9
A decir verdad, me siento bastante cansado. Escribo desde el mediodía hasta el amanecer, y llego a redactar un capítulo diario, o más. ¡Ah, qué cosa tan grande y poderosa es el arte! En mis circunstancias, tendría que estar aturullado, tratando de escabullirme, replegándome... No existe desde luego peligro inmediato, y me arriesgo a decir que jamás existirá tal peligro, pero, no obstante, me parece una reacción notablemente singular esta que consiste en permanecer aquí sentado, escribiendo, escribiendo, escribiendo, o reflexionando largamente, que viene a ser más o menos lo mismo. Y cuanto más escribo, más claro me resulta que no voy a dejar las cosas así sino que seguiré con este empeño hasta alcanzar mi objetivo fundamental, momento en el cual asumiré con toda seguridad el riesgo de hacer publicar mi obra... cosa que tampoco supone un gran riesgo puesto que tan pronto como haya remitido el manuscrito pienso desaparecer, y el mundo es lo suficientemente grande como para brindar un lugar donde ocultarse a un hombre tranquilo con barba.
No fue de manera espontánea como decidí enviar mi obra al penetrante novelista que, si no me equivoco, ya he mencionado con anterioridad, y al que me he dirigido incluso personalmente usando mi narración como intermediario.
Puede que me equivoque, pues hace ya tiempo que he dejado de releer lo que voy escribiendo: no queda tiempo para eso, ni tampoco, desde luego, para los nauseabundos efectos que sobre mí podría ejercer esa relectura.
Al principio jugueteé con la idea de enviarlo todo directamente a un editor —alemán, francés o norteamericano—, pero está escrito en ruso, y no todo es traducible, y... bueno, puestos a ser francos, soy muy exigente en lo que se refiere a mis arpegios literarios, y creo firmemente que la pérdida de un solo matiz o inflexión echaría a perder por completo el conjunto. También se me ha ocurrido enviarlo a la URSS, pero no tengo las direcciones necesarias, ni sé cómo se hace ni si mi manuscrito sería leído, pues, debido a la fuerza de la costumbre, empleo la ortografía del antiguo régimen, y reescribirlo todo excede mis posibilidades. ¿«Reescribir» digo? Ni siquiera sé si soportaré la tensión que supone seguir escribiendo.
Tras haber finalmente decidido entregar mi manuscrito a alguien a quien estoy seguro de que le va a gustar, y que hará todo lo posible para conseguir que sea publicado, tengo plena conciencia de que mi elegido (tú, mi primer lector) es un novelista emigré, cuyos libros no pueden en modo alguno aparecer en la URSS. Tal vez, sin embargo, se haga una excepción en el caso de este manuscrito, teniendo en cuenta que no fue usted quien lo escribió. ¡Oh, cómo acaricio la esperanza de que pese a su firma de emigré (tan diáfanamente espúrea que no engañará a nadie) mi libro encuentre un mercado en la URSS! Como disto mucho de ser un enemigo del régimen soviético, estoy seguro de haber, sin darme siquiera cuenta, expresado en mi libro ciertas nociones que encajan perfectamente con las exigencias dialécticas del momento actual. Me parece incluso a veces que mi tema básico, la semejanza entre dos personas, posee una profunda significación simbólica. Esta notable semejanza física me llamó probablemente la atención (¡subconscientemente!) como promesa de ese ideal de igualdad consistente en unir a todo el pueblo en la futura sociedad sin clases; y al esforzarme por arrancarle toda su utilidad a un caso singular, estaba, aun siendo todavía ciego a las verdades sociales, realizando, no obstante, cierta función social. Y hay, además, otra cosa; el hecho de no haber obtenido un éxito completo cuando traté de obtener una utilidad práctica de nuestra semejanza podría explicarse por medio de causas exclusivamente socioeconómicas, es decir por el hecho de que Félix y yo perteneciéramos a clases diferentes y contradictorias, cuya fusión nadie, con sus solas fuerzas individuales, logrará jamás llevar a cabo, sobre todo en nuestros días, cuando el conflicto de clases ha llegado a una fase en la que está fuera de lugar todo intento de solución de compromiso. Es cierto que mi madre era de baja cuna y que el padre de mi padre pastoreaba patos en su juventud, lo cual explica de dónde, exactamente, ha podido sacar un hombre de mi sello y mis costumbres esa fuerte, aunque hasta ahora incompletamente expresada aún, tendencia hacia la Auténtica Conciencia. En mi fantasía alcanzo a visualizar un nuevo mundo en el que todos los hombres se parecerán los unos a los otros, igual que Hermann y Félix; un mundo formado por Helixes y Fermanns; un mundo en el que el obrero que caiga muerto a los pies de su máquina será reemplazado inmediatamente por su doble perfecto, adornado con la serena sonrisa del socialismo perfecto. En consecuencia creo, efectivamente, que los jóvenes soviéticos de nuestros días podrían obtener considerables beneficios del estudio de mi libro, bajo la supervisión de algún marxista experimentado que les ayude a seguir a través de sus páginas los culebreos rudimentarios del mensaje social que contiene. Mas, ay, que también se permita a otras naciones traducir a sus respectivos idiomas este libro, de modo que los lectores norteamericanos puedan satisfacer su gusto por las historias cruentas y los franceses discernir en él espejismos de sodomía en mis preferencias por un vagabundo; y que los alemanes disfruten con el lado voluble de mi alma semieslava. ¡Lean, léanlo cuantos más mejor, damas y caballeros! Les doy la bienvenida como lectores.
