—Más tarde. Guarda todo eso. El calzador también. Y las tijeras. Bien. Ahora ponte mi gabán y comprobemos por última vez que puedes pasar por mí.

—¿No se olvidará del dinero? —me preguntó.

—Te ha repetido que no. No seas burro. Estamos a punto de llegar a eso. Tengo el dinero aquí, en mi bolsillo... En tu ex bolsillo, para decirlo con más precisión. Ahora, termina tu obra, por favor.

Se puso mi elegante gabán de pelo de camello y (con muchísimo cuidado) se encasquetó mi elegante sombrero. Faltaba sólo el último detalle: los guantes amarillos.

—Perfecto. Da unos pasos. Veamos qué tal te sienta todo.

Caminó hacia mí, metiendo primero las manos en los bolsillos, sacándolas luego.

Cuando estuvo muy cerca, echó los hombros hacia atrás y adoptó un contoneo jactancioso de petimetre.

—Vamos a ver, ¿falta algo, falta algo? —iba diciendo yo en voz alta—. Espera, déjame echarte otra ojeada. Sí, parece que lo tenemos todo... Ahora date la vuelta, a ver de espaldas...

Dio media vuelta, y le disparé entre los hombros.

Recuerdo varias cosas: la leve humareda que al principio permaneció flotando en el aire y luego formó un pliegue transparente y se esfumó por completo; la forma en que Félix cayó; porque no cayó de golpe; primero concluyó un movimiento vinculado aún a la vida, que fue un giro casi completo; intentó, me parece, balancearse en broma, como si actuara frente a un espejo; de manera que, poniendo fin de forma inerte a esa en absoluto graciosa bromita, quedó vuelto (ya atravesado) hacia mí, abrió lentamente las manos como si me preguntara: «¿Qué significa esto...?», y, al no obtener respuesta, se desplomó de espaldas, lentamente. Sí, recuerdo todo eso; recuerdo, además, el sonido suave que hizo en la nieve cuando empezó a quedarse tieso y estremecerse, como si la nueva ropa que llevaba le resultara incómoda; pronto quedó del todo quieto, y luego se hizo sentir la rotación de la tierra, y fue únicamente su sombrero el que, silenciosamente, se movió, separándose de su coronilla y cayendo atrás, boquiabierto, como si le dijera adiós a su propietario (o también, a modo de recordatorio de esa rancia frase que dice «todos los presentes descubrieron su cabeza»). Sí, recuerdo todo eso, pero hay una cosa que la memoria echa de menos: el ruido de mi disparo. Es cierto, en mis oídos quedó un canturreo permanente. Se me aferró, se me metió dentro, tembló en mis labios. A través de ese vuelo de sonido me acerqué al cuerpo tendido y, ávidamente, lo miré.

Hay momentos misteriosos, y ése fue uno de ellos. Como un escritor que lee su obra mil veces, examinando y poniendo a prueba cada sílaba, y al final no es capaz de decir si es bueno o no este jaspeado de palabras, lo mismo me ocurrió a mí, lo mismo... Pero existe esa secreta certeza del hacedor, la que nunca falla. En ese momento, cuando todos los rasgos quedaron fijados y congelados, nuestro parecido era tal que no fui capaz de decir quién había muerto de un balazo, si él o yo. Y mientras miré, anocheció en el vibrante bosque, y al paso que aquella cara que tenía ante mí iba disolviéndose lentamente, vibrando de forma cada vez más leve, me pareció como si estuviera mirando mi imagen en un estanque de aguas remansadas.

