Y esta inminencia se nota por todas partes. En el hecho de que los milicianos, que hasta hace poco se apretujaban cobardemente en sus cuarteles, se pasean ahora con sus hachas por en medio de la calle, por donde antes tan sólo podían transitar los nobles Dones, y en que han desaparecido de la ciudad todos aquellos que antes cantaban, declamaban, bailaban y representaban títeres por las calles, y en que los ciudadanos ya no cantan coplas políticas y se han vuelto muy serios y saben perfectamente lo que hay que hacer para el bien del Estado, y en que de repente y sin explicaciones se ha cerrado el puerto, y en que han sido asaltadas e incendiadas «por el indignado pueblo» todas las tiendas que vendían cosas exóticas, las únicas en el reino donde se podían comprar o alquilar libros y manuscritos en todas las lenguas vivas del Imperio y en las arcaicas, ahora ya muertas, de los aborígenes de los territorios de más allá del estrecho, y en que la reluciente torre del observatorio astrológico, que embellecía la ciudad, se destaca ahora sobre el cielo azul como un diente solitario, negro y podrido, a causa de un «incendio fortuito», y en que el consumo de bebidas alcohólicas se ha cuadruplicado en los últimos años (¡en Arkanar, que desde tiempos inmemoriales ha sido célebre por sus borracheras!), y en que los campesinos, acostumbrados a los malos tratos y a las bofetadas, se han refugiado en lo más profundo de sus aldeas Bienabiertas, Frondas del Paraíso y Villasbesos, y no se atreven a salir de sus chabolas ni a cultivar la tierra, y finalmente en que el viejo buitre Vaga Kolesó se ha trasladado a la ciudad, donde olfatea una mejor presa. Mientras tanto, en las entrañas de palacio, en uno de los suntuosos salones en que el gotoso Rey lleva veinte años sin vez la luz del sol por miedo a todo el mundo y, carcajeando como un idiota, firma decretos y más decretos condenando a espantosas muertes a los hombres más honrados y desinteresados del reino, madura un tumor monstruoso que puede reventar de un momento a otro. Rumata resbaló al pisar una corteza de melón y levantó la cabeza. Estaba en la calle del Agradecimiento Infinito, en el reino de los grandes comerciantes, cambistas y maestros joyeros. A ambos lados se veían buenas casas antiguas con tiendas y almacenes. Las aceras eran anchas, y la parte central de la calle estaba pavimentada con adoquines de granito. Por aquella calle solían pasar tan sólo los nobles y las personas más acomodadas, pero ahora una multitud de exaltados plebeyos acudía al encuentro de Rumata. Lo dejaron pasar mirándolo servilmente, algunos lo saludaron por si acaso. En las ventanas de los pisos altos se divisaban redondas caras en las que la curiosidad se iba apaciguando lentamente. Más adelante se oían voces imperiosas gritando:
— ¡Vamos, vamos!… ¡Circulad!… ¡Más aprisa! — y entre la multitud se intercambiaban comentarios:
— Esos son los peores, a los que hay que temer más que a nada en el mundo. Parecen modestos, educados, respetables. Los miras y… parecen un comerciante como otro cualquiera. Pero dentro llevan el peor veneno.
— ¡Hay que ver lo que hicieron con él, diablos! Estoy acostumbrado a esas cosas pero créeme, se me revolvió el estómago al verlo.
— Y ellos como si nada. ¡Vaya chicos! Da gusto verlos. Uno puede contar con ellos.
— ¿Y no sería mejor no tener que llegar a eso? A pesar de todo es una persona, un ser vivo. Si es culpable… que se le castigue, que se le dé una lección, pero… ¿para qué hacer eso?
— ¡Calla, imbécil! ¿Estás loco? ¿Sabes lo que estás diciendo? ¿No te das cuenta de la gente que tenemos alrededor?
— ¡Patrón, hey, patrón! Aquí hay un buen paño y, si aprieta las clavijas, se lo darán barato. Pero tiene que ser rápido, o se lo llevarán los dependientes de Pakín.
— Tú, hijo mío, no debes tener ninguna duda. Esto es lo principal. Cuando la autoridad da un paso, sabe lo que se hace.
Han debido apalear a alguien, pensó Rumata. Quiso volverse y dar un rodeo para no pasar por el lugar de donde venía el gentío y se oían las voces de que circulasen y se dispersasen. Pero finalmente no lo hizo. Se limitó a pasarse una mano por los cabellos para que el mechón que le caía sobre la frente no ocultara la piedra de su diadema de oro. En realidad no era tal piedra, sino el objetivo de un transmisor de televisión, al igual que la diadema en sí no era otra cosa que la caja de un transmisor de radio. Así, los investigadores del Instituto de Historia Experimental podían ver y oír desde la Tierra todo lo que veían y oían los doscientos cincuenta exploradores destacados en los nueve continentes de aquel planeta, y por esto dichos exploradores tenían la obligación de ver y oír.
Rumata adelantó la barbilla, sujetó su espada de modo que estorbara lo más posible a la gente que pasaba, y echó a andar recto por en medio de la calle. Los que venían a su encuentro se apresuraban a dejarle paso. Cuatro hombretones, llevando a cuestas un palanquín plateado, pasaron junto a él. A través de las cortinillas podía verse una cara pequeñita, hermosa y fría, con las pestañas muy pintadas. Rumata se quitó el sombrero y esbozó una reverencia. Era doña Okana, la actual favorita de nuestro águila Don Reba, que al ver al apuesto noble Don le dedicó una lánguida y significativa sonrisa. Se podían nombrar más de dos docenas de nobles Dones que, tras merecer parecidas sonrisas, habían corrido a dar a sus esposas y amantes la buena nueva: «¡Que se preparen todos, ahora ya puedo comprarlos y venderlos! ¡Se van a acordar de mí!». Aquellas sonrisas eran poco frecuentes, y a veces extraordinariamente caras. Rumata se detuvo y siguió con la vista al palanquín. Hay que decidirse, pensó. Pero se le erizaron los cabellos al pensar en lo que aquello le iba a costar. Y, no obstante, era necesario. Hay que hacerlo, y punto final, pensó. No hay otra salida. Iré a verla esta misma tarde.
Distraído con aquellos pensamientos, llegó a la armería que visitaba de tarde en tarde para probar los puñales y escuchar poesías, y volvió a detenerse. Ahora todo estaba claro. Esta vez te ha tocado a ti, mi buen padre Gauk…
La muchedumbre se iba disolviendo. La puerta de la armería había sido arrancada de los goznes, y los escaparates estaban destrozados. En el umbral, y con un pie apoyado en el quicio, se hallaba un enorme miliciano. Otro, canijo, estaba de cuclillas, pegado a la pared. El viento arrastraba a lo largo de la calle arrugadas hojas de papel llenas de una apretada escritura.
El gigantesco miliciano se metió un dedo en la boca, lo chupó amorosamente, volvió a sacarlo, y lo contempló con atención. Había sangre en él. Entonces se dio cuenta de que Rumata lo estaba mirando y dijo apaciblemente:
— El muy infame me mordió. Igual que un hurón…
Su compañero soltó una rápida y aguda carcajada. Era un hombre de apariencia débil, pálido, indeciso y con la cara llena de granos. Se apreciaba inmediatamente que era un novato, una pequeña víbora, un cachorro.
— ¿Qué ha pasado aquí? — preguntó Rumata.
— Nada de importancia: vinimos a coger a uno de esos sabihondos camuflados — dijo nerviosamente el cachorro.
El gigante volvió a chuparse el dedo, sin cambiar de postura.
— ¡Fir… més! — ordenó Rumata en voz baja.