—¿Por qué tengo que llamar? —dijo, metiéndose de golpe las manos en los bolsillos.

Martha abrió los ojos de par en par:

—Creo que te he dicho que aprietes el botón del timbre.

Dominado por el largo rayo de su mirada, Franz cedió, como de costumbre, y llamó al timbre.

—Si ya no quieres más, puedes irte al cuarto de estar. Pero llévate unas uvas. Mira, este racimo.

Franz se puso a comer las uvas, que eran grandes y parecían caras, ni la mitad de buenas que las uvas corrientes de su ciudad natal. La sombra del timbre eléctrico, balanceándose al extremo de un cordón, se movía como un péndulo fantasmal sobre el mantel. Entró Frieda, pálida y con aire aturdido. Martha preguntó:

—¿No llamó mi marido estando yo fuera?

Frieda se quedó inmóvil un instante, luego se llevó las manos a las sienes.

—Dios mío —dijo—, Herr Direktor llamó hacia las ocho..., dijo que salía para casa, pero que empezaran a cenar. Lo siento muchísimo.

—Un abceso en una muela —dijo Martha— no es motivo para volverse loca.

—Lo siento de verdad —repitió la muchacha, désvalidamente. —Completamente loca —dijo Martha.

Frieda siguió en silencio; parpadeando con sospechosa frecuencia, se puso a recoger los platos sucios. —Más tarde —cortó Martha.

La muchacha salió a toda prisa, incapaz de contener sus gemidos.

—Increíble, esta mujer —murmuró Martha con irritación, apoyando los codos en la mesa y sujetándose la barbilla entre ambos puños—, ¿es que no nos vio sentados a la mesa? ¿No fue ella misma quien nos trajo la tortilla? Aguarda un momento... No me acordaba de que fue ella quien nos la sirvió —el dedo reluciente de Martha señaló—, haz el favor de volver a llamar.

Franz, obediente, levantó la mano.

—No, déjalo —dijo Martha—, ya hablaré yo con ella como es debido antes de que se acueste.

Martha se sentía invadida por una inusual agitación. —A menos que mi reloj de pulsera y ese reloj se hayan vuelto tan locos como ella, son ya las once y media. El tío está tardando lo suyo en llegar a casa.

—Puede que le haya retrasado algo —respondió Franz, sombrío. Tanta agitación le hería profundamente.

Martha apagó las luces del comedor. Los dos fueron al cuarto de estar. Martha cogió el teléfono, escuchó, luego lo volvió a dejar violentamente en su sitio.

—Funciona —dijo—, la verdad es que no lo entiendo. No sé si sería mejor que llamase yo...

Con las manos cogidas detrás de la espalda, Franz se paseaba de un extremo a otro de la habitación. Le escocían los ojos al pobre muchacho. Se preguntaba si no sería más oportuno irse dando un portazo. Martha estaba pasando rápidamente las hojas de su listín de teléfono («Encaja muy bien debajo del teléfono, y tiene sitio para quinientos números») y acabó encontrando el número de la secretaria de su marido.

Sara Reich acababa de dormirse, y ahora se le echaba a perder la primera píldora de la noche.

—Pues la verdad es que es raro —contestó—, yo misma le vi irse. Sí, en el Icarus. Era..., espere un momento..., sí, serían las ocho..., y ahora no es más que medianoche..., bueno, quiero decir que es casi medianoche.

—Gracias —dijo Martha, haciendo resonar el soporte del teléfono.

Fue hacia la ventana y apartó la cortina azul. La noche era clara. El día anterior había comenzado a deshelar, pero ahora helaba de nuevo. Esta mañana, un cojo que iba delante de ella había resbalado en el hielo. Resultaba la mar de divertido ver la pata de palo erguida en el aire mientras el pobre hombre se agitaba estúpidamente sobre su espalda. Martha, sin abrir la boca, prorrumpió en una risa espasmódica. Franz pensó que había sido un gemido y fue hacia ella, confuso. Ella le cogió por el hombro, frotándose la mejilla contra su rostro.

—Cuidado..., mis gafas —dijo Franz entre dientes, y no por primera vez en aquellos últimas semanas.

—Pon la música —exclamó ella—, dejándole levantarse—, vamos a bailar y pasarlo bien. Y no se te ocurra asustarte. Te hablaré todo lo tiernamente que me parezca, siempre que me parezca. ¿Te enteras?

Franz dio la vuelta a la manivela de la gran caja lacada, que tenía que haber costado más dinero que todos los discos, por muchos que fuesen, que consumiría en toda su vida. Cuando terminó, vio a Martha sentada en el sofá, mirándole con una extraña expresión de mal humor.

—Pensé que escogerías tú un disco —dijo Franz.

Ella apartó la vista:

—No, nada de eso, no tengo lo que se dice ninguna gana de bailar.

Franz suspiró. Ya la había visto en momentos raros, pero éste era algo fuera de lo corriente.

Se sentó junto a ella en el sofá. Una puerta se cerró en algún lugar de la casa. ¿Sería Frieda, que se acostaba? Franz, sin dejar de escuchar atentamente, besó a Martha, primero en el pelo, luego en los labios. Los dientes de ella castañeteaban.

—Dame el chal —dijo.

Franz cogió el chal rosa de lana de un escabel que había en un rincón. Ella se miró el reloj de pulsera.

Franz se levantó bruscamente:

—Bueno, me voy a casa —dijo.

—¿Cómo?

—Que me voy a casa. Tengo que madrugar mucho más que las secretarias y las doncellas gordas.

—Tú te quedas aquí —dijo Martha.

Franz la miró un momento, pensando vagamente que había algo detrás de todo aquello. ¿Qué podía ser?

—¿Sabes de qué acabo de acordarme? —dijo Martha de pronto, mientras él se ajustaba las rayas de los pantalones y se volvía a sentar—, pues del policía aquel que escribía su informe. Dame tu agenda. Y un lápiz. Mira —prosiguió, levantándose y poniéndose derecha y rígida—, así es como tenía cogido su cuaderno, delante. Temblaba de ira, escribiendo en él.

—¿Qué policía?, ¿de qué me hablas?

—Sí, así es. No estabas tú allí. Lo que ocurre es que me he acostumbrado a incluirte a ti, retroactivamente, no sé si me entiendes, en todas las cosas que me han pasado en mi vida.

—Para —dijo Franz—, me asustas.

—Me da igual que te asustes. Y te diré que me da igual que... Perdona, querido. Estoy diciendo tonterías. Lo que me pasa es que estoy muy nerviosa.

Volvió a sentarse en el sofá, la agenda en el regazo. Se puso a garabatear unas líneas en una hoja en blanco. Luego escribió su apellido y lo tachó despacio. Le miró de reojo, volvió a escribir «Dreyer» con grandes letras, entrecerró los ojos hasta dejarlos reducidos a meras ranuras y se puso sin más a tacharlas. Se le rompió la punta del lápiz. Tiró a un lado la agenda y le pasó a Franz el lápiz, luego se levantó.