Por miedo a mancharme, no manipulé el cadáver; ni siquiera me cercioré de si estaba en realidad muerto del todo; supe instintivamente que lo estaba, que esa bala se había deslizado con perfecta exactitud a lo largo del breve surco de aire que habían trazado la voluntad y el ojo. Corre, corre, exclamó el viejo Lorre, subiéndose los pantalones. No le imitemos. Presurosa, atentamente, miré a mi alrededor. Félix lo había metido todo, menos la pistola, en la bolsa; pero tuve el suficiente control de mí mismo como para asegurarme de que no se le había caído nada; e incluso llegué al extremo de cepillar el estribo en el que le había cortado las uñas y de desenterrar su cepillo, que antes había pisoteado contra el suelo pero del que en ese otro momento decidí librarme más adelante. Luego hice algo que había planeado mucho tiempo atrás. Previamente había dado la media vuelta con el coche y lo dejé frenado cerca de una leve pendiente, de cara a la carretera; ahora dejé que mi pequeño Icarus descendiera un par de metros, a fin de que fuera visible desde la carretera por la mañana, y para que así condujera al descubrimiento de mi cadáver.

La noche cayó rápidamente. El tamborileo de mis oídos había cesado casi del todo. Me sumergí en el bosque y, al hacerlo, volví a pasar cerca del cadáver; pero no volví a detenerme, sólo recogí la bolsa y, resueltamente, a buen paso, como si no fuese calzado con aquellos pesadísimos zapatones, rodeé el lago sin abandonar nunca el bosque, seguí caminando sin parar por entre el fantasmagórico crepúsculo, pisando la fantasmagórica nevada... Y, sin embargo, ¡¡qué maravillosamente bien supe adivinar la dirección correcta, con qué precisión, con qué viveza lo había visualizado todo, en verano, cuando estudiaba los caminos que conducen a Eichenberg!

Llegué a tiempo a la estación. Diez minutos después, tan práctico como una aparición, llegó el tren que yo quería. Me pasé media noche en el traqueteante y bamboleante vagón de tercera, en un banco duro, junto a un par de viejos que jugaban a naipes, y los naipes que usaban eran extraordinarios: grandes, rojos y verdes, con mazorcas y panales. Después de medianoche tuve que hacer transbordo; un par de horas más tarde me encontraba avanzando hacia poniente; luego, por la mañana, volví a cambiar, en esta ocasión para tomar un rápido. Sólo entonces, en la soledad del retrete, examiné el contenido de su mochila. Aparte de las cosas con las que yo la había atiborrado en el último momento (incluido un pañuelo manchado de sangre), encontré unas camisas, un pedazo de salchicha, dos manzanas grandes, una suela de cuero, cinco marcos en un monedero de señora, un pasaporte; y mis cartas a Félix. Me comí allí mismo las manzanas y la salchicha, sin salir del retrete; pero me guardé las cartas en el bolsillo y examiné con el más vivo interés el pasaporte. Estaba en regla. Félix había pasado por Mons y Metz. Por extraño que parezca, la foto de su cara no se me parecía mucho; podía, por supuesto, pasar fácilmente por una foto mía pero, de todos modos, aquella circunstancia me produjo una rara impresión, y recuerdo haber pensado que ahí estaba la causa de que él tuviera tan poca conciencia de nuestro parecido: él se veía en un espejo, es decir, de derecha a izquierda, y no en el sentido en que gira el sol, como en la realidad. La ineptitud, el desaliño, la pereza sensorial de los seres humanos quedaron revelados de golpe por el hecho de que ni siquiera las definiciones oficiales que aparecían en la breve lista de rasgos personales correspondía del todo con los epítetos de mi pasaporte (que me había dejado en casa). Una nadería, sin duda alguna, pero muy típica. Y donde decía «profesión», Félix, ese prodigio de estulticia que, con la más absoluta seguridad, tocaba el violín igual que solían tañer las guitarras en las noches veraniegas los más lánguidos lacayos rusos, era calificado de «músico», lo cual me convirtió inmediatamente a mí en otro músico. Ese mismo día, cuando más tarde pasé por una pequeña población fronteriza, me compré una maleta, un abrigo y demás, tras lo cual me libré enseguida de la bolsa y la pistola a la vez: no, no voy a decir qué hice con ellas. Y vosotras, aguas renanas, ¡guardad silencio! Y así fue como un caballero muy mal afeitado y vestido con un barato abrigo negro acabó estando del lado seguro de la frontera, camino del sur.