—Me sucede esto: Hace poco fui a la ciudad a comprar piedras de moler y las llevé al molino.
Quise descargarlas sin ayuda. Pesaban demasiado y tuve que esforzarme. Desde entonces sufro mucho y ahora me siento bastante mal.
—Debe de ser una hernia —dijo Kapitan—. ¿Cuándo fue eso?
—Han pasado diez días.
—¡Ah! —exclamó el otro, sentenciosamente—. Con su permiso voy a examinarle.
Y ambos se ocultaron detrás de una puerta.
—Mi pobre Vasili —dijo luego Kapitan—, esto no tiene solución. Si hubiese usted venido antes yo lo habría curado enseguida. Pero ahora ya se ha declarado la inflamación y puede empezar la gangrena. Necesita usted quedarse aquí algún tiempo.
Haré todo lo posible para sacarlo del peligro, pero su situación es grave.
—¿Por una cosa de nada debo morir?
—Yo no digo que usted se muera, Vasili. Pero aseguro que no puede usted volver a su casa en semejante estado.
El molinero reflexionó, se rascó la frente y luego, tomando su bonete, se dirigió al patio.
—¿Adónde va usted, Vasili?
—Al molino. Si debo morir, es preciso que arregle algunos asuntos.
—Se arrepentirá usted: Ni siquiera comprendo cómo pudo llegar hasta aquí. Se lo ruego, quédese.
—No, hermano Kapitan; prefiero morir en mi casa. —Es un caso gravísimo, Vasili; le aseguro que debe usted quedarse.
—No, no, vuelvo a casa; prescríbame alguna droga, algún remedio y nada más.
—No se conseguirá nada solamente con pociones.
—Estoy decidido, me voy. —ojalá no tenga usted que arrepentirse; tome esta receta.
Sacó el molinero cincuenta "kopecks", los entregó al enfermero y subió al carro.
—Adiós —dijo-; acuérdese usted bien de mí, no abandone a mis huérfanos si por acaso...
—Quédese usted, crea lo que le digo.
El campesino se limitó a hacerle una señal con la cabeza, castigó su caballo y salió a la calle grande, mal Pavimentada y llena de baches. Vasili procuraba evitar las sacudidas; saludaba alegremente a sus conocidos y nadie pudo sospechar que moriría al día siguiente.
Ya lo dije: el ruso encara la muerte de una manera particular. ¡Cuántos ejemplos podría traer al caso!
¡Me acuerdo de ti, Avenik Sorokunof, que fuiste mi mejor amigo! Aún veo tu larga cara de tísico, tus ojos verdosos, tu modesta sonrisa, tus miembros flacuchos, y oigo tu palabra acariciadora y triste. Vivías en casa de un señor, gran rusófilo, Gur Krupionikof, donde educabas a sus hijos. Soportabas con paciencia angélica las burlas del señor Gur, las descortesías del intendente, las amargas molestias que te causaban tus alumnos.
Si acaso erraba en tus labios alguna sonrisa llena de melancolía, jamás dejabas escapar una ligera queja.
—¡Tu dicha inefable era cuando al anochecer, libre ya de toda obligación, venías a sentarte a la ventana. ¡Qué clase de encanto encontrabas en esas poesías que elevaban tu alma y te hacían olvidar los fastidios y las miserias! Había entonces otra expresión en tu cara y algo de radiante. Te sorprendías amando a la humanidad.
No puedo convertirte en un héroe, porque, sin duda, muchos sobrepasaban tu inteligencia, tu saber, pero nadie tenía tu buen corazón y tu sensibilidad.
Creímos que el campo repararía tu débil salud. Pero desmejorabas visiblemente, pobre amigo mío. Tu habitación daba al jardín. Allí las eglantinas y las rosas te ofrecían mezclados sus perfumes, los pájaros gorjeaban para ti, una acacia dejaba caer sus flores sobre tus cuadernos y tus libros preferidos.
Venía, a veces, un amigo de Moscú a visitarte. Gran ocasión de alegría. Escuchabas con éxtasis los versos que te recitaba. Pero el insoportable oficio i de preceptor y una enfermedad incurable te consumían; te llevaban a la tumba los interminables y fríos inviernos de la campaña rusa, mi pobre, ¡pobre Avenik!
Poco antes de que muriese fui a verle. Su amo, el señor Gur, no le despedía. Pero le privó del sueldo y había tomado, además, otro preceptor.
Ese día, me acuerdo, Sorokunof estaba a la ventana en un viejo sillón. El tiempo era magnífico. Un soberbio sol de otoño tendía alegremente sus reflejos sobre una hilera de tilos deshojados; sólo algunas hojitas amarillas tiritaban al extremo de las ramas y volaban arrancadas por el viento. La tierra, ya sorprendida por las heladas, traspiraba bajo los rayos del sol. En los aires una sonoridad inaudita, un extraordinario eco.
Estaba mi amigo envuelto en un batón; una corbata verdosa ponía en su cara cierto tinte colérico.
Me recibió con alegría y, tendiéndome la mano, me hizo sentar a su lado. Estaba leyendo una colección de poesías de Koltsof, copiadas cuidadosamente.
—Poeta verdadero éste —me dijo entre dos accesos de tos. Y con palabra afónica empezó a recitar la siguiente estrofa: ¿Tiene entonces ligadas sus alas el halcón?
¿Y cerrado el camino al espacio y al sol?
Le impedí continuar. El médico le había prohibido hablar. Aunque no seguía el movimiento científico y literario de la época, le interesaba algo el porvenir del mundo; particularmente llamaba su atención la filosofía alemana. Le hablé de Hegel y le hice una exposición de su sistema.
—Sí —reflexionó—, comprendo; grandes ideas, grandes ideas.
Esta curiosidad infantil de un hombre a la muerte, de un infeliz abandonado, me conmovió hasta las lágrimas.
Sorokunof no se hacía ilusiones sobre su estado; sin embargo, nunca se quejaba de sus sufrimientos.
Procuré distraerle. Conversamos de Moscú, de la literatura rusa, de nuestros comunes recuerdos de juventud. Hicimos memoria de amigos difuntos.
—¿Te acuerdas de Dacha? —dijo al fin—. ¡Qué alma tenía! ¡Y cómo me quería! ¿Qué será de esa hermosa flor? Tal vez habrá enfermado la pobre...
Yo le dejaba la ilusión y no le daba noticias de Dacha. Festejada, adulada por comerciantes ricos, sólo soñaba con joyas y coches.
"Acaso, pensé, su enfermedad no es incurable y se le podría sacar de aquí."
Adivinó mi pensamiento.
—Te advierto que no llegaré al invierno. No hay que incomodar a nadie. Además, estoy acostumbrado a esta familia.
—No tienen corazón —le respondí.
—Sin embargo, no es gente mala. Algo brutos tan sólo. Por lo que se refiere a los vecinos..., uno de ellos, el señor Kasakin, tiene un encanto de hija, instruida, ella...