—He ordenado una fiesta en la esperanza que vendrías —dijo el Anciano.

—He venido con la esperanza que hubiese una fiesta —replicó O’Brien.

Cumplidos así los formulismos de rigor, los habitantes del poblado empezaron a marcharse, murmurando frases de aprobación. El Anciano tomó a O’Brien por el brazo y le condujo a una pequeña arboleda que se alzaba más allá de la choza. De los árboles colgaban las hamacas. Los dos hombres se quedaron en pie, uno frente a otro.

—Han pasado muchos días —dijo el Anciano.

—Muchos —asintió O’Brien.

Contempló a su amigo. Su corpachón parecía tan robusto como siempre, pero su pelo era ahora plateado. Los años habían trazado surcos en su rostro, y más años los habían hecho profundos, y apagado el brillo de sus ojos. Lo mismo que O’Brien, era viejo. Estaba muriéndose.

Se instalaron en las hamacas, uno en frente de otro. Una muchacha les llevó unas calabazas; sorbieron la bebida y descansaron en silencio mientras la oscuridad se hacía más intensa.

—El Langri no viaja desde hace mucho tiempo —dijo el Anciano.

—El Langri viaja cuando apremia la necesidad —dijo O’Brien.

—Entonces, vamos a hablar de esa necesidad.

—Más tarde. Cuando hayamos cenado. O mañana..., será mejor mañana.

—Mañana, entonces —dijo el Anciano.

La muchacha volvió a presentarse con dos pipas y un brasero encendido, y los dos hombres fumaron en silencio mientras las hogueras parpadeaban en la oscuridad y la brisa nocturna transportaba los sabrosos olores del festín que se avecinaba, mezclados con el salobre aire del mar. Los dos hombres terminaron sus pipas y ocuparon solemnemente sus puestos de honor.

Por la mañana, pasearon juntos a lo largo de la playa y se sentaron en una loma que dominaba el mar. A su alrededor se erguían unos capullos de delicada fragancia, dulcemente agitados por el viento. La luz matinal centelleaba sobre las onduladas aguas. Las velas de vivos colores de las barcas pesqueras parecían flores prendidas en el horizonte. A su izquierda, el poblado reposaba soñoliento sobre la ladera de la colina, y de sus tejados sólo se alzaban al cielo tres delgadas columnas de humo. Unos muchachitos paseaban tímidamente a lo largo de la playa, para contemplar de lejos al Anciano y al Langri.

—Soy un hombre viejo —dijo O’Brien.

—El más viejo de los hombres viejos —asintió prestamente el Anciano.

O’Brien sonrió débilmente. Para los indígenas, viejo significaba sabio. El Anciano le había dirigido el mayor de los cumplidos, y él sólo se sintió fracasado..., cansado.

—Soy un hombre viejo —repitió— y me estoy muriendo.

El Anciano se volvió rápidamente.

—Ningún hombre vive eternamente —dijo O’Brien.

—Cierto. Y el hombre que teme a la muerte muere de temor.

—Yo no temo por mí mismo.

—El Langri no tiene ninguna necesidad de temer por sí mismo. Pero tú hablaste de una necesidad.

—Vuestra necesidad. La necesidad de todo tu pueblo, y de mi pueblo.

El Anciano asintió lentamente.

—Como siempre, nosotros escuchamos cuando el Langri habla.

—Recordarás —dijo O’Brien—, que llegué aquí desde muy lejos, y que me quedé porque la nave que me había traído no podía volar más. Llegué a esta tierra por casualidad, porque había perdido mi camino, y porque mi nave tenía una grave enfermedad.

—Lo recuerdo.

—Vendrán otros hombres. Y luego otros, y luego otros más. Habrá hombres buenos y hombres malos, pero todos tendrán extrañas armas.

—Lo recuerdo —dijo el Anciano—. Yo estaba allí cuando mataste los pájaros.

—Extrañas armas —repitió O’Brien—. Nuestro pueblo estará indefenso. Los hombres del cielo tomarán esta tierra, lo que deseen de ella. Tomarán las playas e incluso el mar, el padre de la vida. Empujarán a nuestro pueblo hacia las montañas, donde no sabrá vivir. Traerán extrañas enfermedades a nuestro pueblo, de modo que poblados enteros arderán con el fuego de la muerte. Los extranjeros pescarán y nadarán en nuestras aguas. Construirán cabañas más altas que el más alto de los árboles, y los extranjeros que pulularán por las playas serán más numerosos que los peces que corren por debajo del promontorio. Nuestro pueblo desaparecerá.

