Vasilia Vasilievna nunca hizo mayores gastos para la educación de su hijo. Había desenterrado como preceptor a un viejo alsaciano inválido, llamado Birkopf. Hasta en sus últimos días temblaba al suponer que este mentor pudiese renunciar al empleo. Birkopf se aprovechaba de semejante disposición, bebía como un agujero y se lo pasaba durmiendo desde la mañana a la noche y desde la noche a la mañana. Pantalei terminó su educación en falso, y entró en el ejército.
Grande fue su sorpresa para Pantalei cuando llegó con licencia, para los funerales de su padre, y vio que su fortuna se hallaba reducida a nada. Con la desesperación, Pantalei cambió completamente. Ya no se le reconocía. Había sido hasta entonces perezoso, pero bueno y honesto. A partir de entonces fue violento y pendenciero, peleó con sus vecinos, ricos o pobres, y se mostró descortés con las autoridades civiles.
—Soy —decía en cualquier ocasión— un noble chapado a la antigua.
Al "stanovoi" un día casi le mata porque no se quitó el sombrero al encontrarse con él.
Le devolvían la pelota, por cierto, y aquello era una contienda sin fin. Los funcionarios siempre temían tener que dirimir asuntos con Chertapkanof. Que le hicieran una observación a disgusto suyo, y él proponía arreglar la cuestión con un duelo a muerte. ¡Vaya! —decía—. Yo no tengo apego a la vida. Además, soy un noble chapado a la antigua."
Por otra parte, su probidad era perfecta, y siempre tomaba la defensa de sus campesinos cuando su causa era justa. Les amparaba hasta el último extremo. "Que yo no sea Chertapkanof si no aplasto al temerario que se atreva a invadir el derecho ajeno."
Tikone Tredopuskin no podía, como su amigo, enorgullecerse de su nacimiento. Su padre pertenecía al común y no adquirió la nobleza sino al precio de cuarenta años de un servicio asiduo e irreprochable. Pertenecía al número de esos hombres a quienes la mala suerte combate con una pertinacia que parece odio personal.
Durante sesenta años tuvo que luchar contra todas las miserias que son la herencia de la gente ínfima. Se debatía como un pez en el hielo; vivía al día, nunca durmió su borrachera completa.
El pobre hombre pasó así una existencia de mártir y murió en algo como un granero, sin dejar un solo céntimo a sus hijos. Luchó vanamente contra la desgracia, como una liebre caída en la red; todos sus esfuerzos lograban solamente que se enredase más en la malla.
Bueno y honesto, la gente se aprovechaba de ello. Casado con una tísica, tuvo varios hijos que murieron temprano. Sobrevivieron dos, Tikone y su hermana Matrona.
Se casó ésta, joven todavía, con un abogado retirado de los negocios.
Por lo que se refiere a Tikone, logró su padre hacerlo entrar como supernumerario en una administración. No permaneció mucho tiempo en ella; la situación precaria que había sobrellevado, de continua lucha con el frío y el hambre, el ver los sufrimientos de su madre, los desesperados esfuerzos de su padre, las duras exigencias de los propietarios y de los proveedores, todo concurrió a darle un carácter tímido y reservado.
A la vista de un superior caía en síncope, como un pajarillo que se siente atrapado. Con frecuencia, la naturaleza adjudica aptitudes y gustos contrarios a los que necesitaríamos a fin de cumplir con los deberes de nuestra condición.
De esta suerte había hecho que Tikone, hijo de un pobre empleado, fuese persona— dulce, benévola, inclinada a los goces, dotada de un gusto y de un olfato admirablemente finos... Le desarrolló estas disposiciones y, sin embargo, le condenó a nutrirse de repollos agrios y de carne podrida. No por eso dejó de hacerse hombre. Pero desde entonces, su papel en el mundo resultó de lo más curioso.
El destino, que tan cruelmente había martirizado al padre, no fue más clemente con el hijo, y le hizo su juguete. No le llevó ni una sola vez a la desesperación, ni a las profundas angustias; pero le zarandeó a través de todas las Rusias, le hizo amo y criado, le sometió a funciones ridículas.
Tan pronto se le encontraba con cargo de mayordomo en casa de alguna protectora biliosa y exigente, como se le podía descubrir comensal de un rico mercader, avaro hasta la medula. O sí no, tenía la cancillería de un gentilhombre de ojos rasgados y pelo cortado a la inglesa, o era semibufón de un propietario aficionado a la caza.
En suma: había pasado por todas las miserias de las posiciones dependientes. Infinidad de veces, por la noche, al retirarse a su habitación, decidió, avergonzado y con lágrimas en los ojos, escaparse y procurarse otra ocupación en la ciudad próxima, y dejarse morir de hambre si no hallaba empleo.
Pero invariablemente su timidez le vencía, le presentaba las ideas de la víspera con apariencia triste, y le obligaba a renunciar a sus proyectos. ¿Era probable, por otra parte, que pudiese hallar una colocación? "No me aceptarían", murmuraba el infeliz, y se agachaba a ponerse el collar de sus miserias.
La situación de Tikone era, pues, deplorable; desde luego porque carecía de las cualidades propias del bufón. No era capaz de bailar hasta caer rendido de cansancio, ni de gastar mil monerías, abundar en bromas y frases graciosas, bajo la amenaza sorda de un castigo; no podía reír y cantar desnudo y expuesto a un frío de veinticinco grados bajo cero; era imposible que bebiese aguardiente con tinta o comiese hongos venenosos.
Sabe Dios lo que hubiera sido del pobre Tredopuskin sí su último amo no hubiese escrito en el testamento: "Doy a Zezé (por otro nombre Tikone) y a sus herederos, la aldea de Bésriélendéefka."
Pasado algún tiempo, el honesto legatario murió de apoplejía. Puso la justicia sus sellos y, al cabo de quince días se reunían los parientes del difunto. Se llamó a Tredopuskín, que compareció enseguida.
Los herederos conocían las funciones de Tikone en casa del pariente muerto. Y así fueron los silbidos y los gritos cuando lo vieron entrar en la sala.
—¡Señor terrateniente! Amigos, ¡aquí está el nuevo amo!
—Sí —dijo uno que se pagaba de ingenioso—, este señor es perfecto, se sabe lo que es. Justamente... es un... un..., ¿un señor?
Y estalló en una risa olímpica.
El pobre bufón no quería creer que fuese verdad tanta dicha. Fue preciso mostrarle la pertinente disposición testamentaría. Se sonrojó, guiñó los ojos, abrió la boca y acabó por ponerse a llorar.
Con tales demostraciones, los espectadores lanzaron un ¡hurrah! y los vidrios temblaron como en un día de tormenta.
Bésriélendéefka no era, al fin y al cabo, más que una aldea de veintidós almas. Y los presentes no la tenían en mucho. Pero, puesto que la ocasión era buena, ¿por qué no divertirse? Cierto señor Rostilaf Adamych Stoppel discurrió más. Se aproximó a Tikone hasta rozarle la cadera y le dijo con desdén: —Usted, señor, desempeñaba, creo, en casa del difunto Fedorych, funciones de bufón. ¿Era usted su criado favorito?