Siempre me ha resultado difícil aflojar la presión que mis dedos ejercen en la carta suspendida sobre la abismal grieta. Es como zambullirse en agua helada o saltar de un balcón en llamas hacia lo que apenas si parece el corazón de una alcachofa, y en esta ocasión me resultó especialmente difícil soltar el sobre. Tragué saliva, noté una extraña sensación de hundimiento en el fondo de mi estómago; y, sosteniendo todavía la carta, seguí andando calle abajo y me detuve junto al siguiente buzón, en donde volvió a ocurrir exactamente lo mismo. Continué caminando, embarazado por la carta y casi doblándome bajo esa carga blanca y enorme, y de nuevo, al pie de un bloque de pisos, llegué a otro buzón. Mi indecisión comenzaba a convertirse en un estorbo, pues carecía, dada la firmeza de mis intenciones, de causa y sentido; tal vez podía ser descartada como una indecisión puramente física, mecánica, una negativa muscular al relajamiento; o, mejor incluso, tal vez fuese, como diría en estas circunstancias un observador marxista (dado que, como suelo decir, el marxismo es lo que más se aproxima a la Verdad Absoluta), no era sino la indecisión del propietario, que siempre detesta (tal es su naturaleza) la idea de desprenderse de cualquier propiedad; y es digno de señalar que en mi caso la idea de propiedad no se limitaba sólo al dinero que iba a remitir, sino que correspondía a esa parte de mi alma que había metido en la carta. Fuera como fuese, había ya superado mis dudas cuando llegué al cuarto o quinto buzón. Sabía, con la misma seguridad que ahora tengo de que voy a escribir esta frase, sabía que nada podía impedirme esta vez que dejase caer la carta en la ranura, e incluso llegué a prever el tipo de minúsculo ademán que haría inmediatamente después: cepillar una palma contra la otra, como si la carta hubiera abandonado en mis guantes unas motas de polvo, y como, una vez echada al correo, dejaba de ser mía, tampoco era mío su polvo. Hecho, se acabó (tal era el significado del ademán que yo imaginaba).
No obstante, no eché la carta, sino que me quedé plantado, doblado como antes por la carga que sobrellevaba, y mirando desde debajo de mis cejas a las dos niñas que jugaban no lejos de mí en la acera: tiraban por turnos una canica iridiscente, apuntando a un pozo situado junto al bordillo.
Elegí a la más pequeña de las dos; era una cosita delicada, morena, vestida con un delantal a cuadros (qué asombro comprobar, en aquel adusto día de febrero, que no estaba fría), y, dándole unos golpecitos en la cabeza, le dije:
—Mira, pequeña, mi vista es tan débil que tengo miedo de no acertar en la ranura; anda, por favor, échame esta carta al buzón.
Alzó la vista para mirarme, estiró las piernas que la mantenían en cuclillas (su cara era pequeña, de translúcida palidez e infrecuente belleza), cogió la carta, me dirigió una sonrisa divina acompañada de un aleteo de sus largas pestañas, y corrió hasta el buzón. No esperé a ver el resto, y crucé la calle, entrecerrando los ojos (hay que subrayarlo) como si en efecto no tuviera muy bien la vista: el arte por el arte, pues no había nadie por allí.
Al llegar a la siguiente esquina me colé en la cabina acristalada de un teléfono público y llamé a Ardalion: había que hacer algo respecto a él, pues desde algún tiempo atrás había llegado a la conclusión de que este entrometido retratista era la única persona con la que yo debía adoptar precauciones. Ya pueden los psicólogos despejar la cuestión acerca de si fue la simulación de miopía lo que por asociación me impulsó a actuar de inmediato en relación con Ardalion, tal como desde hacía tiempo tenía pensado, o fue, por el contrario, mi manía de recordarme constantemente a mí mismo la peligrosidad de sus ojos lo que me sugirió la idea de fingir miopía.