Y no ha sido un libro fácil de escribir, en absoluto. Es ahora sobre todo, precisamente cuando estoy a punto de empezar la parte que trata, por así decirlo, del acto decisivo, es ahora cuando se me representa en toda su plenitud lo arduo de la tarea; aquí estoy, como puede verse, retorciéndome y serpenteando, hablando gárrulamente de asuntos que tienen su lugar adecuado en el prólogo de los libros, y que sin embargo están aquí horriblemente mal situados, justo en lo que el lector apreciará sin duda como el capítulo más esencial. Pero ya he intentado explicar que, por astutos y cautelosos que puedan parecer los diversos planteamientos, no es mi parte racional la que escribe, sino mi memoria solamente, esa tortuosa memoria mía. Pues bien, verán ustedes, justo entonces, es decir a la hora exacta en la que se han detenido las manecillas de mi relato, también yo me detuve; y empecé a retozar, a perder el tiempo, de la misma manera que pierdo el tiempo y retozo ahora; me vi metido en el mismo tipo de enrevesados razonamientos que no tenían nada que ver con el asunto que me traía entre manos, y cuya hora prefijada se aproximaba a ritmo regular. Me había puesto en marcha por la mañana pese a que mi encuentro con Félix había sido fijado para las cinco de la tarde, pero no fui capaz de permanecer en casa, de modo que en esos momentos me preguntaba cómo emplear toda esa masa blancoagrisada de tiempo que me separaba de mi cita. De modo que me dispuse, cómoda y hasta soñolientamente, a conducir con un dedo, despacito, a través de Berlín, por calles tranquilas, frías, susurrantes; y así seguí durante tiempo y tiempo, hasta que me apercibí de que había dejado Berlín atrás. Los colores del día estaban reducidos a sólo dos: el negro (la silueta de los árboles desnudos, el asfalto) y blancuzco (el cielo, las manchas de nieve). Y así procedió mi amodorrado transporte. Durante algún tiempo se balanceó ante mis ojos uno de esos grandes trapos feísimos que los camiones que transportan cosas largas y puntiagudas tienen la obligación de llevar colgando del extremo sobresaliente de la grupa; luego desapareció, tras haber tomado, presumiblemente, un desvío. Ni siquiera así aceleré en absoluto mi marcha. Un taxi salió velozmente de una calle lateral, se cruzó delante de mí, aplicó rechinantemente los frenos, y, debido a que la carretera estaba bastante resbaladiza, hizo un trompo grotesco. Yo me deslicé serenamente adelante, dejándole a un lado, como si estuviese dejándome arrastrar por la corriente. Más adelante, una mujer profundamente entristecida por el luto cruzó la calzada en línea oblicua, casi de espaldas a mí; yo no toqué la bocina ni alteré mi lento y regular avance, sino que pasé deslizándome apenas a cinco centímetros de su velo; ella no se dio cuenta de mi presencia, la presencia de un fantasma silencioso. Me adelantaban vehículos de todas las clases; durante un buen rato, un tranvía reptante me cerró el paso; y llegué a ver por el rabillo del ojo a los pasajeros, sentados como estúpidos cara a cara. Una o dos veces me metí en una calle mal adoquinada; y comenzaron a aparecer las gallinas; sus breves alas expandidas y sus largos cuellos bien estirados, esta o aquella ave de corral atravesaba la calle corriendo. Algo después me encontré conduciendo por una carretera interminable, que pasaba junto a rastrojeras con montones de nieve esparcidos aquí y allá; y en una localidad perfectamente desierta el coche pareció sumirse en un profundo sueño, como si pasara del azul al gris paloma, reduciendo poco a poco su velocidad hasta detenerse, y me quedé con la cabeza apoyada sobre el volante, víctima de un ataque de esquivas reflexiones. ¿En qué podía