Su existencia era un tejido de aventuras y peripecias de todo orden. Le sucedía el caso de pasar la noche en un pantano o bajo un puente; bromistas perversos lo encerraban en un sótano o en una cochera o le tomaban en rehenes su perro y sus más indispensables prendas de vestir.

Pero nada tenía la virtud de conmoverlo, y al otro día se le veía aparecer convenientemente vestido y detrás le seguía Valetka.

Malhumorado, por lo común, sólo desbordaba alegría cuando en la taberna se encontraba con algún buen compinche.

No siempre, en tal caso, la charla duraba mucho, porque Jermolai acostumbraba a levantarse y dejar a su compañero sin mayor ceremonia.

—¿Adónde diablos vas a ir? La noche está negra.

—Voy a Chaplino.

—¿Y qué necesidad tienes de arrastrarte hasta Chaplino, que está a diez "verstas" largas de aquí?

—Voy a dormir en casa del campesino Safrono.

—Mejor es que te quedes a pasar la noche aquí.

—No, dormiré en Chaplino.

Y se va caminando en la oscuridad a través del bosque y los pantanos. Llega, encuentra al campesino Safrono mal dispuesto a recibirlo y hasta pronto a darle de bastonazos.

—¡Te voy a enseñar —dice el dueño de la granja— a despertar a la buena gente! ¡Incomodar a estas horas!

Con todos sus defectos, Jermolai tiene ciertas condiciones raras: es imposible que nadie sea más hábil en la pesca.

Es incomparable su destreza cuando se pone a pescar en aguas corrientes, como su talento para agarrar cangrejos con la mano o las codornices con trampa. Atrapa los ruiseñores imitando sus cantos y gorjeos. Una sola cosa no puede hacer: educar un perro. Porque eso requiere paciencia y Jermolai no la tendrá nunca.

Este singular personaje estaba casado. Todas las semanas se iba a pasar un día en la choza donde vivía su mujer. Allí vegetaba la pobre criatura desde hacía años; su marido jamás le llevaba una sola moneda. Y, por cierto, ella aceptaba con alegría cualquier trabajo que se le quisiera dar.

Perezoso, despreocupado, Jermolai se portaba con su mujer de la manera más grosera y ruda que pueda imaginarse. Temblaba la infeliz como una hoja bajo su mirada; para complacerle, corría a entregar el último kopek por aguardiente, y cuando, tendido con indolencia junto a la estufa, se dormía, lo tapaba con su manto.

He observado en él, con frecuencia, indicios de gran crueldad. No me gusta nada la expresión de su cara cuando despena con una dentellada algún pájaro herido. Hasta el último de los lacayos se creía muy superior a este vagabundo y lo trataba con desdeñosa indiferencia, a fin de que resaltase su pretendida superioridad. Sin embargo, los campesinos que lo habían perseguido y corrido como una liebre, terminaron por acostumbrarse a las maneras de este Nemrod salvaje y compartían con él su frugal desayuno.

Tal era el compañero que yo escogí para cazar en el bosque de abedules que se extiende sobre la ribera del Ista.

Numerosos ríos de Rusia tienen, como el Volga, una costa escarpada y la otra a flor de agua. Tal es el Ista, que serpentea graciosamente en medio de la llanura; apenas habrá, en todo su curso, quinientos metros de línea recta. Desde alguna loma pueden distinguirse perfectamente los estanques alimentados por sus aguas, los diques de sus bordes, los vergeles que salpica su curso, los gansos que se recrean a sus orillas.

El Ista es muy rico en peces. Durante los grandes calores los campesinos buscan su ribera para conducir los mulos bajo la fresca sombra del arbolado. A lo largo de los ribazos pedregosos, que dejan escapar agua de manantial, fría y limpia, revolotean y silban zorzales y chorlitos; bandadas de patos se deslizan en la corriente; grullas y garzas reales aparecen inmóviles en lo más lejano de las ensenadas...

Al cabo de una hora habíamos matado dos becacinas; decidimos terminar nuestra "tiaga" a la mañana siguiente, después de dormir en el molino.

Las aguas del Ista tenían ahora un tinte azul sombrío, la atmósfera parecía agravada por los vapores que se movían sobre el río.

Minutos después golpeábamos la puerta del molino.

—¿Quién es? —gritó una voz ronca, de persona mal despierta.

—Cazadores que quieren pasar la noche; abrid, pagaremos.

—Voy a dar aviso al dueño de casa —respondió el muchacho.

Se alejó refunfuñando palabras muy poco amables.

—El amo no quiere —declaró.

—Pero ¿por qué?

—Porque desconfía. Ustedes son cazadores y podrían hacer que el molino se incendiase. ¡Caramba! Las escopetas, la pólvora...

—¡Qué ridícula idea!

—El año pasado unos mercaderes de pescado pasaron aquí la noche y no se sabe cómo se produjo un incendio y ardió todo.

—Pero no podemos quedarnos a dormir al raso.

—Hagan ustedes lo que quieran.

Y se marchó ruidosamente, sin duda con objeto de no escuchar las amables maldiciones que le echaba Jermolai.

—Vamos a la aldea —propuso mi compañero—. Aunque hasta allá hay dos kilómetros.

—No —repliqué—, hemos de quedarnos, y por poco dinero nos darán algunos manojos de paja.

Aprobó Jermolai y volvimos a golpear la puerta.

—¿Qué queréis, pues? —gritó el muchacho con irritación—. ¡Ya se os ha dicho que no!

Le explicamos nuestro deseo. Fue a consultar con su amo y al rato se abrió la casa y salió el molinero.

Era hombre de estatura alta, cara espesa y gorda, vientre ancho y rollizo. Accedió a mi petición.

Cerca del molino había un cobertizo abierto a los cuatro vientos. Se nos trajo paja y heno, el muchacho colocó el samovar sobre la hierba de la orilla y en cuclillas sopló en el improvisado fogón; prendió el fuego en los carbones y las llamas iluminaron su rostro y figura juveniles.

El molinero me propuso al fin que durmiéramos bajo su techo. Rehusé, porque preferí quedarme al aire libre. Fue a despertar a su mujer y a los pocos minutos vino con leche, huevos, pan, y, además, té.

Vapores espesos se levantaban del río. Oíase, distante, el grito rápido de la polla de agua, y hacia las ruedas del molino un ruidillo alternado, isócrono, producido por el goteo de la esclusa. Hicimos fuego de vivac, y mientras Jermolai cocía algunas patatas, yo me dormí. Me despertó bien pronto el rumor de una conversación cerca de mí. Levanté la cabeza: junto al fuego la molinera charlaba con mi cazador.

Pude advertir, por los giros de su lenguaje y por la pronunciación, que no pertenecía ni a la clase de loe campesinos ni a la de los burgueses. Era, indudablemente, una "dvorovi". La observé con atención. Parecía de unos treinta años. Su semblante pálido y enflaquecido conservaba aún los vestigios de una gran belleza. Me gustaban sobre todo sus ojos de mirada triste y llena de melancolía. Sentado junto a ella, Jermolai se ocupaba en echar virutas a las brasas.