Después de decirlo, esperó que María le alcanzase con Pilar, Rafael y los caballos.

- Eh, guapa -le dijo en la oscuridad-. ¿Cómo te encuentras?

- Me encuentro bien, Roberto -le dijo ella.

- No te preocupes por nada -le dijo él. Y pasándose el arma a la mano izquierda, apoyó la derecha en el hombro de la muchacha.

- No me preocupo -dijo ella.

- Todo está muy bien organizado -prosiguió Jordan-. Rafael se quedará contigo y con los caballos.

- Me gustaría estar contigo.

- No. Es con los caballos como puedes ser más útil.

- Bueno -dijo ella-; me quedaré con los caballos.

En ese momento relinchó uno de los animales del claro que había más abajo de la abertura entre las rocas y respondió otro caballo con un relincho, cuyo eco fue agudizándose en trémolo hasta deshacerse bruscamente.

Robert Jordan distinguió delante de él, en la oscuridad, la masa de los nuevos caballos. Apretó el paso y alcanzó a Pablo. Los hombres estaban de pie, junto a sus monturas.

- Salud -dijo Robert Jordan.

- Salud -respondieron en la oscuridad. No podía verles la cara.

- Este es el inglés que viene con nosotros -dijo Pablo-; el dinamitero.

No respondieron. Quizás asintiesen en la oscuridad.

- Vamos, adelante, Pablo -dijo un hombre-. Pronto va a ser de día.

- ¿Has traído más granadas? -preguntó otro.

- He traído muchas -respondió Pablo-; podréis cogerlas cuando dejemos los caballos.

- Bueno, pues en marcha -dijo otro-. Hemos estado aguardando aquí media noche.

- Hola, Pilar -dijo alguien al acercarse la mujer.

- Que me maten si no es Pepe -dijo Pilar en voz baja-. ¿Cómo va eso, pastor?

- Bien -contestó el hombre-. Dentro de la gravedad.

- ¿Qué caballo llevas? -le preguntó Pilar.

- El tordillo de Pablo. Esto es un caballo.

- Vamos -dijo otro hombre-. Vamos. No sirve de nada ponerse a hablar aquí.

- ¿Qué tal te va, Elicio? -preguntó Pilar cuando el así llamado se disponía a montar.

- ¿Cómo quieres que me vaya? -repuso el otro bruscamente-. Vamos, mujer; tenemos mucho trabajo.

Pablo montaba el gran bayo.

- Cerrad el pico y seguidme. Os llevaré al lugar donde vamos a dejar los caballos.

Capítulo cuarenta

Mientras Robert Jordan dormía, cavilaba en lo del puente y hacía el amor a María, Andrés había estado avanzando muy lentamente. Hasta que llegó a las líneas republicanas, había atravesado los campos y las líneas fascistas con la velocidad que un campesino en buenas condiciones físicas y buen conocedor de la región podía hacerlo en la oscuridad. Pero al llegar al territorio de la República, las cosas cambiaron.

En teoría, hubiera bastado enseñar el salvoconducto que Robert Jordan le había entregado, con el sello del S. I. M. y el mensaje que llevaba el mismo sello, para que se le dejara seguir su camino todo lo más rápidamente posible. Pero el primer tropezón lo tuvo con el jefe de la compañía de primera línea, que había acogido su misión con graves sospechas.

Siguió el jefe de la compañía hasta el cuartel general del batallón, en donde el jefe, que había sido barbero antes del Movimiento, se entusiasmó al oír el relato de su misión. Este comandante, llamado Gómez, maldijo al jefe de la compañía por su estupidez, dio unas palmaditas amistosas a Andrés en el hombro, le dio una copa de mal coñac y le dijo que siempre había deseado ser guerrillero. Luego despertó a uno de sus oficiales, le confió el mando del batallón y mandó a un ordenanza que fuera a despertar a su motociclista. En vez de enviar a Andrés al cuartel general de la brigada con el motorista, Gómez resolvió llevarle él mismo, a fin de activar las cosas. Y con Andrés fuertemente asido al precario asiento de detrás, fueron zumbando y dando tumbos a lo largo de la estrecha carretera de montaña, llena de baches abiertos por las bombas, entre la doble hilera de árboles que los faros iban descubriendo y cuyos troncos, cubiertos de cal, presentaban las huellas de las balas y los cascos de las granadas que los habían averiado en los combates que habían tenido lugar en esa misma carretera el primer verano del Movimiento. Cuando llegaron al pequeño refugio de montaña, de techos demolidos, en donde estaba instalado el cuartel general de la brigada, Gómez frenó como un corredor de carreras, apoyó el vehículo contra la pared de una casa, despertó de un empujón al adormilado centinela que estaba encargado de guardarlo y entró en la gran sala de paredes cubiertas de mapas, donde un of icial dormitaba con una visera verde sobre los ojos, ante una mesa provista de una lámpara, dos teléfonos y un ejemplar de Mundo Obrero.

El oficial levantó los ojos hacia Gómez y dijo:

- ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No has oído hablar nunca del teléfono?

- Necesito ver al teniente coronel -dijo Gómez.

- Duerme -dijo el oficial-. He estado viendo tus faros desde un kilómetro de distancia en la carretera. ¿Quieres provocar un bombardeo?

- Llama al teniente coronel -insistió Gómez-; es extremadamente grave.

- Está durmiendo; ya te lo he dicho -replicó el oficial-. ¿Quién es esa especie de bandido que viene contigo? -preguntó, señalando a Andrés con un gesto.

- Es un guerrillero que viene del otro lado de las líneas con un mensaje muy importante para el general Golz, que dirige la ofensiva que al amanecer va a desencadenarse al otro lado de Navacerrada -explicó Gómez, grave y excitado al mismo tiempo-. Despierta al teniente coronel, por el amor de Dios.

El oficial le miró fijamente, con sus ojos de gruesos párpados sombreados por la visera de celuloide verde.

- Estáis todos locos -dijo-; no sé nada del general Golz ni de la ofensiva. Llévate a ese deportista y vuélvete a tu batallón.

- Despierta al teniente coronel te digo -gritó Gómez. Y Andrés vio que apretaba la boca en gesto de resolución.

- Vete a la mierda -le dijo indolentemente el oficial, volviéndole la espalda.

Gómez sacó su enorme pistola «Star» de nueve milímetros y la apoyó sobre la espalda del oficial.

- Despiértale, cochino fascista -dijo-. Despiértale, o te mato.

- Cálmate -dijo el oficial-. Vosotros, los barberos, sois gente muy impresionable.