Oh, por cierto, que no se me olvide decirlo: crecerá, esa niña, llegará a ser muy guapa y probablemente feliz, y jamás sabrá en qué misterioso asunto actuó de intermediaria.
Aunque, sin embargo, también existe otra posibilidad: que el destino, incapaz de soportar tan ciego e ingenuo corretaje, que el envidioso destino, con su vastísima experiencia, su amplia gama de abusos de confianza, y su odio a todo lo que huele a competencia, castigue cruelmente a esa pequeñuela por intrusismo, y haga que se pregunte, «¿Qué he hecho yo para ser tan desafortunada?», sin que jamás, jamás de los jamases, logre adivinarlo. Pero mi propia conciencia está tranquila. No fui yo quien le escribió a Félix, sino él quien me escribió a mí; no fui yo quien le envió la respuesta, sino una niña desconocida.
Cuando finalmente llegué a mi destino, un agradable café enfrente del cual, en un jardincillo público, solía jugar las noches de verano una fuente de colores cambiantes, ingeniosamente iluminada desde debajo por proyectores polícromos (pero en este momento el jardín estaba desierto, era un lugar temible en el que no centelleaba fuente alguna, y las gruesas cortinas del café habían vencido en la lucha de clases que habían librado contra las perezosas corrientes de aire... escribo velozmente, y, por si fuera poco, mantengo una increíble frialdad, un aplomo perfecto); cuando, como iba diciendo, llegué, Ardalion ya estaba sentado allí, y en cuanto me vio alzó la mano saludándome a la manera romana. Yo me quité los guantes, el sombrero, el pañuelo de seda blanca, me senté a su lado, y eché sobre la mesa una cajetilla de pitillos muy caros.
—¿Cuáles son las buenas nuevas? —preguntó Ardalion, que siempre habla de manera especialmente fatua.
Pedí café y comencé más o menos de este modo:
—Pues sí... te traigo noticias. Últimamente he sentido, amigo mío, una gran preocupación cada vez que recordaba que sueles ir al canódromo. Los artistas no pueden vivir sin mujeres ni cipreses, como dice Pushkin en alguna parte, o como debería haber dicho. Por culpa de las dificultades en medio de las que vives, y de las estrecheces entre las que te desenvuelves, tu talento está agonizando, se te está escapando, por así decirlo; ya no lanza sus chorros, de hecho, de la misma manera que esa fuente de colores que hay en el jardincillo de ahí delante no lanza tampoco sus chorros en invierno.
—Gracias por la comparación —dijo Ardalion, con cara de ofendido—. Menuda monstruosidad... esa iluminación a lo caramelo. Preferiría no tratar de mi talento contigo. Al fin y al cabo, tu concepción del ars pictoris es tan chata como... (sigue un juego de palabras groseramente impublicable).
—Lydia y yo hemos comentado a menudo —proseguí yo, ignorando sus latines incultos y sus vulgaridades— tu triste destino. Creo que deberías cambiar de ambiente, refrescar tus ideas, embeberte de nuevas impresiones.
—¿Y qué tiene que ver el ambiente con el arte? —murmuró.
Ardalion tuvo un encogimiento de dolor.
—Da igual. Lo que ocurre es que el que te rodea actualmente es nefasto para ti, de modo que, digo yo, algo tendrá que ver, me parece. Esas rosas y melocotones con los que adornas el comedor de tu patrona, esos retratos de ciudadanos respetables en cuyos hogares te las apañas para ce...
—¿Que me las «apaño»?
—... pueden ser admirables, y hasta geniales, pero, disculpa mi franqueza, ¿no te parecen muy monótonos y forzados? Deberías irte a vivir a otro clima en el que abundaran las horas de sol: el sol es el mejor amigo de los pintores. Ya veo, sin embargo, que este tema no te interesa. Hablemos de otra cosa. Dime, por ejemplo, ¿cómo están las cosas en relación con esa parcela tuya?