—¿Adónde lo has llevado, adónde lo has llevado? —preguntó la loca, desesperada.

Nina se echó a llorar. Kolia se apresuró a salir de la casa. Sus compañeros le siguieron, y Aliocha también.

—Dejémoslos llorar —dijo Alexei a Kolia—. No podríamos consolarlos. Después volveremos.

—Tienes razón: no podemos hacer nada —convino Kolia. Y añadió bajando la voz para que sólo Aliocha lo oyese—: ¡Qué pena tengo, Karamazov! ¡No sé lo que daría por verlo de nuevo con vida!

—Yo también —dijo Aliocha.

—¿Crees que debemos volver esta tarde? Ese hombre se emborrachará.

—Seguramente. Vendremos sólo tú y yo y estaremos un rato con Nina y su madre. Si viniéramos todos, le recordaríamos estos tristes momentos.

—La patrona está preparando la mesa para la comida de funerales. Vendrá el pope. ¿Crees que debemos asistir, Karamazov?

—Sí.

—No lo comprendo, Alexei. En horas tan amargas, reunirse para comer tortas. ¡Qué cosas tan extrañas tiene nuestra religión!

—Habrá salmón —dijo de pronto el muchacho que había descubierto Troya.

Kolia lo miró, indignado.

—Oye, Kartachov: te agradeceré que no molestes con tus tonterías, y menos a quien no te dirige la palabra e incluso desea olvidarse de que existes.

Kartachov enrojeció y no dijo nada. Pero poco después, cuando el grupo avanzaba por el camino, exclamó de pronto:

—¡Mirad! ¡La peña de Iliucha! Ahí quería enterrarlo el capitán.

Todos se detuvieron junto a la roca. Nadie se atrevía a hablar. Aliocha la contempló y en este momento acudió a su memoria algo que Snieguiriov le había referido hacía poco. Se trataba de la escena en que Iliucha había abrazado a su padre llorando y le había dicho: «¡Cómo te ha humillado, papá!» Este recuerdo conmovió profundamente a Aliocha. Después de recorrer con la mirada las caras inocentes de sus amiguitos, exclamó:

—¡Muchachos, quiero deciros unas palabras en este lugar!

Los niños le rodearon y concentraron en él sus miradas.

—Amigos míos, vamos a separarnos. Permaneceré todavía algún tiempo con mis hermanos. Uno de ellos partirá pronto en un convoy de deportados; el otro morirá, sin duda. Yo me marcharé de esta ciudad, seguramente para mucho tiempo. O sea que vamos a separarnos. Convengamos aquí, junto a la peña de Iliucha, no olvidarlo jamás y acordarnos siempre unos de otros. Aunque estemos veinte años sin vernos y cualquiera que sea nuestro futuro, debemos recordar el momento en que hemos enterrado a nuestro querido Iliucha, a ese compañero al que apedreasteis un día y después disteis todo vuestro afecto. Era un muchacho magnífico, un corazón bondadoso y valiente, que tenía el sentimiento del honor y se rebeló valerosamente contra la ofensa inferida a su padre. Debemos recordarlo toda la vida; tanto si alcanzamos una alta posición y se nos tributan grandes honores, como si caemos en el más triste infortunio. En ningún caso debemos olvidar este momento en que hemos otorgado nuestro amor a un ser ejemplar..., este momento en que tal vez nos hemos mostrado mejores de lo que somos...

»Oídme, palomas... Permitidme que os llame así, pues todos os parecéis a esas bellas y delicadas aves... Oídme, encantadores amiguitos. Tal vez no comprendáis ahora lo que os voy a decir, porque acaso no consiga expresarme con claridad; pero estoy seguro de que más adelante, cuando recordéis mis palabras, me daréis la razón. Sabed que no hay nada más noble, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, sobre todo cuando es un recuerdo de la infancia, del hogar paterno. Se os habla mucho de vuestra instrucción. Pues bien, un recuerdo ejemplar, conservado desde la infancia, es lo que más instruye. El que hace una buena provisión de ellos para su futuro, está salvado. E incluso si conservamos uno solo, este único recuerdo puede ser algún día nuestra salvación. Tal vez lleguemos a ser malos, incapaces de abstenernos de cometer malas acciones; tal vez nos riamos de las lágrimas de nuestros semejantes, de los que dicen, como Kolia acaba de decir: «Quiero sufrir por toda la humanidad.» Pero, por malos que podamos llegar a ser..., ¡aunque Dios nos libre de la maldad!..., por malos que podamos llegar a ser, cuando recordemos estos instantes en que hemos enterrado a Iliucha, y lo mucho que lo hemos querido estos días, y las palabras que hemos cambiado junto a esta peña, ni el más cruel y burlón de nosotros osará reírse en su fuero interno de los buenos sentimientos que han llenado su alma en este instante. Es más, tal vez este recuerdo le impida obrar mal, tal vez se detenga y se diga: «Entonces fui bueno, sincero y honrado.» Y si se ríe, poco importa: es frecuente que nos riamos sin reflexionar, por ligereza. Os aseguro que, después de reírse, se dirá desde el fondo de su corazón: «Me he equivocado. No debo reírme de estas cosas.»

—Te comprendo, Karamazov —exclamó Kolia, fijando en él una mirada fulgurante—. Así ocurrirá.

Los demás niños se mostraron también impresionados y se dispusieron a expresar sus sentimientos, pero no se atrevieron a decir nada: se limitaron a concentrar en Aliocha sus miradas resplandecientes de emoción.

Alexei continuó:

—He dicho todo esto por si algún día llegamos a ser malos. Pero ¿por qué hemos de serlo? ¿No os parece, amigos míos, que no hay ninguna razón para que lo seamos? Seremos buenos, honrados y no nos olvidaremos unos a otros. Yo os doy mi palabra de que no olvidaré a ninguno de vosotros; de que siempre, por muchos años que pasen, me acordaré de estas caras que me miran ahora. Hace un momento, Kolia ha dicho a Kartachov que queríamos ignorar que existía. Pues bien, aunque me olvide de que Kartachov existe y de que se pone colorado por cualquier cosa, como cuando dijo que sabía quién había descubierto Troya, no podré olvidar esos ojos suyos que ahora me miran alegremente... Queridos amigos: seamos todos generosos y valientes como Iliucha; bravos, nobles e inteligentes como Kolia (inteligencia que con el tiempo irá aumentando) y modestos y amables como Kartachov. Pero no hay razón para que me refiera únicamente a Kartachov y a Kolia. A todos os quiero y os querré siempre igual. Y ya que nunca os faltará un lugar en mi corazón, puedo pediros que me llevéis toda la vida en el vuestro. ¿Quién nos ha unido en este hermoso sentimiento que deseamos conservar siempre en la memoria? Iliucha, ese bondadoso y gentil muchacho al que no dejaremos nunca de querer. ¡Nunca, nunca lo olvidaremos! ¡Será un bello recuerdo que llevaremos eternamente en nuestros corazones!

—¡Sí, eternamente! —gritaron con emoción todos los niños.

—Nos acordaremos de su cara, de su traje, de sus viejos zapatitos, de su ataúd, de su desdichado padre, al que él defendió solo contra toda la clase.

—¡No lo olvidaremos! ¡Era bueno y valiente!

—¡Cuánto lo quería! —exclamó Kolia.

—Queridos muchachos, amigos míos, ¡no temáis a la vida! ¡Es tan hermosa cuando se practica el bien y se es fiel a la verdad!