Finalmente, la tercera carta, de enero, era una verdadera obra maestra de mi corresponsal. La recuerdo con mayor detalle que las demás porque la retuve durante algo más de tiempo:

No habiendo recibido respuesta para mis primeras cartas comienza a parecerme que ha llegado ya la hora de adoptar ciertas medidas pero no obstante le concedo un mes más para reflexionar transcurrido el cual iré directamente al lugar en el que sus acciones serán plenamente juzgadas en todo su valor aunque si allí no encuentro tampoco simpatía pues quién es hoy en día incorruptible entonces tendré que recurrir a la acción y la naturaleza de la misma la dejo plenamente a su imaginación pues considero que cuando el gobierno no quiere hacerlo el hecho de castigar a los estafadores es un deber que recae sobre las espaldas de todos y cada uno de los ciudadanes honestos produciendo tal escandaloso estruendo en relación con esa persona indeseable que el estado tendrá que reaccionar lo quiera o no pero en vistas a su situación personal y por simple y pura amabilidad y gentileza estoy dispuesto a abandonar mis proyectos y abstenerme de armar ruido a condición de que durante el presente mes tenga usted a bien remitirme una suma bastante considerable a modo y manera de indemnización por todas las preocupaciones que he tenido que sufrir y que usted mismo puede determinar en la cantidad exacta según sus propios cálculos.

Firmaba «Gorrión», y debajo ponía la dirección de una oficina rural de correos.

Me pasé largo rato disfrutando de esta última carta, cuyo encanto gótico se pierde en buena parte a lo largo de mi modesta traducción. Todas sus características me satisficieron: la majestuosa avalancha de palabras, no estorbada por ningún signo de puntuación; la estúpida exhibición de inofensiva virulencia sobre todo porque procedía de un individuo de aspecto tan inofensivo; la aceptación implícita de cualquier proposición que yo pudiera hacerle con tal de cobrar el dinero. Pero lo que, por encima de todo, me proporcionó un gran placer, un placer tan intenso y maduro que casi me resultó insoportable, fue que Félix, por su propia cuenta y riesgo, sin provocación ni estímulos de mi parte, hubiese reaparecido y estuviera ofreciéndome sus servicios; es más: que me ordenara utilizar sus servicios y, además de hacer todo lo que yo deseara, estuviese librándome de toda responsabilidad que pudiera derivarse de la fatal sucesión de acontecimientos.

Me partí de risa sentado en aquel banco. ¡Erijan, por favor, un monumento aquí (un poste amarillo)! ¿Qué pretendía el muy bobo? ¿Creía acaso que sus cartas, gracias a cierta forma de telepatía, me informarían de su llegada, y que tras una mágica lectura de su contenido terminaría yo mágicamente convencido de la importancia de sus fantasmales amenazas? ¡Qué divertido era que yo hubiese notado, en cierto modo, que esas cartas estaban aguardándome, en el casillero número nueve, y que yo tuviera, además, intención de contestarlas, en otras palabras, que hubiese ocurrido lo que él, en su arrogante estupidez, había conjeturado!

Sentado en ese banco y aferrando las cartas en un abrazo ardiente, tomé repentina conciencia de que mi plan había recibido un perfilamiento definitivo, y que todo, o casi todo, estaba ya fijado; apenas quedaban por organizar dos o tres detalles que no supondrían el menor problema. Pues, en el fondo, ¿acaso puede haber auténticos problemas en esta clase de asuntos? Mi maravilloso edificio había crecido sin mi ayuda; sí, desde el primer momento todo se había ajustado a mis deseos; y cuando me pregunté a mí mismo cómo debía ser la carta que yo le dirigiese a Félix, casi no sentí asombro alguno cuando encontré esa carta en mi cerebro, tan prefabricada como esos telegramas de felicitación acompañados de viñetas que, por un pago adicional, se suelen remitir a las parejas de recién casados. No faltaba más que escribir la fecha en el espacio dejado a propósito en el impreso.

