— C'est pour les pauvres chiens, para los pobres perros —decía (y sigue diciendo)—. A menudo los animales son mejores que los seres humanos.

Una afirmación, esta última, que provocaba (y sigue provocando) apasionadas discusiones, en las que el abbé se acaloraba más que nadie. Al enterarse de que yo era alemán y músico, el doctor se mostró fascinado; y por las miradas que me dirigió deduje que lo que atraía su atención no era tanto mi cara (que de la falta de afeitado estaba pasando al estado de barbudez) como mi nacionalidad y mi profesión, pues en ambas percibía el doctor algo que contribuía de forma destacada a aumentar el prestigio del establecimiento. Me abordaba en las escaleras o en uno de los blancos pasillos, y se embarcaba en alguna habladuría interminable, unas veces para criticar los defectos sociales del gordo diputado, y otras para deplorar la intolerancia del abbé. En conjunto, la situación estaba poniéndome algo frenético, pero también era en cierto sentido distraída.

Tan pronto como caía la noche y las sombras de las ramas, prendidas y perdidas por una solitaria lámpara del patio, barrían el interior de mi habitación, mi alma vacía y enorme se iba llenando de una confusión tan estéril como detestable. No, no, jamás les he tenido miedo a los cadáveres, ni me asustan tampoco los juguetes maltrechos y rotos. Lo único que temía cuando me encontraba completamente solo en aquel traicionero mundo de reflexiones era el perder la compostura en lugar de aguantar hasta que llegase, pues tenía que llegar, cierto momento extraordinaria y enloquecidamente feliz en el que todo quedaría resuelto; el momento del triunfo del artista; un momento de orgullo, de liberación, de júbilo: ¿había yo creado un cuadro capaz de obtener un éxito sensacional, u obtendría un decepcionante fracaso?

El sexto día de mi estancia sopló un viento de violencia tal que el hotel se asemejaba a un buque en plena tempestad: los cristales temblaban, las paredes crujían; y la masa verde de follaje, rugiente al retroceder y también al regresar de golpe, azotaba la casa. Intenté salir al jardín, pero me vi de inmediato doblado por la cintura, retuve por milagro el sombrero, y regresé a mi habitación. Una vez allí, profundamente sumido en mis pensamientos frente a la ventana, y rodeado de todo ese torbellino y campanilleo, no alcancé a oír el gong, de modo que cuando bajé a almorzar y me senté a la mesa, ya estaban sirviendo el tercer plato, el favorito del doctor: menudillos, que en el paladar tenían un tacto musgoso, con salsa de tomate. Al principio no hice caso de la conversación general, conducida hábilmente por el doctor, pero de golpe y porrazo noté que todo el mundo estaba mirándome.

— Et vous, y usted —me decía el doctor—, ¿qué opina acerca de esta cuestión?

—¿Cuál? —pregunté.

—Estábamos hablando —dijo el doctor— de ese asesinato, el que ha habido chez vous, en Alemania. Hay que ser un monstruo —prosiguió, dando paso a una discusión interesante— para hacerse un seguro de vida y luego quitársela a otro...

No sé qué me sobrevino, pero de repente alcé la mano y dije:

—Mire, ya basta.

Bajando luego la mano, con el puño cerrado le propiné a la mesa un porrazo que hizo saltar por los aires el servilletero, y exclamé, con una voz que no me atreví a reconocer como mía:

—¡Basta! ¡Basta! ¿Cómo se atreve, qué derecho tiene? Ningún insulto me parece... ¡No, no pienso soportarlo! ¿Cómo se atreve...? Decir de mi país, de mi pueblo... ¡Silencio! ¡Silencio! —grité cada vez más fuerte—. ¡Usted...! ¡Atreverse a decirme a la cara que Alemania...! ¡Cállese!

De hecho, hacía ya un buen rato que se habían callado: desde el momento en que mi sonoro puñetazo hizo rodar el aro de la servilleta. Rodó hasta el mismísimo extremo de la mesa, en donde fue cautelosamente frenado por el hijo pequeño del joyero. Un silencio de una calidad excepcional. Incluso el viento, me parece, había dejado de soplar ruidosamente. El doctor, cuchillo y tenedor en mano, se quedó helado: una mosca pareció paralizarse sobre su frente. Sentí un espasmo en la garganta; tiré la servilleta y abandoné el comedor, observado por todos los rostros que, automáticamente, fueron volviéndose a mi paso.

Sin reducir la longitud de mis zancadas agarré el periódico que yacía abierto en una mesa del vestíbulo y, una vez en mi habitación, me hundí en la cama. Temblaba de pies a cabeza, me asfixiaban los sollozos que me subían por la garganta, me convulsionaba la furia; tenía los nudillos asquerosamente sucios de salsa de tomate. Mientras hojeaba el periódico todavía tuve tiempo de decirme a mí mismo que no era más que una tontería, una simple coincidencia: cómo iban los franceses a preocuparse por un asunto de tan poca monta, pero de repente mi nombre, mi nombre anterior, comenzó a bailar ante mis ojos...

