Lo que desconcertó por completo a la policía fue el hecho de que la víctima (la prensa se refocila especialmente cada vez que usa la palabra «víctima») fuera vestida con mi ropa, o, mejor dicho, cómo fue posible que un hombre vivo se pusiera no solamente mi traje, sino todo lo demás, hasta los calcetines y los zapatos, los cuales, al venirle pequeños, debieron de dolerle mucho... (¿Conque sí? ¡Qué listos sois! ¡Podría perfectamente haberle calzado esos zapatos después de muerto!)

En cuanto se les metió en la cabeza que no era mi cadáver, se comportaron exactamente igual que un crítico literario, el cual, tan pronto como ve un libro de un autor por el que no siente simpatía, decide que el libro no vale nada y se pone a construir lo que haya pretendido construir, siempre basándose en esa primera y gratuita suposición. Así, enfrentada la policía al milagro del parecido entre Félix y yo, se lanzó de cabeza hacia las pequeñas máculas de mi obra maestra, que una actitud más profunda y acertada hubiese pasado por alto, de la misma manera que una errata de imprenta o un desliz de la pluma no pueden en absoluto echar a perder un bello libro. La policía mencionó la tosquedad de las manos, e incluso se concentró en ciertas callosidades a las que atribuyeron grandísima importancia, en contraste, sin embargo, con la pulcritud de las uñas de las cuatro extremidades; y alguien —hasta donde yo puedo imaginar, ese peluquero que encontró el cadáver— llamó la atención de los sabuesos hacia el hecho de que, según ciertos datos visibles solamente por un profesional (un detalle encantador, sin duda), era evidente que las uñas habían sido cortadas por un experto: ¡lo cual no debería haberme inculpado a mí, sino a él!

Por mucho que me esfuerce, no logro averiguar cuál fue la actitud de Lydia durante la investigación. Como nadie dudaba de que el hombre asesinado no era yo, ella debió sin duda de ser, o incluso sigue siendo, considerada como sospechosa de complicidad: por culpa de ella misma, desde luego; tendría que haber comprendido que el dinero del seguro se había evaporado por los aires, de manera que no le servía de nada seguir con sus gimoteos de viuda. Al final acabará cediendo, y, sin cuestionar jamás mi inocencia, tratando de salvarme la cabeza, contará la trágica historia de mi hermano; de nada servirá, no obstante, pues se puede demostrar sin apenas dificultades que jamás tuve hermano alguno; y en cuanto a la teoría del suicidio, la verdad, no existe prácticamente ninguna probabilidad de que la imaginación oficial se trague lo del número del gatillo y la cuerda.

Es de la máxima importancia para mi seguridad actual que no se conozca la identidad del asesinado, y que no se pueda conocer. Entretanto, he vivido con su nombre, un nombre del que ya he ido dejando huellas aquí y allá, de modo que podrían finalmente localizarme con la mayor rapidez si llegasen a descubrir quién era la persona a la que, por usar la expresión generalmente aceptada, achicharré de un tiro. Pero no hay modo de descubrirlo, lo cual me va de maravilla, porque estoy demasiado cansado como para volver a trazar planes y llevarlos a la práctica otra vez. Y, ciertamente, ¿cómo iba a desembarazarme de un nombre que, con tanto arte, he llegado a hacer mío? Porque, caballeros, me parezco a mi nombre, que encaja conmigo tan perfectamente como antes encajaba con él. El que no lo entienda es bobo.

En cuanto al coche, tarde o temprano tienen que encontrarlo, aunque no va a servirles de mucho; yo quería que lo encontrasen. ¡Qué gracioso! Creen que estoy mansamente sentado al volante, pero, de hecho, se van a encontrar sólo con un ladronzuelo muy vulgar y muy asustado.

