Un acceso de tos le cortó la palabra. —Si pudiese siquiera fumar... Pero ni eso. —Debieras escribir a tu familia.

—No, sería inútil. Cuando haya muerto lo sabrán. Le hice algunos relatos que le interesaron viva mente. Por la noche nos separamos. Ocho días después me llegó una carta del señor Gur, en estos términos: "Debo anunciaros, señor, que vuestro amigo A. Sorokunof ha entregado su alma a Dios el jueves pasado y que esta mañana se le enterró a mi costa en el cementerio de la iglesia. Conforme a sus últimos deseos, os envío sus libros y cuadernos de poesías.

"Le quedaban veintidós rublos y cosas que remitimos a sus herederos. Ha muerto en una especie de insensibilidad, hasta al despedirse de nosotros.

"Mi esposa Cleopatra os saluda; le fatigó mucho los nervios la muerte de vuestro amigo. En cuanto a mí, me gobierno la salud y me reitero vuestro muy humilde servidor.

G. Krupionikof."

Otros hechos análogos me acuden a la memoria, pero los dichos son suficientes.

Sin embargo, uno es bastante curioso y merece añadirse.

Una vieja propietaria murió en mi presencia no hace mucho tiempo. En pie, a la cabecera de su cama, el sacerdote decía las oraciones de los agonizantes. Al cabo de algunos minutos, notando que la enferma ya no se movía, la creyó muerta y acercó a su boca un crucifijo.

—No tan rápido, espere —balbuceó la vieja.

Metió una mano bajo la almohada.

Cuando la amortajaron, se encontró bajo su almohada una moneda de plata. Se había propuesto pagar ella misma al sacerdote que le administrase la extramaunción.

Sí, los rusos tienen una extraña manera de morir.

IV CHERTAPKANOF Y TREDOPUSKIN

En una cálida mañana de estío, volvía de caza acompañado de Jermolai.

Mecido por el movimiento de la "telega" estaba él adormecido y sacudía la cabeza sin poderse despertar.

Los perros roncaban tranquilamente junto a nosotros y escapaban a los tábanos que atormentaban al pobre caballo.

Nos rodeaba una nube de polvo. El cochero tomó un camino boscoso. Las ruedas del carro tropezaban a cada instante con la maleza crecida.

Jermolai acabó por despertarse y dijo: —Pero por aquí ha de haber gallos silvestres.

Con esta noticia bajamos y penetramos en la espesura.

Bien pronto mi perro encontró una banda de gallos silvestres, sobre los que Jermolai y yo descargamos nuestros fusiles.

Nos preparábamos a disparar de nuevo, cuando la enramada: abriéndose junto a mí, dejó pasar a un caballero.

—¿Con qué derecho, señor, caza usted en mis tierras? —preguntó con altanería.

El personaje que hablaba de esta suerte pronunciaba por la nariz y por accesos, precipitadamente. Le observé con atención. Nunca en mi vida se me había cruzado semejante persona. Imagínese un hombrecito rubio, de nariz respingona, torcida y de largos mostachos colorados. Tenía metido hasta las cejas un bonete persa. Llevaba un traje amarillo gastado con adornos de galones de plata en todas sus costuras. Todo denunciaba el largo uso, pues estaba sembrado de zurcidos; un cuerno de caza colgaba de sus hombros. De su cintura salía la punta de un puñal.

El caballo era flaco, hético, y asimismo los dos perros que le acompañaban.

Aspecto, miradas, movimientos y expresión del desconocido mostraban una loca audacia y un indomable orgullo. Los ojos, de un verde azulado, daban vidriosos destellos; miraban al azar, como los de un hombre ebrio.

La cabeza hacia atrás, inflaba los carrillos, se sacudía como un gallo de la India. El conjunto de sus modales recordaba muchísimo al pavo. Repitió su pregunta.

—Ignoraba que estuviese prohibido cazar en este bosque —le respondí.

—Está usted en mis tierras, señor.

—Según sus deseos, voy a retirarme.

—Permita usted, ¿es un noble a quien tengo el honor de hablar?

Me presenté.

—En ese caso —agregó—, continúe usted cazando. Me honra satisfacer el gusto de un gentllhombre. Soy Pantalei Chertapkanof.

Dicho esto, mi interlocutor se inclinó; y afirmándose en los estribos dio a su caballo un recio latigazo. El pobre animal se encabritó, echó espuma y le quebró la pata a uno de los perros, que lanzó lamentables ladridos.

Pantalei, fuera de sí, redobló el castigo al animal. Luego, saltando al suelo, examinó la pata del perro, escupió sobre la herida y le empujó. Se agarró enseguida a las crines de su caballo y puso el pie en el estribo.

El animal alargó el pescuezo y al rato desaparecían en la espesura.

Oí los latigazos que Chertapkanof seguía dando a su pobre caballo, y luego su cuerno de caza, con cuyo sonido vibrante llenaba los bosques.

En ese momento salió del matorral, cerca de mí, otro personaje: caballero bajo y grueso, que montaba un caballo bayo. Me preguntó si no había visto a un caballero que montaba un animal zaino colorado. Y como le respondiese afirmativamente: —¿Hacia dónde enderezó?

—Por allí.

—Os lo agradezco humildemente, monseñor.

Espoleó su cabalgadura y se alejó en la dirección que le había indicado. Le seguí con los ojos hasta que su casquete puntiagudo no se vio más entre las ramas.

Este segundo personaje parecía exactamente opuesto al primero, por su aspecto: la cara hinchada, redonda como una bola; su expresión era de bondad y timidez; venitas azules le surcaban la nariz espesa; en la parte delantera de la cabeza no tenía un solo cabello; en lo bajo de la nuca, un cerco de pelo feamente rubio. Sus ojos, que no cesaban de guiñar nerviosamente, daban la impresión de haber sido horadados por un taladro, y en sus labios gruesos y colorados flotaba una continua sonrisa. Vestía sobretodo verde con botones de cobre; los pantalones de paño no le llegaban más que a las rodillas y dejaban al descubierto la caña de sus botas y lo rechoncho de sus pantorrillas.

—¿Éste quién es? —pregunté a Jermolai.

—Ivano Ivanovich Tredopuskin, que vive con Chertapkanof.

—Debe de ser un pobre hombre.

—No es rico, y tampoco lo es Chertapkanof. No tienen un céntimo.

—¿Por qué viven juntos?

—Por afecto. El uno va adonde va el otro. Como dice el proverbio: Por donde pasa el caballo con su casco, el cangrejo pasa con sus pinzas.