—Dos años.

—¿Tu amo te lo permitió, al fin?

—Me rescataron.

—¿Quién?

—Saveli Alexevich.

—¿Quién es?

—Mi marido.

—Tal vez mi amo os habló de mí.

No sabía qué responderle, cuando laa fuerte voz del molinero gritó: "¡Arina! ¡Arina!" Ella corrió.

—Y su marido, ¿es bueno con ella? —pregunté a Jermolai.

—Bastante bueno. —¿Tienen hijos?

—Tuvieron uno, que se murió.

—Debió de gustarle mucho, pues, al molinero, para que se decidiese a rescatarla.

—No sé; lo cierto es que ella sabe leer y escribir, lo cual es muy útil en su oficio.

—¿Hace tiempo que la conoces?

—Sí, yo vendía caza a sus amos, cuando vivía el lacayo Petrucka... ¡Qué triste, esta pobre mujer no tiene salud!

Después de un silencio, Jermolai prosiguió: —¡Qué buena "tiaga" habrá de aquí a cinco o seis horas! Nos convendría dormir algo.

Una bandada de patos silvestres pasó cerca de nosotros, y los oímos caer sobre el río a treinta pasos del molino.

La noche era oscura y fría.

En el bosque el ruiseñor desgranaba el tesoro maravilloso de sus melodías.

Nos arropamos con el heno, y al rato estábamos en un sueño profundo.

II BIROUK

Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho enseguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado: —¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.

En ese momento, el destello de un relámpago iluminó a mi interlocutor, y pude verlo claramente. Al repentino resplandor siguió un trueno y arreció la lluvia.

—Hay para rato —dijo el guardabosque.

—¿Qué se puede hacer?

—¿Quieres que te lleve a mi isba?

—Con mucho gusto.

—Sube, pues, a tu drochka.

El guardabosque tomó mi yegua por la brida y sacó el vehículo de la huella pantanosa donde nos habíamos detenido.

Me agarré al almohadón del vehículo, que se balanceaba como un barco en un mar tempestuoso.

La yegua resbalaba y a cada momento estaba a punto de caer... La espoleaba Birouk pegándole con el látigo, ya a la derecha, ya a la izquierda.

Avanzaba en la sombra, como un espectro, y una vez atravesado el bosque nos detuvo junto a su choza.

—Es aquí, mi amo.

Miré. A la luz de los relámpagos alcancé a ver una pequeña isba en medio de un recinto de césped.

Después de atar el animal a la reja, el guardabosque fue a llamar a la puerta. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un débil hilo de luz.

—¡Ya! —gritó una voz infantil, apenas hubo llamado el hombre.

Escuché unos pasitos precipitados de pies descalzos. Movieron el picaporte y una chiquilla de doce años abrió la puerta.

—Alumbra al amo —dijo Birouk—, mientras llevo el coche al cobertizo.

La niña levantó los ojos y me hizo señas de que la siguiera.

Constaba la cabaña del guarda de una sola habitación baja, llena de humo y sin ningún tabique. Del muro colgaba una vieja manta desgarrada. Sobre un taburete había un fusil y dos líos de trapos. Una claridad vacilante alumbraba triste y miserablemente la habitación.

En medio de la estancia, una cuna se hallaba sujeta mediante una larga percha. Tras apagar la linterna, la niña se sentó en un taburete y se puso a mover la cunita con suave balanceo.

Observé este cuadro con el corazón oprimido. Solamente la ansiosa respiración de la criatura adormecida turbaba el silencio sepulcral.

—¿Estás sola? —pregunté a la chiquilla.

—Sola —me respondió, temerosa.

—¿Eres la hija del guardabosque?

—Sí —dijo balbuceando.

Se abrió la puerta y Birouk entró.

Al ver la linterna en el suelo frotó una cerilla y encendió una vela que había sobre la mesa.

Rara vez había tenido ocasión de ver a un tipo tan fuerte. Grande, poderoso de espaldas y de pecho, y bien plantado de talle. Sus vigorosos músculos resaltaban bajo la remendada camisa. Una negra barba le cubría masculino y duro el mentón, cejas tupidas sombreaban sus negros ojos, de mirada viva. Se plantó frente a mí, las manos en la cintura.