Recuerdo haberme interrumpido de repente al llegar aquí. Qué extraño era que, una vez preparado y previsto todo de la forma más armoniosa, apareciese un detalle secundario, igual que cuando estás haciendo el equipaje y de golpe y porrazo te das cuenta de que has olvidado meter cierta fruslería fastidiosa... sí, esos objetos tan carentes de escrúpulos existen. Habría que decir, a fin de justificarme, que el asunto de la maleta fue el único que decidí modificar: todo lo demás siguió tal como lo había planeado desde hacía mucho tiempo, tal vez desde hacía varios meses, tal vez en el segundo mismo en que vi a un vagabundo que, dormido sobre la hierba, tenía exactamente el mismo aspecto que mi cadáver. No, pensé ahora, mejor será que no me lleve la maleta; siempre cabe el riesgo de que me vean salir con ella.

—No me la llevo —dije en voz alta, y seguí caminando de un lado para otro.

¿Cómo podría olvidar la mañana del 9 de marzo? En relación con las mañanas corrientes, aquélla fue fría y pálida; durante la noche había caído algo de nieve, y todos los porteros estaban barriendo su trozo de acera, en cuyo borde se estaba formando una baja serranía nevada, pero el asfalto ya se encontraba despejado y vacío, aunque un poco embarrado. Lydia siguió durmiendo en paz. Todo estaba en silencio. Comencé la tarea de vestirme. Así lo hice: dos camisas, la una sobre la otra: la de ayer encima, pues era para él. Calzoncillos, dos pares también; y, del mismo modo, los de encima le estaban destinados a él. Después preparé un paquetito que contenía un juego de manicura, cosas de afeitar, y un calzador. Por si se me olvidaba luego, me metí inmediatamente este paquete en el bolsillo del gabán, que estaba colgado en el vestíbulo. Luego me puse dos pares de calcetines (los de encima con un agujero), zapatos negros, polainas gris rata; y, así acicalado, es decir elegantemente calzado pero todavía en ropa interior, me planté un momento en mitad del dormitorio y pasé revista a lo hecho con el fin de establecer si todo concordaba con mi plan. Como recordé que haría falta otro par de ligas, conseguí lo que buscaba, unas ligas viejas, y las añadí al paquete, lo cual me obligó a salir de nuevo al vestíbulo. Finalmente, escogí mi corbata lila preferida y un grueso traje gris oscuro que me había puesto últimamente con cierta frecuencia. Distribuí los siguientes objetos entre mil bolsillos: la cartera (con unos mil quinientos marcos), el pasaporte, diversos pedacitos de papel con direcciones, cuentas.

Alto, un fallo, me dije a mí mismo, pues ¿acaso no había decidido no llevarme el pasaporte? Era ésta una decisión muy sutil; los pedacitos de papel servían para establecer la identidad de manera mucho más elegante. También me llevé las llaves, la pitillera, el mechero. Me puse el reloj de muñeca. Ya estaba vestido. Palpé mis bolsillos, resoplé un poco. Metido en mi doble crisálida, sentía bastante calor. Quedaba ahora la cosa más importante. Toda una ceremonia; el lento resbalar del cajón que LA contenía, un detenido examen, que, desde luego, no era el primero. Sí, estaba maravillosamente engrasada; repleta de maravillas... Me LA regaló, el año 1920, en Reval, un oficial desconocido, o, para ser más preciso, me LA dejó, y desapareció. No tengo ni idea de qué fue de ese amable teniente.

Mientras estaba así atareado, Lydia despertó. Se envolvió en una bata de un tono rosa especialmente ofensivo, y nos sentamos a tomar nuestro café matutino. Cuando la criada salió:

—Bien —dije—, ¡llegó el día! Me voy ahora mismo.

Una brevísima digresión de tipo literario: ese ritmo es por completo ajeno a las formas modernas de conversación, pero transmite especialmente bien mi épica calma, y la tensión dramática de la situación.

