- No -dijo ella, con voz ronca y cariñosa-; es una mentira que te he dicho. No quisiera que anduvieses preocupado el día de la batalla.

- No me preocupa eso -contestó Robert Jordan.

Ella volvió a sonreírle, con su enorme boca de labios gordos y la hermosa franqueza de su rostro, y dijo:

- Te quiero mucho, inglés.

- No hace falta que me digas eso ahora -contestó-. Ni tú ni Dios.

- Sí -dijo Pilar, volviendo a bajar la voz-. Ya lo sé, pero quería decírtelo. Y no te preocupes; las cosas saldrán bien.

- ¿Por qué no? -preguntó Robert Jordan. Y sólo la superficie de su cara sonrió-. Naturalmente que nos las arreglaremos; todo irá bien.

- ¿Cuándo salimos? -preguntó Pilar.

Robert Jordan consultó su reloj:

- En cualquier momento.

Tendió una de sus mochilas a Anselmo:

El viejo estaba acabando de tallar con el cuchillo una pila de cuñas que había copiado de un modelo que le había dado Robert Jordan. Eran cuñas de repuesto, que llevaban por si pudieran serles necesarias.

- Bien -contestó el viejo, moviendo la cabeza-. Muy bien, hasta ahora. -Extendió la mano.- Mira -dijo sonriendo. Sus manos no temblaban.

- Bueno, ¿y qué? -le dijo Robert Jordan-. Yo puedo extender siempre la mano sin que me tiemble. Pero extiende un dedo.

Anselmo obedeció. El dedo temblaba. Miró a Robert Jordan y movió la cabeza.

- Yo también, hombre -y Robert Jordan extendió un dedo-. Siempre me tiembla; es lo corriente.

- A mí, no -dijo Fernando. Extendió el índice, para que lo viesen; luego, el índice de la otra mano.

- ¿Puedes escupir? -le preguntó Agustín, haciendo un guiño a Robert Jordan.

Fernando carraspeó, y escupió orgullosamente en el suelo de la cueva; luego puso el pie sobre el escupitajo.

- So mula asquerosa -le dijo Pilar-, escupe en el fuego, si quieres mostrarnos tu valentía.

- No hubiera escupido al suelo, Pilar, si no nos fuéramos de este lugar -explicó Fernando cortésmente.

- Ten cuidado donde escupes hoy -le dijo Pilar-. Podría ser en algún sitio que no fueses a abandonar.

- Esa habla como un gato negro -dijo Agustín. Tenía una necesidad nerviosa de bromear, cosa que sentían todos, aunque de manera distinta.

- Estaba bromeando -dijo Pilar.

- Yo también -dijo Agustín-. Pero me cago en la leche; ya tengo ganas de que esto comience.

- ¿Dónde está el gitano? -preguntó Robert Jordan a Eladio.

- Con los caballos -contestó Eladio-. Ahí le tienes, a la entrada de la cueva.

- ¿Cómo está?

Eladio sonrió:

- Tiene mucho miedo -dijo. Le tranquilizaba el hablar del miedo de los otros.

- Escucha, inglés -empezó a decir Pilar. Robert Jordan volvió sus ojos hacia ella y vio que su boca se abría y que una expresión de incredulidad se desparramaba por todo su rostro; se volvió rápidamente hacia la entrada de la cueva, con la mano apoyada en la culata de la pistola. Apartando la manta con una mano, con el cañón de la ametralladora apuntando por encima de su espalda, Pablo estaba allí, pequeño, cuadrado, con el rostro mal afeitado, con sus pequeños ojillos porcinos, bordeados de rojo, que no miraban a nadie en particular.

- Tú -dijo Pilar incrédula-. Tú.

- Yo -dijo Pablo calmosamente. Y entró en la cueva-, ¡Hola!, inglés -habló a Jordan-. Tengo a cinco de la cuadrilla de Elías y Alejandro ahí arriba con los caballos.

- ¿Y los fulminantes y los detonadores? -preguntó Robert Jordan-. ¿Y el resto del material?

- Lo he arrojado todo al fondo del río, por la parte de la garganta -dijo Pablo, que seguía sin mirar a nadie-. Pero he discurrido una manera para que salte la carga con una granada.

- Yo también -dijo Robert Jordan.

- ¿Tenéis algo de beber? -preguntó Pablo, con aire cansado.

Robert Jordan le tendió su cantimplora y Pablo bebió con avidez. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.

- ¿Qué te ha pasado? -preguntó Pilar.

- Nada -respondió Pablo, secándose la boca-. Nada. He vuelto.

- ¿Y qué más?

- Nada. Tuve un momento de flojera. Me fui, pero he vuelto. En el fondo, no soy cobarde -dijo, volviéndose hacia Robert Jordan.

«Lo que eres es otra cosa -pensó Robert Jordan-. Ya lo creo que lo eres, cerdo. Pero estoy contento de verte, hijo de puta.»

- Cinco; eso fue todo lo que pude conseguir de Elías y de Alejandro -dijo Pablo-. No me he apeado del caballo desde que salí de aquí. Vosotros nueve, solos, no hubierais podido conseguirlo nunca. Nunca; lo comprendí anoche, cuando el inglés me lo explicó. Nunca. Ellos son siete y un cabo en el puesto de abajo. ¿Y si dan la alarma o se defienden? -Miraba a Robert Jordan-. Al marcharme, pensé que tú te darías cuenta de que era imposible y que no lo intentarías. Pero luego, cuando tiré tu material, cambié de parecer.

- Estoy contento de verte -dijo Robert Jordan. Se acercó a él- Nos arreglaremos con las granadas. Todo irá bien. Lo demás no tiene importancia, por ahora.

- No -dijo Pablo-. No lo hago por ti. Tú eres un bicho de mal agüero. Tú tienes la culpa de todo. También de lo del Sordo. Pero cuando tiré tu material me encontré muy solo.

- Tu madre -exclamó Pilar.

- Entonces fui a buscar a los otros, para que pudiéramos hacerlo. He cogido a los mejores que pude encontrar. Los dejé ahí arriba, para poder hablarte primero. Creen que soy el jefe.

- Tú eres el jefe -dijo Pilar-. Si lo deseas.

Pablo la miró y no dijo nada. Luego añadió simplemente en voz baja:

- He pensado mucho después de lo del Sordo. Creo que si hay que acabar, es mejor acabar todos juntos. Pero a ti, inglés, te odio por habernos traído esto.

- Pero, Pablo -Fernando, con los bolsillos atiborrados de bombas y los cartuchos en bandolera estaba entretenido rebañando su plato de cocido con un pedazo de pan-. Pero, Pablo -comenzó diciendo-, ¿no crees que la operación puede tener éxito? Anteanoche decías que estabas seguro.

- Dale más cocido -dijo irónicamente Pilar a María. Lúego, dirigiéndose a Pablo, con la mirada más suave-: Así es que has vuelto, ¿eh?.

- Sí, mujer -contestó Pablo.