— ¡Oh! — interrumpió Rumata -. ¿Y para qué?

— ¿Cómo «para qué»?

— Sí, a pesar de todo me parece que estás algo chiflado — dijo Rumata -. Pero bueno, te creo. ¿Qué es lo que te quería decir? ¡Ah, sí! Mañana tienes que admitir a dos nuevos preceptores. Uno de ellos es el padre Tarra, un respetable anciano que se dedica a la… cosmografía, y el otro el hermano Nanín, que también es una persona fiel y conocedor de la historia. Es gente mía, así que recíbelos con todo respeto. Aquí tienes la fianza — echó sobre la mesa un saquito del que escapó un tintineo de monedas -. Tu parte está también aquí, son cinco piezas de oro. ¿Entendido?

— Sí, noble Don — dijo el padre Kin.

Rumata bostezó y miró a su alrededor.

— Me alegra que lo hayas entendido — dijo -. Mi padre, no sé por qué, tenía mucho cariño a esos dos, y me encargó en su testamento que me preocupara por ellos. Dime, tú que eres un hombre culto, ¿de dónde le puede venir a un noble esta simpatía por alguien que sabe leer?

— Es posible que se deba a servicios prestados — aventuró Kin.

— ¿A qué te refieres? — preguntó Rumata, como sospechando algo -. Aunque… oh, ¿por qué no? Sí… es posible que alguna de sus hijas o hermanas fuera hermosa… ¿No tienes vino?

El padre Kin abrió los brazos con gesto de desolada disculpa y dijo que no. Rumata cogió una de las hojas de papel que había sobre la mesa y la sostuvo durante algún tiempo a la altura de sus ojos.

— Acuciamiento… — leyó -. ¡Qué talentos! — dejó que la hoja de papel cayera al suelo y se levantó -. Te advierto: ten mucho cuidado con que tu jauría de letrados no ofenda a los míos. Vendré de tanto en tanto a verlos, y si me entero de algo… — Rumata acercó su poderoso puño a la nariz de Kin -. Bueno, bueno, no te asustes. No te haré nada.

El padre Kin soltó una respetuosa risita. Rumata se despidió de él con una inclinación de cabeza y se dirigió a la puerta, rayando el suelo con sus espuelas.

Al pasar por la calle del Agradecimiento Infinito entró en la armería, compró unas anillas nuevas para las vainas de sus espadas, probó un par de puñales (los tiró contra la pared para observar cómo se clavaban, midió el ajuste de las empuñaduras a su mano, y finalmente los rechazó), y luego se sentó en el mostrador y se puso a charlar con el dueño, el padre Gauk. Este tenía unos ojos bondadosos y tristes y unas manos pequeñas, pálidas y manchadas de tinta. Rumata discutió con él acerca de los méritos de la poesía de Tsurén, le escuchó un interesante comentario sobre el verso que empezaba: «Cual hoja marchita cae sobre el alma…», y le rogó que recitase algo nuevo. La indecible tristeza de las estrofas les hizo suspirar al unísono. Antes de marcharse Rumata declamó el «Ser o no ser…», que él mismo había traducido al irukano.

— ¡San Miki! — exclamó entusiasmadísimo el padre Gauk -. ¿De quién son esos versos?

— Míos — dijo Rumata, y salió de la tienda.

Luego entró en La Alegría Gris, tomó un vaso de vino

agrio de Arkanar, le dio unas palmaditas en la mejilla a la mujer del dueño, volcó con un ágil movimiento de espada la mesa del confidente oficial, que lo miró con ojos ausentes, y se dirigió al rincón más apartado, donde lo esperaba un hombre barbudo y de deslucida indumentaria, que llevaba un tintero colgado del cuello.

— Buenas tardes, hermano Nanín — dijo Rumata -. ¿Cuántas peticiones has escrito hoy?

El hermano Nanín sonrió vergonzosamente, mostrando unos dientes pequeños y careados.

— Ahora son pocos los que escriben peticiones, noble Don — dijo -. Unos piensan que es inútil pedir, y otros que pronto lo tendrán todo sin necesidad de pedirlo.

