El reloj hizo toe, no tic, y el toe hacía clic y cloc, mientras Martha, frente a Franz, le miraba como tratando de hipnotizarle, de transvasar algún simple pensamiento a aquella cabeza joven y obtusa.

La puerta principal rompió estrepitosamente el intolerable silencio, y la voz alegre de Tom les envolvió de pronto.

—Mis conjuros no dan resultado —dijo Martha, y una extraña contracción deformó su bello rostro.

Entró Dreyer sin la viveza de costumbre. Tampoco saludó a Franz con una broma.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Martha—, ¿por qué no llamaste?

—No se pudo remediar, amor mío, las cosas son como son.

Trató de sonreír, pero sin resultado. Se quedó mirando el atuendo de su sobrino. Los pantalones eran demasiado estrechos, las solapas demasiado relucientes.

—Bueno, es hora de irse —exclamó Franz con voz ronca.

Tan estúpido terror le invadía que más tarde fue incapaz de recordar cómo se había despedido, o cómo se había puesto el abrigo, o incluso cómo había llegado hasta la calle.

—No me estás diciendo la verdad —dijo Martha—, algo te ha pasado, ¿qué es?

—Es un asunto aburrido, amor mío. Ha muerto un hombre.

—Siempre estás de broma —se quejó Martha.

—No, esta vez no es broma —dijo Dreyer sin alzar la voz—, chocamos con un tranvía, a toda velocidad. El setenta y tres. Yo sólo perdí mi sombrero, y me di de golpe contra algo, pero un golpe de los de verdad. En estos casos suele ser el chófer quien sale peor parado. Los de la ambulancia se comportaron como santos. Cuando le llevamos al hospital aún estaba vivo. Murió allí. Santos, verdaderos santos. Será mejor que no me pidas detalles.

Estaban sentados en el comedor, mirándose de un extremo a otro de la mesa. Dreyer terminó lo que quedaba del pollo frío. Martha, pálido y lustroso el rostro, y moteada de sudor la sombra de vello sobre el labio, miró fijamente, apretándose las sienes con los dedos, el mantel blanco, insufriblemente blanco.

VII

Cuando la inevitable explosión (sentida, en cierto modo, como inevitable justo antes de que ocurriera) iba a interrumpir su conversación, absorbente pero incoherente, con un vasco o magiar de rostro livisuto sobre la mejor forma de hacer que una foca ande erguida interviniéndole quirúrgicamente la cola con cubos de sangre, Dreyer volvió bruscamente sus pensamientos a la mortalidad de la mañana invernal, y paró. Con desesperada prisa, el reloj despertador como si se tratase de una máquina infernal a punto de sonar.

La cama de Martha ya estaba vacía. Un hormiguero muy intenso en su brazo izquierdo le hizo relacionar, como un timbre eléctrico, el día de ayer con el de hoy. La bondadosa Frieda iba por el pasillo gimiendo muy alto y arrastrando los pies. Dreyer, suspirando se miró la enorme magulladura violeta que tenía en el recio hombro.

Echado en la bañera oyó a Martha, dedicada en la habitación contigua a los ejercicios jadeantes, rechinantes, aleteantes que estaban de moda este año. Dreyer desayunó a toda prisa, encendió un puro, sonrió dolorido al ponerse el abrigo, salió a la calle.

El jardinero (que también hacia de vigilante) estaba junto a la valla, y a Dreyer le pareció buena idea, por tarde que fuese ya, solucionar con una pregunta directa el misterio que tanto tiempo llevaba preocupándole.

—Una tragedia, una verdadera tragedia —observó gravemente el jardinero—, y pensar que en su pueblo tenía un padre relativamente joven, y cuatro hermanitas. Un resbalón contra el hielo y kaputt. Y él, que tenía la esperanza de llegar algún día a conducir un camión grande...

—Muy cierto —asintió Dreyer—, se rompió el cráneo, las costillas...

—Era un tipo la mar de alegre —dijo el jardinero, con sentimiento—, y ahora, fíjese, muerto.

—Dígame —comenzó Dreyer—, ¿no notaría usted, por casualidad...?, porque, le diré, estoy convencido de que...

Vaciló. Una minucia —el tiempo de un verbo— le detuvo. En lugar de «¿Bebe?», habría sido mejor: «¿Bebía?». Este cambio de tiempo hizo vacilar su lógica.

—... No, nada, que decía yo que si no habría notado usted... que no está bien del todo el picaporte de la ventana grande del cuarto de estar. Quiero decir que el pestillo no cierra bien; cualquiera podría entrar con la mayor facilidad.

«Finis», rumió, al sentarse en el taxi con la mano en la correa, «el fin de una vida, el fin de una broma. Lo mejor será vender el Icarus sin molestarme siquiera en arreglarlo. Martha no quiere otro coche, y yo creo que con razón. Nada, esperaremos un poco, hasta que el destino lo olvide».

La razón de que Martha no quisiese otro coche no tenía nada de metafísico. Podría parecer raro, y hasta sospechoso, no usar el coche propio para ir dos o tres veces por semana a media tarde a dar clase de inclinaciones y gesticulaciones rítmicas («Flora, acepta estos lirios», o: «Despleguemos al viento nuestros velos»), pero es que tendría que sobornar al chófer para que no divulgase su verdadero destino. Por tanto era mejor recurrir a otros medios de transporte, los más variados, el metro incluso, que la llevasen oportunísimamente desde cualquier parte de la ciudad (y no había más remedio que dar un largo rodeo, aunque, directamente, la distancia no pasaba de quince minutos a pie) hasta cierta esquina de una calle donde estaban construyendo lentamente un fantástico edificio. Le dijo a Dreyer, como sin dar importancia a la cosa, que a ella le gustaba coger el autobús o el tranvía siempre que se presentaba la oportunidad, porque era un verdadero derroche no servirse de estos medios de transporte tan baratos, tan ridículamente baratos, puestos a disposición del público por un ayuntamiento generoso. Dreyer respondió que él era un ciudadano generoso y prefería el taxi o el coche particular. Con estas precauciones, pensaba Martha, nadie podría sospechar que estaba transponiendo, o reduciendo, o incluso saltándose por completo las encantadoras contorsiones y dispersiones de flores invisibles en la encantadora compañía de otras damas descalzas y ataviadas con túnicas más o menos cómicas.

El día en que Dreyer, conocido hombre de negocios, propietario del gran almacén «Dandy», y su chófer aparecieron efímeramente en la sección de noticias locales del periódico, Martha llegó un poco antes que de costumbre. Franz no había vuelto todavía del trabajo. Martha se sentó en el canapé, se quitó el sombrero y, despacio, también los guantes. Aquel día su rostro estaba muy pálido. Llevaba su vestido de cuello alto color canela, con botoncitos delante.. Cuando se oyeron por el pasillo los pasos familiares de Franz y le vio entrar (con esa brusca falta de protocolo con que entramos en nuestro propio cuarto, dando por supuesto que está vacío), no sonrió. Franz profirió una exclamación de complacida sorpresa y, sin quitarse el sombrero, comenzó a cubrir de rápidos besos el cuello y la oreja de Martha.