Se levantó penosamente y, gimiendo, se inclinó en una ostentosa reverencia. Los demás hicieron lo mismo, pero con cierta indecisión, incluso miedo. A Rumata le pareció oír cómo crujían los obtusos y primitivos cerebros de aquella gente al intentar comprender el sentido de las palabras y las acciones del encorvado viejo.

No obstante, todo estaba claro: aquel bandido quería aprovechar la ocasión que se le presentaba para hacer llegar a Don Reba la noticia de que, en la actual matanza, su ejército nocturno estaba dispuesto a actuar al lado de los Grises. Pero ahora, cuando llegaba el momento de dar las instrucciones concretas, los nombres y las fechas de las operaciones, la presencia del noble Don empezaba a molestar. Por esto, se le proponía que dijera pronto lo que necesitaba y se largase cuanto antes de allí. El viejo era frío y tenebroso. Pero, ¿por qué estaba en la ciudad? A Vaga nunca le habían gustado las ciudades.

— Tienes razón, respetable Vaga — dijo Rumata -. Tengo prisa. Sin embargo, soy yo quien debe disculparse, puesto que he venido a molestarte por un asunto sin importancia. — Rumata seguía sentado, mientras todos los demás le escuchaban de pie -. Necesito que me ayudes. Puedes sentarte.

Vaga volvió a hacer una inclinación y se sentó.

— Hace tres días — prosiguió Rumata -, tenía que haber venido a verme al Soto de las Espadas un viejo amigo, un noble Don de Irukán. Pero no vino. Desapareció por el camino. Sé que pasó felizmente la frontera irukana. Dime, ¿sabes algo de la suerte que haya podido correr después?

Vaga tardó en responder. Los bandidos respiraban ruidosamente.

— No, noble Don — dijo finalmente Vaga -. No sabemos nada de este asunto.

Rumata se puso inmediatamente en pie.

— Te agradezco lo que acabas de decirme, respetable — dijo. Dio unos pasos hasta el centro de la habitación, y depositó en el pupitre una bolsita con diez piezas de oro -. Pero antes de irme querría suplicarte que, si te enteras de algo, me lo hagas saber — se llevó la mano al sombrero -. Adiós.

Cuando ya estaba junto a la puerta se detuvo y dijo, por encima del hombro y sin darle excesiva importancia:

— Has dicho algo sobre la gente culta. Se me ha ocurrido una idea. Si el Rey sigue en su empeño, dentro de un mes no habrá manera de encontrar en Arkanar ningún letrado decente. Y sin embargo, a mí me van a hacer falta, ya que cuando me curé de la peste negra hice promesa de crear una universidad en la metrópoli. Por eso, cuando captures a algún ratón de biblioteca, dímelo a mí antes que a Don Reba. Quizá alguno de ellos me interese para mi universidad.

— Eso va a ser caro — advirtió Vaga con voz melosa -. Cuando la mercancía es escasa y va muy solicitada, el precio sube.

— Más caro es el honor — dijo Rumata orgullosamente, y salió.