estar pensando? En nada, o en naderías; todo era laberíntico y yo estaba casi dormido, y en un semidesvanecimiento me puse a discutir conmigo mismo sobre algún absurdo, recordé una discusión sostenida una vez con alguien en el andén de una estación acerca de si vemos o no el sol en nuestros sueños, hasta que comencé a tener la sensación de que había mucha gente a mi alrededor, personas que hablaban todas con todas, y que luego se quedaban en silencio y se encargaban mutuamente recados sin importancia y se dispersaban sin hacer el menor ruido. Al cabo de algún tiempo seguí mi camino, y a mediodía, mientras me arrastraba por algún pueblo, decidí detenerme, pues incluso yendo a tan soñoliento paso llegaría a Koenigsdorf en cuestión de una hora más o menos, y eso era todavía muy pronto. Así que haraganeé en una oscura y triste cervecería, en donde permanecí a solas, en cierta extraña suerte de trastienda, sentado a una mesa grande, y de la pared colgaba una vieja fotografía: un grupo de hombres en smoking, con mostachos enroscados hacia arriba, y algunos de los que ocupaban la primera fila habían doblado una rodilla con expresión despreocupada, y dos de los que estaban a los lados se habían incluso estirado a lo foca, lo cual me devolvió el recuerdo de ciertos grupos de estudiantes rusos. Me tomé ahí una buena cantidad de limonada, y reanudé mi viaje en la misma actitud soñolienta, indecentemente soñolienta a decir verdad. Luego, recuerdo haberme detenido en un puente: una vieja con pantalones de lana azul y una bolsa colgándole sobre los ríñones, estaba muy atareada en la reparación de alguna avería de su bicicleta. Sin apearme del coche le di algunos buenos consejos, todos ellos no solicitados y absolutamente inútiles; y tras esto permanecí en silencio y, con la mejilla apoyada en el puño, me quedé mirándola durante largo rato: ella seguía trasteando con esto y con aquello hasta que por fin mis ojos parpadearon y, oh sorpresa, la mujer había desaparecido: hacía tiempo que se había alejado balanceándose sobre su vehículo. Seguí mi curso, tratando, de paso, de multiplicar mentalmente cifras feas por otras no menos toscas. No sabía qué significaban ni de dónde habían emergido a superficie, pero ya que se habían presentado pensé adecuado ponerles un buen cebo, de modo que picaron y luego se disolvieron. De repente me pareció que estaba conduciendo a una velocidad enloquecida; que el coche se tragaba los kilómetros a la manera del prestidigitador que se traga metros de cinta; pero miré la aguja del velocímetro: temblaba a la altura de los cincuenta por hora; e iban desfilando a mi lado, en lenta sucesión, más y más y más pinos. Recuerdo haberme encontrado luego con un par de colegiales pálidos que llevaban los libros sujetos con una correa; y que hablé con ellos. Ambos poseían agradable facciones de ave, y me hicieron pensar en cuervos jóvenes. Parecían tenerme un poco de miedo, y cuando me alejé de ellos se quedaron mirándome fijamente, negra la boca completamente abierta, más alto el uno, más bajo el otro. Y luego, con un sobresalto, noté que había llegado a Koenigsdorf y, mirándome el reloj, vi que casi eran las cinco. Cuando pasé junto al rojo edificio de la estación, reflexioné que Félix podía haberse retrasado y quizá no había descendido aún los peldaños que alcancé a ver al otro lado del chillón puesto de chocolates, y que no había ningún modo en absoluto de deducir a partir del aspecto exterior de aquel chato edificio de ladrillo visto si ya había pasado o no Félix por allí. Fuera como fuese, el tren con el que había recibido órdenes de desplazarse hasta Koenigsdorf llegaba a las 2'55, de modo que si Félix no lo había perdido...