No menciono aquí los monstruosos epítetos con los que esos irresponsables gacetilleros, esos suministradores de emociones, esos villanos charlatanes que plantan sus bártulos allí en donde la sangre ha sido derramada, creen necesario premiarme; tampoco voy a entretenerme en los solemnes argumentos de tipo psicoanalítico en los que se recrean los reporteros. Todas esas tonterías y bufonadas llegaron a enfurecerme al principio, sobre todo cuando me veía relacionado con tal o cual zoquete de gustos vampíricos que, en sus tiempos, contribuyó a incrementar las ventas de periódicos. Había, por ejemplo, un tipo que quemó su coche con la víctima en su interior, tras haberle sabiamente serrado parte de los pies, ya que el cadáver era demasiado alto para las medidas del coche. ¡Al diablo todos ellos! No tienen nada en común conmigo. Otra cuestión que me enloqueció fue que los periódicos publicasen la foto de mi pasaporte (en la que, es cierto, tengo cara de criminal, y que, con tanta malicia la retocaron, no se me parece en absoluto) en lugar de poner cualquier otra, ésa, por ejemplo, en la que estoy absorto en la lectura de un libro. Mi dinero me costó esa foto de tiernos tonos chocolate con leche; el mismo fotógrafo me sacó en otra pose, el índice en la sien, ojos graves que te miran bajo unas cejas arqueadas: como les gusta ser fotografiados a los novelistas alemanes. La verdad, tenían mucho donde elegir. Hay también un montón de buenas instantáneas, por ejemplo, la que me muestra en pantalón corto de baño en la parcela de Ardalion.

Oh, por cierto... casi se me olvidaba. Durante sus meticulosas investigaciones, cuando examinaba cada matorral y hasta excavaba el suelo, la policía no encontró nada; nada, excepto un objeto sorprendente, a saber, una botella —la botella— de vodka casero. Yacía allí desde junio: si no recuerdo mal, he descrito el momento en el que Lydia la escondía... Qué pena que no escondiese también por allí una balalaika, para darles el placer de imaginarse a un eslavo cometiendo un asesinato al son del entrechocar de copas, cantando de paso «Pazhaláy zhemenáh , dara - gúy -ah...», «Apiádate de mí, amor mío...».

Pero ya basta, ya basta. Todo este repugnante revoltillo se debe a la inercia, testarudez y actitud prejuiciada propia de los seres humanos, incapaces de reconocerme a mí en el cadáver de mi impecable doble. Acepto, con amargura y desprecio, el hecho de que no se produjera el reconocimiento (¿qué maestro se libró de esta clase de sombras?) pero sigo creyendo firmemente en la perfección de mi doble. No tengo nada de que culparme. Las equivocaciones —pseudoequivocaciones— me han sido impuestas retrospectivamente por mis críticos cuando, sin fundamento pero con precipitación, concluyeron que mi idea misma era un error, momento a partir del cual se agarraron a esas pequeñas disimilitudes de las que yo mismo soy consciente y que carecen de importancia para la suma total del triunfo de un artista. Mantengo pues que en la planificación y la ejecución de todo este asunto alcancé los límites mismos del arte; que su perfecto final era, en cierto sentido, inevitable; que todo encajó por encima de mi voluntad, como consecuencia de la intuición creativa. Y así, a fin de obtener el reconocimiento debido, a fin de justificar y salvar a la criatura engendrada por mi cerebro, a fin de explicarle al mundo toda la profundidad de mi obra maestra, ideé la redacción de este cuento.

Pues, tras haber arrugado y arrojado lejos de mí un último periódico, no sin antes haberle chupado hasta la última gota, lo comprendí todo; invadido por una sensación ardorosa, de comezón, y por un intenso deseo de adoptar inmediatamente ciertas medidas que sólo yo podría apreciar; en este estado, me senté a la mesa y comencé a escribir. Si no me hubiese encontrado absolutamente seguro de mis fuerzas literarias, de la notable habilidad... al principio fue una tarea dura, cuesta arriba. Jadeé, me interrumpí, y luego volví a continuar. Mis esfuerzos, que me dejaban tremendamente agotado, me produjeron un raro placer. Sí, un remedio drástico, una purga inhumana, medieval; pero resultó eficaz.