III

Sería interesante, pensaba Rumata, cazar a este Vaga y enviarlo a la Tierra. Desde el punto de vista técnico es fácil. Pero, ¿qué sería de este hombre en la Tierra? Me lo imagino como si, en un salón lleno de luz, con las paredes repletas de espejos y el aire acondicionado con aroma de pinos y de mar, se soltara a una enorme araña peluda. Se aplastaría contra el reluciente suelo y giraría febrilmente sus coléricos ojos. Después, retrocediendo, retrocediendo, iría hasta el rincón más oscuro y se contraería, mostrando sus venenosas mandíbulas en actitud amenazadora. Vaga, por supuesto, empezaría a buscar gente descontenta. Y, como es natural, incluso el más cretino de los ofendidos le parecería una persona demasiado pura e inservible para sus manejos. El pobre viejo acabaría enfermando. Quizá muriera. Aunque, ¿quién sabe? El quid de la cuestión está ahí, en que la psicología de estos monstruos es un laberinto. ¡San Miki bendito! Comprenderla es más difícil que comprender la psicología de las civilizaciones no humanas. Todos sus actos pueden ser explicados, pero preverlos es casi imposible. Sí, hay muchas probabilidades de que muriera de tristeza. Pero también podría ocurrir que, tras mirar a su alrededor, se adaptase al medio, hiciese sus cálculos y aceptase, por ejemplo, un puesto de guardabosque en alguna reserva. Es imposible que carezca en absoluto de una pasión inocua, por pequeña que sea, que aquí quizá le estorbe, pero que allí podría convertirse en la razón de su vida. Creo que le gustan los gatos. Dicen que en su cueva tiene toda una manada, y que hasta paga a una persona para que cuide de ellos. Y esto a pesar de lo avaro que es y de que le bastaría tan sólo una amenaza para conseguir lo mismo. Pero, ¿qué haría en la Tierra con su insaciable sed de poder?

Dándole vueltas a estos pensamientos, Rumata se detuvo ante una taberna. Fue a entrar, pero de pronto se dio cuenta de que no tenía su bolsa. Se quedó perplejo (no podía acostumbrarse a estas cosas, aunque no era la primera vez que le ocurrían), y durante un buen rato estuvo rebuscando por todos los bolsillos. Llevaba tres bolsitas con diez piezas de oro en cada una: la primera se la dio al procurador Kin, la segunda a Vaga, y la tercera había desaparecido. Tenía los bolsillos vacíos, le habían cortado hábilmente toda la botonadura de oro en su pernera izquierda, y del cinto le faltaba el puñal.

No lejos de él se detuvo una pareja de Grises, son — riéndole y mostrando los dientes. Al miembro del Instituto de Historia Experimental no le importaba en absoluto, pero al noble Don Rumata de Estoria lo enfureció; perdió los estribos por unos segundos y avanzó hacia ellos, alzando instintivamente su mano apretada en un duro puño. La expresión de su rostro debía ser horrible, pues los milicianos se metieron como flechas en la taberna, con la sonrisa trocada en una paralítica mueca.

Rumata se asustó de sí mismo. Se asustó como tan solo se había asustado otra vez en su vida. Por aquel entonces era piloto suplente de una astronave de línea, y sintió los efectos del primer ataque de malaria. Nadie supo dónde la había cogido, y antes de dos horas ya estaba curado. Pero le quedó un recuerdo indeleble de lo terrible que fue para él, que jamás había estado enfermo, el sentir que algo había fallado en su organismo, que empezaba a decaer y que perdía el control individual de su propio cuerpo.

Yo no quería esto, pensó. Ni siquiera se me ocurrió pensarlo. ¿Qué tuvo de particular lo que hicieron? Nada. Se detuvieron, me miraron, se rieron… Lo hicieron de una forma estúpida, es cierto, pero yo también debía ofrecer un aspecto bastante estúpido mientras rebuscaba por mis bolsillos. Los podría haber matado, pensó de repente; si no se meten en la taberna, los mato. Hacía poco tiempo que, por una apuesta, había partido en dos un maniquí vestido con una doble coraza de Soán. Se estremeció. Ahora podían estar tendidos a mis pies, lo mismo que dos cerdos degollados, y yo, con la espada en la mano, no sabría qué hacer. ¡Soy un buen dios! Me enfurecí…

Sintió que le dolían todos los músculos, al igual que si hubiera acabado de realizar un trabajo duro. Tranquilízate, se dijo a sí mismo. Afortunadamente, no ha ocurrido nada. Ya pasó. Ha sido como una explosión. Un pronto que ya se ha calmado. Soy un hombre pese a todo, y lo animal no me es extraño. Son los nervios. Los nervios y la tensión de estos días. Y, lo que es más importante, la sensación que me persigue de esa sombra que se acerca arrastrándose. No sé de quién es ni de dónde viene, pero se va acercando, se acerca de un modo inminente.