Hablemos ahora del crimen, del crimen entendido como arte; y de los trucos que el prestidigitador hace con los naipes. En este momento me siento muy excitado. ¡Oh, Conan Doyle! ¡Cuan maravillosamente habrías podido coronar tu creación el día en que tus dos protagonistas empezaron a aburrirte! ¡Qué barbaridad, qué tema te perdiste! Pues habrías podido escribir una última historia que pusiera fin a la epopeya de Sherlock Holmes; un último episodio que equilibrara todos los anteriores: el asesino de ese cuento no tendría que haber sido ese contable cojo, ni tampoco Ching el chino ni la mujer de rojo, sino el mismísimo cronista de esas historias criminales: el doctor Watson en persona; Watson, que, por así decirlo, sabía qué era Whatson. Una tremenda sorpresa para el lector.

Pero ¿qué son todos ellos, los Doyle, Dostoyevski, Leblanc, Wallace, qué son todos esos grandes novelistas que escribieron acerca de esos criminales tan listos, y qué son todos esos grandes criminales que jamás han leído a esos listos novelistas, qué son si los comparamos conmigo? ¡Una pandilla de necios y de patosos! Como suele ocurrirles a los genios que poseen verdadera capacidad inventiva, a mí me ayudó la casualidad (mi encuentro con Félix), sin duda, pero ese golpe de azar encajó perfectamente en el hueco que yo le tenía preparado de antemano; cernió sobre él, y lo usé, cosa que otro, en mi lugar, no hubiera hecho.

Mi triunfo parece un solitario amañado de antemano; primero coloqué las cartas descubiertas de manera que su ordenamiento triunfal estuviera absolutamente garantizado; después las recogí en orden inverso y les di el mazo preparado a otros, con la certeza de que saldría todo a pedir de boca.

El error de mis innumerables antecesores fue el de haber atribuido mayor importancia al acto en sí y a la posterior operación consistente en suprimir todas las huellas, que a la forma más natural de conducir a ese mismo acto, que no es más que un eslabón de la cadena, un detalle, una línea de un libro, y que tiene que ser consecuencia lógica de todo lo anterior; tal es la naturaleza de todas las artes. Si se planifica y comete el acto de manera correcta, la fuerza del arte creativo es tal que incluso si el criminal fuera a entregarse en persona a la mañana siguiente, nadie le creería, pues la invención artística contiene un grado de verdad intrínseca mucho mayor que la realidad de la vida.

Todo esto, lo recuerdo bien, pasó velozmente por mi cabeza mientras me encontraba sentado en el banco con las cartas en el regazo, pero una cosa es el entonces, y otra el ahora, y ahora enmendaría ligeramente esta declaración añadiendo que (tal como ocurre con ciertas obras de arte maravillosas que la chusma se niega, durante largo tiempo, a entender, a reconocer, empeñada en resistirse a su hechizo) la gente no admite la genialidad del crimen perfecto, ni éste hace soñar ni maravillarse al común de los mortales; en lugar de eso, se esfuerzan por destacar el detalle susceptible de ser picoteado y despedazado, cualquier cosa ton la que hostigar al autor y herirle todo lo posible. Y cuando esa gente cree haber descubierto el desliz que andaba buscando, ¡oigan sus risotadas y sus abucheos! Y, sin embargo, no es el autor, sino ellos, quienes han errado; carecen de agudeza visual y allí en donde el autor percibió un portento, ellos no ven nada fuera de lo corriente.

Después de haberme hartado de reír, y de haber luego calculado tranquila y claramente mis siguientes movimientos, introduje la tercera carta, la más maliciosa de todas, en mi bolsillo, rasgué las otras dos y arrojé sus fragmentos a las vecinas matas (en donde, inmediatamente, atrajeron a unos gorriones, que las confundieron con migas de pan). Después me dirigí a mi oficina, en donde mecanografié una carta dirigida a Félix, con toda suerte de detalles acerca de cuándo debía venir y adonde; metí en el sobre veinte marcos y salí de nuevo.