Orlovius me explicó, con copiosos detalles, el peligro que los lunáticos representaban para la sociedad, y luego me preguntó si pensaba informar a la policía.
Me encogí de hombros:
—Qué va... En realidad no vale la pena ni malgastar saliva... Dígame, ¿qué le pareció el discurso del canciller? ¿Lo ha leído?
Seguimos caminando el uno al lado del otro, hablando tranquilamente de política nacional e internacional. Cuando llegamos a la puerta de su oficina comencé a quitarme —tal como exigen las normas rusas de educación— el guante de la mano que iba a ofrecerle.
—No es bueno que esté usted tan nervioso —dijo Orlovius—. Salude de mi parte, se lo ruego, a su esposa.
—Lo haré, por supuesto. Aunque, la verdad, no sé si lo ha notado, pero envidio su soltería.
—¿Y por qué?
—Por lo siguiente. Me duele hablar de este asunto, pero lo cierto es que mi vida matrimonial no es feliz. Mi esposa tiene el corazón veleidoso, y... bueno, se interesa por otro hombre. Sí, fría y frívola, eso es lo que yo la llamo, y no creo que ella llorase mucho tiempo si yo, por azar... ejem... ya me entiende. Y perdóneme que haya aireado ante usted estos problemas tan íntimos.
—Ciertas cosas que vengo observando desde hace tiempo —dijo Orlovius, haciendo tristes y sabihondos gestos de asentimiento con la cabeza.
Estreché su lanuda zarpa y nos separamos. Todo había funcionado maravillosamente bien. Es facilísimo llevar del pico a pájaros viejos como Orlovius, porque la suma de honradez y sentimentalismo equivale a necedad. En sus ansias por simpatizar con todo el mundo, no solamente se puso de parte del esposo enamorado tan pronto como calumnié a mi ejemplar esposa, sino que incluso decidió por su propia cuenta y riesgo que él ya venía «observando desde hace tiempo» (fueron sus palabras) algún que otro indicio. Daría una fortuna por saber qué es lo que ese águila miope pudo detectar en el impoluto azul de nuestro matrimonio. Sí, todo había funcionado a las mil maravillas. Me sentía satisfecho. Y me habría sentido más satisfecho incluso de no haberse producido cierto malogro en la obtención del visado italiano.
Con la ayuda de Lydia, Ardalion rellenó el impreso de solicitud, tras lo cual le dijeron que transcurriría por lo menos una quincena de días antes de que se le pudiese conceder el visado (me quedaba por delante un mes entero antes del 9 de marzo; en el peor de los casos, siempre podía escribir a Félix y cambiar la fecha). Por fin, a últimos de febrero, Ardalion recibió su visado y se compró el billete. Es más, le entregué mil marcos: le durarían, o eso pensé, dos o tres meses. Había dispuesto la partida para el 1 de marzo, pero de repente me enteré de que se las había arreglado para prestarle toda esa cantidad a un amigo desesperado, cuyo regreso tenía ahora que aguardar por fuerza. Un asunto bastante misterioso, como mínimo. Ardalion me aseguró que se trataba de «un asunto de honor». Yo, por mi parte, soy siempre de lo más escéptico en relación con esos asuntos tan vagos en los que se juega el honor... y, fíjense bien, no tanto el honor del harapiento prestamista, sino siempre el de un tercero o incluso un cuarto, cuyo nombre jamás nos es revelado. Ardalion (siempre según su historia) tuvo que prestar el dinero, y el otro le juró que se lo devolvería al cabo de tres días; que es el plazo temporal corriente entre los descendientes de los señores feudales. Cuando expiró el plazo, Ardalion fue en busca de su deudor y, naturalmente, no logró encontrarle en ningún lado. Pregunté, con helada furia, su nombre. Ardalion trató de soslayar la cuestión y luego dijo:
—Ah, supongo que lo recordarás... ese tipo que fue a visitarte una vez.
Lo cual hizo que yo perdiese por completo el control de mis nervios.
Cuando recobré la calma, probablemente le habría ayudado de no ser porque complicó las cosas el hecho de que yo no anduviese precisamente sobrado de dinero, justo cuando era imprescindible llevar siempre encima una buena cantidad. Le dije que se fuera tal cual, con un billete y unos pocos marcos en el bolsillo. Que le enviaría el resto, le dije. Contestó que estaba dispuesto a hacerlo, pero que aplazaría un par de días la partida por si acaso podía así recuperar el dinero. Y en efecto, el 3 de mayo me telefoneó para comunicarme que, gracias a una extraordinaria, pensé yo, casualidad, había recuperado su préstamo y partía la noche siguiente. El día 4 resultó que Lydia, a quien, por una u otra razón, Ardalion le había confiado su billete para que se lo guardase, era totalmente incapaz de recordar en dónde lo había dejado. Sombrío, Ardalion se sentó encogido en un taburete del vestíbulo:
—No hay nada que hacer —murmuró repetidas veces—. El destino se opone al viaje.
De las habitaciones contiguas llegaba un aporreo de cajones y un frenético estrujamiento de papeles: era Lydia buscando el billete. Al cabo de una hora Ardalion abandonó y regresó a su casa. Lydia se sentó en la cama, llorando a lágrima viva. El día 5 descubrió el billete entre la ropa sucia preparada para la lavandería; y el 6 fuimos a despedir a Ardalion.
El tren tenía que salir a las diez y diez. La mano más larga del reloj se encogía como un perro de muestra, y saltaba luego sobre el codiciado minuto, y a continuación apuntaba al siguiente. Ni rastro de Ardalion. Le aguardábamos al lado de un vagón con un cartel que rezaba «Milán».
—¿Se puede saber qué pasa? —decía Lydia, preocupada—. ¿Por qué no viene? Estoy ansiosa.
Todo ese ridículo alboroto en torno a la partida de Ardalion me enloqueció hasta tales extremos que acabé temiendo reducir la presión de mis mandíbulas por si me daba un ataque o algo así en mitad del andén. Dos sórdidos individuos, el uno engalanado con un abrigo con capucha y el otro con un chaquetón de apolillado cuello de astracán y aspecto general francamente ruso, se acercaron y, tras sortearme, saludaron efusivamente a Lydia.
—¿Por qué no viene? ¿Qué creéis que puede haber pasado? —preguntó Lydia, mirándoles con ojos asustados y alejando a cierta distancia el ramito de violetas que se había tomado la molestia de comprar para aquel bruto. El abrigo con capucha abrió los brazos, y el cuello de piel dijo con voz profunda:
— Nescimus. No lo sabemos.
Noté que era incapaz de seguir conteniéndome un solo instante más y, volviéndome con brusquedad, me encaminé a la salida; Lydia corrió en pos de mí:
—Adonde vas, espera un poco... seguro que...
Justo en este momento apareció Ardalion a lo lejos. Un espantapájaros de sombría expresión le sostenía del codo y llevaba su gabán. Ardalion estaba tan borracho que apenas lograba tenerse en pie; también el otro, el de rostro sombrío, hedía a bebidas espirituosas.
—Vaya por Dios, no se puede ir en este estado —exclamó Lydia.
Muy sonrojado, muy húmedo, aturdido y grogui, sin el gabán (en alegre anticipación del calor sureño), Ardalion inició una tambaleante serie de babeantes abrazos. Me escabullí por los pelos.
—Soy Perebrodov, artista profesional —balbució su sombrío compañero, proyectando confidencialmente hacia adelante, como si sostuviera una postal pornográfica, una inestrechable mano en dirección hacia mí—. Tuve la fortuna de conocerle en los más infernales garitos de El Cairo.