Ahora, yo y mi bella viuda estamos casados; vivimos en un tranquilo y pintoresco rincón, en nuestra casita de campo. Pasamos largas horas perezosas en el jardincillo de los mirtos, con vistas al azul golfo que se abre abajo, y muy a menudo hablamos de mi pobre hermano, el que murió. Le cuento a Lydia nuevos episodios de su vida.

—Ay el destino —dice Lydia con un suspiro—. Al menos sé que ahora, en el Cielo, nuestra felicidad es un consuelo para su alma.

Sí, Lydia es feliz conmigo; no necesita a nadie más.

—Cómo me alegro —dice a veces— de que nos hayamos librado para siempre de Ardalion. Antes le compadecía mucho, y le dedicaba gran parte de mi tiempo, pero, la verdad, jamás le soporté. Me pregunto por dónde rondará ahora. Probablemente se esté matando con la bebida, el pobre. ¡También son cosas del destino!

Por las mañanas leo y escribo; tal vez publique pronto un par de cosas con mi nuevo nombre; un escritor ruso que vive cerca de aquí ha alabado mi estilo y la viveza de mi imaginación.

De vez en cuando le llega a Lydia alguna línea de Orlovius, felicitaciones de Año Nuevo, por ejemplo. Siempre le ruega que transmita un afectuoso saludo a su esposo, al que no tiene el gusto de conocer, y probablemente esté pensando: «¡Ah, qué fácil de consolar es esta viuda! ¡Pobre Hermann Karlovich!»

¿Se va notando el fuerte sabor de este epílogo? Lo he pergeñado de acuerdo con una receta clásica. Hay que ir diciendo algo acerca de cada uno de los personajes del libro, para de este modo ir cerrando la historia; y, así, se logra que el goteo de sus existencias armonice, correcta aunque sumariamente, con lo que hasta entonces se ha dicho de sus personalidades; también se acepta en esta fórmula cierto tono festivo, la jocosa alusión al conservadurismo de la vida.

Lydia sigue siendo tan desmemoriada y desaseada como siempre...

Y para el final mismo del epílogo, pour la bonne bouche, es costumbre dejar algún rasgo especialmente sincero, algo que tenga que ver, por ejemplo, con cierto objeto insignificante que en algún capítulo de la novela tuvo una fugaz aparición:

Todavía puede ver el lector, en la pared de la habitación, aquel retrato al pastel, y, como antaño, cada vez que se fija en él, Hermann se pone a reír y soltar maldiciones.

Finis. ¡Adiós, Turgy! ¡Adiós, Dusty!

Sueños, sueños... y por si fuera poco bastante trillados. De todos modos, ¿a quién le importa?

Volvamos a nuestra historia. Tratemos de mantener mejor el control sobre nosotros mismos. Omitamos ciertos detalles del viaje. Recuerdo que al llegar a Pignan, casi en la frontera con España, lo primero que hice fue tratar de conseguir periódicos alemanes; encontré algunos, pero aún no decían nada.

Tomé una habitación en un hotel de poca categoría, una habitación enorme con el suelo de piedra y paredes casi de cartón, en las que parecía haber una puerta pintada de color siena tostada que conducía a la habitación contigua, y un espejo con un solo reflejo. Hacía allí un frío terrible; pero el abierto hogar de la absurda chimenea tenía la misma capacidad de proporcionar calor que una pieza de atrezzo en un escenario, y cuando terminaron de arder las astillas que trajo la criada, pareció como si la habitación estuviese más fría incluso que antes. La noche que pasé allí estuvo colmada de las visiones más extravagantes y agotadoras que se pueda imaginar; y al amanecer, sintiéndome pegajoso e irritado, salí al estrecho valle, inhalé los nauseabundos perfumes y, apretujado por la muchedumbre sureña que llenaba el mercado a rebosar, comprendí con la mayor claridad que era imposible quedarse ni un instante más en aquella población.

