? Yo soy Fornri.

—Comandante Dillinger —respondió Dillinger, casi maquinalmente.

Se apartó ceremoniosamente a un lado, y permitió que el indígena le precediera para entrar en la tienda. Dillinger y varios de sus oficiales entraron detrás de él.