—¿Sabes que eso es verdad?

O’Brien inclinó la cabeza.

—Puede que no suceda hoy, ni mañana, pero sucederá.

—Es una terrible necesidad —dijo el Anciano en voz baja.

O’Brien volvió a inclinar la cabeza. Pensó: «Esta tierra virgen y encantadora, este maravilloso, generoso y hermoso pueblo.»

Un hombre está indefenso cuando se está muriendo...

Permanecieron sentados en silencio durante largo rato dos hombres viejos bajo la radiante luz del sol, esperando la oscuridad. O’Brien tomó uno de los capullos que se erguían junto a él y aplastó su frágil blancura entre sus manos.

El Anciano volvió un rostro muy serio hacia O’Brien.

—¿No puede el Langri impedir eso?

—El Langri podría impedirlo —dijo O’Brien—, si los hombres del cielo llegaran hoy o mañana. Si tardan más, el Langri no podrá impedirlo, porque el Langri se está muriendo.

—Ahora comprendo. El Langri tiene que enseñarnos el medio.

—El medio es extraño y difícil.

—Haremos lo que tengamos que hacer.

O’Brien sacudió la cabeza.

—El medio es difícil. Nuestro pueblo puede ser incapaz de ponerlo en práctica, y el camino escogido por el Langri puede ser un camino equivocado.

—¿Qué necesita el Langri?

O’Brien se puso en pie.

—Envíame los jóvenes, cuatro manos cada vez. Escogeré a los que necesito.

—Los primeros vendrán a ti hoy mismo.

O’Brien estrechó la mano y se alejó rápidamente. Sus seis tataranietos le estaban esperando en la playa. Izaron la vela, ya que en el viaje de regreso el viento soplaría a sus espaldas. O’Brien miró hacia atrás mientras la canoa salía lentamente de la bahía. El Anciano estaba de pie en la loma, completamente inmóvil, con las manos levantadas, y así permaneció mientras estuvo al alcance de la vista de O’Brien.

O’Brien desconocía el nombre oficial del planeta, y ni siquiera sabía si tenía un nombre oficial. Él era sólo un simple mecánico, aunque muy bueno, y había estado volando por el espacio desde que tenía doce años. Se había cansado de ser el peldaño inferior de la escalerilla, de modo que había comprado una nave que el gobierno destinaba a chatarra, la había arreglado, invirtiendo todos sus ahorros en la reparación y en la compra de provisiones y combustible.

No tenía licencia para pilotar una nave espacial ni otra clase de nave, pero había volado a bordo de ellas el tiempo suficiente para creer que poseía los conocimientos fundamentales. La nave era tan caprichosa como él mismo. Por tanto, tuvo que agotar su repertorio de juramentos y propinar unos cuantos puntapiés al tablero de mandos antes que la nave se decidiera a obedecer. Encararla en la dirección correcta era algo totalmente diferente. Probablemente, cualquier buen alumno de una escuela superior sabía más de navegación de lo que él sabía, y su única ayuda fue una anticuada «Astrogación simplificada para profanos». Anduvo perdido el noventa por ciento del tiempo, y sólo tuvo una vaga conciencia del lugar donde se encontraba el otro diez por ciento, pero la cosa carecía de importancia.

Deseaba visitar algunos lugares que estaban fuera de las habituales líneas espaciales, y tal vez explorar un poco de terreno, disfrutando de la sensación de ser su propio dueño mientras durasen los suministros. No podía detenerse en ninguno de los puertos regulares, ya que las autoridades podrían darse cuenta que él no tenía licencia y retenerle indefinidamente. Pero algunos de los puertos más pequeños de propiedad particular, estaban siempre necesitados de un buen mecánico, y O’Brien podía aterrizar de noche en uno de ellos, trabajar un par de semanas hasta ganar lo suficiente para reponer sus provisiones, y regresar al espacio sin buscarse complicaciones.