Rumata se acercó a él y le dijo en voz baja que ya estaba arreglado su ingreso en la Escuela Patriótica.

— Toma dos piezas de oro — le dijo luego -. Vístete y aséate. Y se prudente, al menos los primeros días. El padre Kin es un elemento peligroso.

— Le daré a leer mi Tratado sobre los rumores — dijo el hermano Nanín alegremente -. Muchas gracias por todo, noble Don.

— ¿Qué no se hace por la memoria de un padre? — dijo Rumata -. Y ahora dime, ¿dónde puedo encontrar al padre Tarra?

El hermano Nanín dejó de sonreír y parpadeó, azarado.

— Ayer hubo aquí una riña — dijo -. El padre Tarra había bebido un poco excesivamente, y como es pelirrojo… Bueno, le rompieron una costilla.

Rumata profirió una enojada exclamación.

— Qué mala suerte — dijo -. ¿Por qué bebéis siempre tanto?

— Porque hay veces en que cuesta trabajo abstenerse — respondió tristemente el hermano Nanín.

— Es cierto — asintió Rumata -. En fin, qué le vamos a hacer. Toma otras dos piezas de oro, y cuida de él.

El hermano Nanín se inclinó con intención de besarle la mano, pero Rumata la retiró rápidamente.

— Vamos, vamos — dijo -. Esta no es la mejor de tus bromas, hermano Nanín. Adiós.

En el puerto olía como en ninguna otra parte de Arkanar. Olía a agua salada, a limo putrefacto, a especias, a resina, a humo, a cecina pasada, y las tabernas atufaban a pescado frito y a cerveza agria. En aquel aire casi irrespirable flotaba un rumor de conversaciones plurilingüe y maldiciente. En los muelles, en los angostos callejones, entre los almacenes y en los alrededores de las tabernas se agolpaba gente de aspecto singular. Eran marineros desaliñados, mercaderes presuntuosos, pescadores taciturnos, traficantes de esclavos, rufianes, prostitutas pintarrajeadas, soldados borrachos, tipos raros llenos de armas y andrajosos con brazaletes de oro en sus sucias extremidades. Todos parecían estar nerviosos e irritados. Hacía tres días que Don Reba había dado orden de que ningún barco ni persona podía salir del puerto. Junto a los muelles brillaban las carniceras hachas de los Milicianos Grises, que escupían desvergonzada y maliciosamente mirando al gentío. En los atestados barcos se veían grupos de cinco o seis hombres huesudos y de piel bronceada vestidos con peludas pieles y cascos de cobre. Eran los mercenarios bárbaros, gente que no servía para la lucha cuerpo a cuerpo, pero que a distancia eran temibles por lo bien que manejaban sus cerbatanas con flechas emponzoñadas. Y más allá del bosque formado por los mástiles, en la rada abierta, oscurecían las tranquilas aguas las largas galeras de combate de la armada real. De tiempo en tiempo surgían de ellas rojos chorros de fuego y humo que hacían arder el mar. Quemaban petróleo para mantener el respeto y el temor.

Rumata pasó por la aduana, ante cuyas cerradas puertas se agrupaban los sombríos lobos de mar en inútil espera del permiso de salida, se abrió paso a empujones a través de una vociferante multitud que vendía todo lo imaginable (desde esclavas y perlas negras hasta narcóticos y arañas amaestradas), salió a los muelles, miró de soslayo a toda una fila de cadáveres descalzos, con camisetas marineras, expuestos al público a pleno sol, y después de dar un rodeo por un terreno baldío lleno de inmundicias, entró en los pestilentes callejones del arrabal del puerto. Allí reinaba el silencio. En las puertas de los prostíbulos dormitaban las rameras, en una esquina se hallaba tirado boca abajo, en medio de la calle, un soldado borracho con la cara rajada y los bolsillos vueltos hacia afuera, pegados a las paredes se deslizaban tipos sospechosos con pálidos rostros de noctámbulos.