—Maldito si lo sé. Insisten en enviarme cartas y más cartas, todas en alemán; te pediría que me las tradujeses, pero la sola idea me mata de aburrimiento... Y... bueno, las pierdo o, sencillamente, las rompo en cuanto me llegan. Creo que me piden nuevas sumas de dinero. El verano próximo me construiré una casa allí. Eso es lo que pienso hacer, sí. Y luego no podrán quitarme la tierra de debajo de mi casa, digo yo. Pero estabas refiriéndote, amigo mío, a un cambio de clima. Sigue, te escucho.
—Oh, no sirve de gran cosa. No te interesa. Yo digo cosas sensatas, y la sensatez te irrita.
—Dios te bendiga, ¿de verdad crees que me irrita? Todo lo contrario...
—Nada. Por mucho que insistas.
—Has hablado de Italia, lo sé. Anda, dispara. Me gusta el tema.
—De hecho, todavía no la he mencionado —dije, riendo a carcajadas—. Pero, ya que tú has pronunciado esa palabra... Por cierto, ¿no te parece agradable este café? Según ciertos rumores, has dejado de... —Y, mediante una sucesión de chasquidos de dedos debajo de mi mandíbula, produje el sonido de una gorgoteante botella.
—Sí. He roto por completo con la bebida. Pero no rechazaría una copa en este momento, no creas. No rechazaría compartir unos tragos con un buen amigo, ya me entiendes. Oh, no te preocupes, sólo bromeaba...
—Mucho mejor, porque no lograrías tu propósito. No hay nadie capaz de emborracharme. Así que dejémoslo. ¡Uf, qué mal he dormido esta noche! ¡Uf... oj! Nada peor que el insomnio. —Proseguí de este modo, mirándole a través de mis lágrimas—. Ah... Perdona que bostece así.
Ardalion, con una sonrisa ansiosamente esperanzada, jugueteaba con su cucharilla. Su gorda cara, con aquel leonino puente nasal, estaba inclinada hacia abajo; sus párpados —rojizas verrugas en lugar de pestañas— ocultaban en parte sus vomitivamente luminosos ojos. De repente me lanzó una mirada y dijo:
—Si me fuese de viaje a Italia, seguro que pintaría cuadros fabulosos. Lo que sacara de venderlos serviría para saldar rápidamente mi deuda.
—¿Tu deuda? ¿Tienes deudas? —pregunté en tono burlón.
—Anda, olvídalo, Hermann Karlovich —dijo, utilizando por vez primera, creo, mi nombre y mi patronímico—. Sabes muy bien a lo que voy. Préstame doscientos cincuenta marcos, o que sean dólares, mejor, y rezaré por tu alma en las iglesias florentinas.
—De momento, toma este dinero para el visado —dije, abriendo la cartera—. Imagino que tienes uno de esos pasaportes Nan -sen- sical, en lugar de disfrutar de un sólido pasaporte alemán, como las personas decentes. Pide inmediatamente el visado, de lo contrario te gastarás este anticipo en bebidas.
—Choca esos cinco, amigo —dijo Ardalion.
Ambos nos quedamos un rato en silencio, él porque se le desbordaban los sentimientos, cosa que apenas tenía importancia para mí; y yo porque el asunto quedaba cerrado y no había nada que decir.
—Brillante idea —exclamó de repente Ardalion—. Querido amigo, tendrías que permitir que Lyddy me acompañase; la vida aquí es condenadamente aburrida; esa mujercita necesita algo que la entretenga. Mira, si me voy yo solo... Ya te habrás fijado en que es de las celosas... se pasará el tiempo imaginando que me emborracho en cualquier parte. En serio, deja que venga conmigo un mes, ¿de acuerdo?
—Tal vez vaya más adelante. Tal vez vayamos los dos. Durante mucho tiempo, cansado esclavo, he planeado mi huida a las lejanas tierras del arte y de la translúcida uva. Bien. Lo siento, pero he de irme. Dos cafés; es todo, ¿verdad?
8
A primera hora de la mañana siguiente —no eran aún las nueve— me encaminé a una de las estaciones del metro central y, una vez allí, en lo alto de la escalera, adopté una posición estratégica. A intervalos regulares salía a borbotones de la profundidad de la caverna una hornada de gente con cartera... subían escaleras arriba, arrastrando los pies o descargando patadones, y de vez en cuando la punta de algún pie se estrellaba, con considerable estrépito metálico, en la chapa del anuncio de cierta empresa que cree aconsejable situarlo en la cara delantera de los escalones. En el segundo comenzando por arriba, de espaldas a la pared y con el sombrero en la mano (¿quién fue el primer genio de la mendicidad que adaptó un sombrero a las necesidades de su profesión?) y encogiendo los hombros con la mayor humildad posible, permanecía un desgraciado viejo. Un poco más arriba se había congregado una asamblea de vendedores de periódicos tocados con gorro de bufón y envueltos de cartelones por todas partes. Era un día nublado y triste; a pesar de mis polainas, tenía los pies ateridos de frío. Me pregunté si los tendría menos helados de no haberles proporcionado a los zapatos un lustrado tan perfecto: una idea que pasaba y volvía a pasar por mi cabeza. Por fin, a las nueve menos cinco, puntualmente, y tal como yo había calculado, apareció en el fondo la figura de Orlovius. Me di inmediatamente la vuelta y me alejé de allí a paso lento; Orlovius me adelantó con sus zancadas, miró fugazmente atrás y dejó al descubierto su bella pero postiza dentadura. Nuestro encuentro tuvo el tono exacto de casualidad que yo había querido darle.
—Sí, voy en esa misma dirección —dije en respuesta a su pregunta—. Tengo que pasar por mi banco.
—Un tiempo de perros —dijo Orlovius, debatiéndose con el frío a mi lado—. ¿Qué tal está su esposa? ¿Magníficamente bien?
—Bien, gracias.
—¿Y qué tal está usted? ¿Nada bien? —siguió preguntando cortésmente.
—No, no muy bien. Nervios, insomnio. Bagatelas que en otro momento me hubiesen divertido, pero ahora me preocupan.
—Consuma limones —dijo Orlovius.
—... que me hubiesen divertido antes, pero ahora me preocupan. Por ejemplo... —Emití una carcajada, y saqué del bolsillo la agenda—. Me ha llegado esta estúpida carta de chantaje, y, no sé por qué, pero me resulta una carga. Léala si quiere, es todo muy raro.
Orlovius se detuvo y estudió la carta detenidamente. Mientras él leía, examiné el escaparate cerca del cual nos encontrábamos: pomposas e inanes, un par de bañeras y otros diversos accesorios de loza brillaban blanquísimos; y justo al lado había otro escaparate con ataúdes, y también allí todo parecía pomposo y tonto.
—Vaya-vaya —farfulló Orlovius—. ¿Sabe quién la ha escrito?
Volví a guardarme la carta y repliqué con palabras acompañadas de una sonrisilla disimulada:
—Naturalmente que sí. Un pícaro. Estuvo hace un tiempo al servicio de un pariente lejano. Un ser anormal, por no decir que francamente loco. Se le metió en la cabeza que mi familia le había privado de cierta herencia; ya sabe cómo son estos casos: una idea fija, una convicción que nada puede destruir.