—Quédate, por favor, Hermann, no te vayas... —dijo Lydia en voz baja (y, si no recuerdo mal, incluso unió sus manos en ademán de súplica).

—¿Te acuerdas de todo, supongo? —proseguí yo, imperturbable.

—No te vayas —repitió ella—, Hermann. Que haga lo que quiera con su destino. No debes intervenir.

—Me alegra que lo recuerdes todo —dije, sonriente—. Buena chica. Ahora, me tomaré otro rosco y partiré.

Lydia rompió a llorar. Luego se sonó las narices con un estallido final, estuvo a punto de decir algo, pero comenzó a llorar otra vez. Fue una escena bastante pintoresca; yo me dedicaba a untar fríamente de mantequilla un bollo cornudo, y ella permaneció sentada enfrente de mí, estremecida de pies a cabeza por sus sollozos. Luego, con la boca llena, le dije:

—En fin, así podrás recordar, cuando estés ante el mundo —(al llegar aquí mordí y tragué)— que tuviste malos presentimientos, aunque yo me iba con frecuencia sin jamás decir adonde. «Y ¿sabe usted, señora, si tenía enemigos?» «No lo sé, señor inspector.»

—¿Y qué pasará luego? —gimió dulcemente Lydia, separando sus manos de forma lenta y desesperada.

—Con eso bastará, cariño —dije, en un tono de voz completamente distinto—. Has disfrutado de tu llorera y ahora ya es suficiente. Y, por cierto, ni sueñes hoy con ponerte a aullar en presencia de Elsie.

Se frotó los ojos con un pañuelo arrugado, emitió un gruñidito triste y repitió otra vez el ademán de perplejidad desesperada, aunque ahora en silencio y sin lágrimas.

—¿Te acuerdas de todo? —inquirí por última vez, mirándola fijamente.

—Sí, Hermann, de todo. Pero tengo... tengo tantísimo miedo...

Me puse en pie, y ella se puso también en pie.

—Adiós —dije—. Volveremos a vernos. Es hora de que vaya a atender a mi paciente.

—Hermann, dime... No tendrás intención de estar presente, ¿verdad?

No acabé de entender a qué se refería.

—¿Presente? ¿En dónde?

—Oh, ya sabes a qué me refiero. Al momento en que él... Oh, ya sabes, todo eso del cordel.

—Serás boba —le dije—. ¿Y qué esperabas? Alguien tiene que estar allí para dejarlo todo arreglado al final. Mira, hazme el favor de no preocuparte más por esas cosas. Esta noche podrías irte al cine. Adiós, so boba.

Nunca la besaba en los labios: detesto el lodo de los besos labiales. Dicen que los antiguos eslavos encontraban también —incluso en los momentos de excitación sexual jamás besaban a sus mujeres— raro, hasta un tanto repulsivo, poner en contacto los propios labios con el epitelio ajeno. En ese momento, sin embargo, sentí, por una vez, el impulso de besar a mi esposa de ese modo; pero ella no estaba preparada, de modo que no hubo resultado más allá del roce de mis labios en su cabello; reprimí todo intento de repetirlo y, en lugar de eso, hice entrechocar sonoramente mis tacones y estreché su lánguida mano. Luego, en él vestíbulo, me puse rápidamente el gabán, cogí los guantes, me aseguré de que llevaba el paquete, y cuando ya me encaminaba hacia la puerta oí que me llamaba desde el comedor con voz gimoteante, pero apenas si le hice caso pues tenía una prisa desesperada por irme de allí.

Crucé el traspatio hacia el amplio garaje repleto de coches. Una vez allí fui recibido por amables sonrisas. Entré y puse el motor en marcha. La superficie asfaltada del patio era levemente más alta que la calzada, de manera que, al entrar en el estrecho túnel inclinado que conectaba el patio con la calle, el coche, retenido por los frenos, se zambulló leve y silenciosamente.