No recuerdo con exactitud qué averigüé leyendo ese periódico en particular: desde aquel día los he hojeado a montones, y han terminado, curiosamente, por confundirse mentalmente los unos con los otros; ahora deben de estar en algún rincón, pero no tengo tiempo de clasificarlos. Lo que sí recuerdo bien, sin embargo, es que capté dos cosas inmediatamente: la primera, que se conocía la identidad del asesino, y segunda, que no se conocía la de la víctima. La comunicación no iba firmada por ningún enviado especial, sino que era un breve resumen de lo que, presumiblemente, decía la prensa alemana, y estaba todo servido de una forma bastante descuidada e insolente, entre la noticia de una refriega política y un caso de psitacosis. El mismo tono de la nota me escandalizó en grado superlativo: de hecho era tan inadecuado, tan imposible en relación conmigo, que por un momento hasta pensé que podía referirse a una persona que se llamase igual que yo; porque ése es el tono que se utiliza para hablar del clásico imbécil que descuartiza toda una familia a hachazos. Ahora sí que lo entiendo todo. Se trataba, supongo, de un truco de la policía internacional; de un estúpido intento de asustarme y confundirme; pero como no lo entendí así, me vi sometido, al principio, a un frenesí de pasión, y empezaron a bailarme manchitas ante los ojos, que una y otra vez se equivocaban y me lanzaban contra esta o aquella línea de la columna... hasta que repentinamente sonó una fuerte llamada a la puerta. Escondí el periódico debajo de la cama y dije:

—Adelante.

Era el doctor. Estaba terminando de masticar alguna cosa.

— Ecoutez—dijo, cuando apenas si había cruzado el umbral—, ha habido una equivocación. Ha interpretado usted incorrectamente el sentido de lo que yo decía. Me encantaría poder...

—¡Fuera! —rugí—. ¡Fuera, ahora mismo!

Cambió de expresión y salió sin cerrar la puerta. Me levanté de un salto y la cerré con estrépito considerable. Luego, saqué el periódico de debajo de la cama; pero no fui capaz de encontrar en él lo que había estado leyendo hacía tan pocos instantes. Lo examiné de principio a final: ¡nada! ¿Era posible que lo hubiese soñado? Comencé a repasar de nuevo sus páginas; era como una de esas pesadillas en las que perdemos una cosa y luego no solamente somos incapaces de descubrirla sino que no cumplimos ninguna de esas leyes naturales que podrían darle cierta lógica a la búsqueda, y en lugar de eso nos encontramos con que todo es absurdamente amorfo y arbitrario. No, el periódico no decía nada de mí. Absolutamente nada. Debía de haberme encontrado en un horrible estado de ciega excitación, porque al cabo de algunos segundos me fijé en que el diario era un viejo ejemplar alemán, en lugar de ser el diario de París que había leído yo. Me sumergí otra vez bajo la cama, lo recuperé y releí la nota, que en efecto estaba escrita con palabras triviales y hasta difamatorias. Fue entonces cuando supe qué era en realidad lo que me había escandalizado más que ninguna otra cosa, lo que me había sonado a insulto: ni una palabra sobre el parecido; no solamente faltaban las críticas (por ejemplo, podrían haber dicho al menos: «Sí, un parecido admirable, pero tal marca demuestra que el cadáver no es el de él»), sino que ni siquiera se mencionaba en absoluto: lo cual te dejaba la impresión de que era algún desgraciado con un aspecto muy diferente del mío. Bien: una sola noche era insuficiente para que se descompusiera; por el contrario, sus rasgos debían haber adquirido una cualidad marmórea, haciendo que nuestro parecido resultara todavía más profundamente cincelado; pero incluso suponiendo que hubiesen encontrado el cadáver al cabo de unos días, dando así tiempo a que la juguetona Muerte lo desfigurase, igualmente las fases de su descomposición tendrían que haber correspondido con las de la mía: se me podrá decir que es una forma malditamente apresurada de expresarlo, pero a ver si tengo que estar de humor para bobadas. Esta fingida ignorancia de lo que, para mí, era el detalle más precioso y esencial, me pareció un truco cobarde pues significaba implícitamente que, desde el primerísimo momento, todo el mundo supo sin la menor duda que no era yo, que en ninguna cabeza podía haber cabido la idea de confundir el cadáver encontrado con el mío. Y la forma chapucera en que estaba relatada la noticia me pareció, en sí misma, una forma de subrayar un solecismo que jamás de los jamases habría podido cometer yo; y de todos modos, allí estaban, ocultos los labios, apartados los hocicos, callados pero temblando de emoción, aquellos rufianes, hirviendo de alegría, sí, con una diabólica alegría vengativa; sí, vengativa, burlona, insoportable...