- Nunca se sabe -dijo el oficial-. No tengo confianza en nadie. Dame la carabina.

Andrés se la descolgó y se la entregó. -Si tienes ganas de cargar con ella… -dijo. -Es mejor así -dijo el oficial-. Así estamos más tranquilos.

Y descendieron por la colina en la oscuridad.

Capítulo treinta y siete

Así es que Robert Jordan estaba acostado junto a la muchacha y miraba pasar el tiempo en su reloj de pulsera. El tiempo pasaba lentamente, casi imperceptiblemente. El reloj era muy pequeño y no podía ver bien la aguja que marcaba los minutos. No obstante, a fuerza de observarla y de concentrarse acabó por adivinarla, por seguirla casi, a fuerza de atención. La cabeza de la muchacha estaba debajo de su barbilla y al moverla para mirar el reloj sentía el roce suave de la cabellera rapada, tan viva, sedosa y deslizante como el pelaje de una marta cuando, después de bien abierta la trampa, se saca al animalito y se le golpea delicadamente para levantarle la piel.

Se le hacía un nudo en la garganta cuando rozaba el cabello de María y al abrazarla experimentaba una sensación de dolor, de vacío, que desde la garganta le recorría todo el cuerpo. Con la cabeza baja y los ojos fijos en la esfera del reloj, en donde la punta de lanza de la aguja fosforescente se movía lentamente hacia la izquierda, apretó a María contra sí como para retardar el paso del tiempo. No quería despertarla, pero no quería dejarla tranquila mientras el fin de la noche se acercaba. Posó sus labios detrás de la oreja y fue corriéndolos a lo largo del cuello, sintiendo con delicia la piel lisa y el dulce contacto de los pequeños cabellos que crecían en la nuca. Veía la aguja deslizarse por la esfera y apretaba a María con más fuerza, pasándole la punta de la lengua por la mejilla y luego por el lóbulo de la oreja, siguiendo las graciosas circunvoluciones hasta llegar al firme extremo superior. Le temblaba la lengua y el temblor se adueñaba del vacío doloroso de su interior, mientras veía la aguja que señalaba los minutos formando un ángulo más agudo cada vez hacia el punto en donde señalaría una nueva hora. Como ella seguía durmiendo, le volvió la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos. Los dejó allí, rozando apenas su boca, hinchada por el sueño, y luego los paseó por la boca de la muchacha en un roce suave y acariciador. Se volvió hacia ella y la sintió estremecerse todo lo largo de su cuerpo, ligero y esbelto. Ella suspiró en sueños y, dormida aún, se aferró a él, hasta que la tomó en sus brazos. Entonces se despertó, juntó sus labios con los de él, oprimiéndolos fuerte y firmemente y él dijo:

- Pero el dolor…

- No hay dolor ahora -dijo ella.

- Conejito.

- No hables. No hables.

Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos, aguja que él no veía ya, sabían que nada podría pasarle a uno sin que le pasara también al otro; que no podría pasarles nada sino eso; que eso era todo y siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a tener nunca, lo tenían. Lo tenían ahora y antes y ahora, ahora y ahora. O ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino sólo este ahora y ahora es tu profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora, por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué, sólo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora sólo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno que asciende, parte, navega, se aleja, gira; uno y uno es uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiadamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra, con los codos pegados a las ramas de los pinos, cortadas para hacer el lecho, con el perfume de las ramas del pino en la noche, sobre la tierra, definitivamente ahora con la mañana del día siguiente que va a venir. Luego dijo porque lo otro lo había dicho sólo in mente y no había hablado: -¡Oh, María, te quiero tanto! Gracias por esto. María dijo:

- No hables. Es mejor no hablar.

- Tengo que decírtelo, porque es una cosa maravillosa.

- No. -.

- Conejito…

Ella le apretó fuertemente, desvió la cabeza y entonces él preguntó con dulzura:

- ¿Te duele, corderito?

- No -dijo ella-. Es que te estoy agradecida porque he vuelto a estar en la gloria.

Se quedaron quietos, el uno junto al otro, tocándose desde el hombro hasta la planta de los pies, tobillos, muslos, cadera y hombros. Robert Jordan colocó el reloj de manera que pudiese verlo nuevamente, y María dijo:

- Hemos tenido mucha suerte.

- Sí -dijo él-; somos gentes de mucha suerte.

- ¿No es hora de dormir?

- No -dijo él-. Va a empezar todo en seguida.

- Entonces tenemos que levantarnos y comer algo.

- Muy bien.

- ¿No estás preocupado por algo?

- No.

- ¿De veras?

- No, ahora, no.

- Pero ¿estuviste preocupado antes?

- Un instante.

- ¿No podría ayudarte?

- No -contestó-; ya me has ayudado bastante.

- ¿Por eso? Eso fue sólo para mí.

- Fue para los dos -dijo él-. Nadie está nunca a solas en ese terreno. Ven, conejito, vamos a vestirnos.

Pero su mente, que era su mejor compañía, estaba pensando en la gloria.

Ella había dicho la gloria. «Eso no tiene nada que ver con la gloria en inglés ni con la gloire, de que los franceses hablan y escriben. Es algo que se encuentra sólo en el cante jondo y en las saetas. Está en el Greco y en San Juan de la Cruz, y, desde luego, en otros. Yo no soy místico; pero negar eso sería ser tan ignorante como negar el teléfono o el movimiento de la tierra alrededor del sol, o la existencia de otros planetas. ¡Qué pocas cosas conocemos de lo que hay que conocer! Me gustaría vivir mucho, en lugar de morir hoy, porque he aprendido mucho en estos cuatro días sobre la vida. Creo que he aprendido más que durante toda mi vida. Me gustaría ser viejo y saber las cosas a fondo. Me pregunto si se sigue aprendiendo o bien si no hay más que cierta cantidad de cosas que cada hombre puede comprender. Yo creía saber muchas cosas y, de verdad, no sabía nada. Me gustaría tener más tiempo.»

- Me has enseñado mucho, guapa -dijo en inglés.

- ¿Qué dices?