Al paso que los estremecimientos se deslizaban hacia el extremo inferior de mi columna vertebral, y con la cabeza a punto de estallar, me abrí camino hasta el syndicat d'initiative, en donde un locuaz individuo me sugirió un puñado de lugares de veraneo: yo buscaba alguno que fuese bonito y apartado, y cuando hacia el final de la tarde un autobús me dejó en la dirección elegida, me sorprendió ver que era exactamente lo que yo había deseado encontrar.

Apartado, solitario, rodeado de alcornoques, hallé un hotel de aspecto decente que se encontraba aún, en su mayor parte, cerrado (pues la temporada empezaba al llegar el verano). Un fuerte viento procedente de España alborotaba el plumón de las mimosas. En un pabellón con aspecto de capilla, borboteaba una fuente curativa, y en las esquinas de sus ventanales de color rubí oscuro colgaban las telarañas.

Apenas había gente alojada en aquel establecimiento. Un médico era el alma del hotel, y el soberano que presidía las comidas: se sentaba a la cabecera de la mesa y llevaba la voz cantante; había también un viejo con nariz de loro y chaqueta de alpaca que solía producir toda una variada gama de bufidos y gruñidos cuando, con un leve taconeo y gran agilidad, la criada servía la trucha que él mismo había pescado en el vecino arroyo; y una vulgar pareja joven que había llegado a este agujero desde nada menos que Madagascar; una ancianita con gorgerette de muselina, maestra de escuela; un joyero de numerosa familia; una joven superferolítica, de la que al principio dijeron que era vizcondesa, luego condesa y finalmente (lo cual nos trae al momento en que escribo estas líneas) marquesa, y todo ello gracias a los esfuerzos del médico (que hace cuanto está en su mano por mejorar la reputación del establecimiento). No olvidemos, por otro lado, al triste viajante de comercio, un parisino que representa una especialidad patentada de jamón; al tosco y gordo abbé que se hacía lenguas de la belleza de cierto claustro vecino; y que, para mejor expresarlo, lanzaba al aire un beso de sus carnosos labios fruncidos en forma de corazoncito. Aquí terminaba la colección, creo. El administrador, hombre de cejas de escarabajo, permanecía cerca de la puerta con las manos enlazadas a la espalda y seguía con mirada hosca el desarrollo ceremonioso de las comidas. Afuera soplaba un viento violentísimo.

Estas impresiones nuevas ejercieron sobre mí un beneficioso influjo. La comida era buena. Tenía una habitación soleada, y era interesante ver, desde la ventana, cómo el viento les levantaba bruscamente las enaguas a los pequeños olivos que había previamente tumbado. A lo lejos, recortado contra un cielo implacablemente azul, destacaba el cucurucho de azúcar pintado de sombras malva de una montaña parecida al Fujiyama. Yo no salía mucho: me asustaba el trueno de mi cabeza, el viento incesantemente rompedor y cegador, un asesino viento montañoso. De todos modos, el segundo día fui al pueblo a por periódicos, y tampoco encontré nada en ellos, y como la incertidumbre me exasperaba sobremanera, decidí pasar unos cuantos días sin tomarme la molestia de mirarlos.

La impresión que causé en las comidas fue, me temo, la de una persona brusca e insociable, aunque me esforcé por contestar todas las preguntas que me hicieron; mas fue en vano que el doctor me apremió a que le acompañara después de la cena al salón, una habitacioncita agobiante con un viejo y desafinado piano vertical, butacas de terciopelo y una mesa redonda con folletos de excursiones. El doctor llevaba barba de chivo y tenía unos ojos azules y acuosos, y tripita redonda. Se alimentaba de forma práctica y asquerosa. Cuando se enfrentaba a unos huevos pasados por agua, utilizaba una técnica consistente en propinarle a la yema un turbio retorcimiento con miga de pan, y luego transportar el conjunto, no sin abundantes emisiones saliváceas, hasta el interior de su boca húmeda y sonrosada. Con los dedos empapados de salsa, solía ir recogiendo los huesos que, tras tomar la carne, quedaban en los platos de los demás comensales, envolver de algún modo aquellos restos, y meterse el paquete en el bolsillo de la holgada americana que llevaba siempre; con todo lo cual pretendía que la gente pensara de él que era un tipo excéntrico.