Pero el hombre colocado en el peldaño más alto de la escala de las gentes ociosas, no comprenderá su falta tan fácilmente como el mujik.

La esclavitud existe hace ya tanto tiempo bajo todas las formas imaginables; es tan grande el número de las necesidades artificiales que ha engendrado, hállanse tan íntimamente ligados unos a otros los gustos y las costumbres afectos a esas necesidades; se hallan tan afeminadas y depravadas las generaciones, y son tan complicados los sofismas inventados para justificar ese lujo y esa ociosidad, que es extraordinariamente difícil que los ociosos comprendan lo que se exige de ellos.

Se les va la cabeza en lo alto de la escalado mentiras en que viven cuando ven el nivel terrestre a que deben descender para comenzar a vivir, ya que no justamente, menos cruel y menos inhumanamente que hasta ahora; y por eso la idea les parece extraña.

Hasta ridícula le parecerá al hombre que tiene diez criados, un cochero, un cocinero, lienzos, bronces, piano y lo demás, en tanto que la encontrará sencilla y clara el hombre que, sin ser bueno, no es tampoco malo.

Comprenderá que debe hacer por sí mismo la leña para calentarse; preparar su comida; limpiarse el calzado; acarrear agua, etc., etc.

Pero aún existe otra causa que impide comprender a los hombres ociosos que un trabajo personal natural y sencillo es obligatorio, y es la complicación de las condiciones y de los intereses de todo género ligados entre sí por el dinero, y que son inherentes a la vida de los ricos. Mi vida fastuosa sostiene a las gentes. «¿Dónde irá mi ayuda de cámara, que es ya un viejo, si lo despido? ¿Y cómo queréis que todo el mundo haga lo que necesita y parta leña? ¿Qué será entonces del principio de la división del trabajo?

Iba yo esta mañana por el corredor en donde se encienden las estufas. Un mujik encendía fuego para calentar el cuarto de mi hijo.

Entré a ver a éste: aun dormía: eran las once, y como por ser día de fiesta no tenía clase, dormía hasta muy tarde.

He ahí un mocetón de diez y ocho años que ha comido bien la víspera y que permanece en la cama hasta aquella hora, en tanto que el mujik, que tiene su misma edad, se ha levantado al amanecer, ha hecho muchas cosas y enciende ya la décima estufa.

«No debería calentar el criado ese cuerpo perezoso y bien alimentado», me dije; pero me acordó en seguida de que la misma estufa calentaba también el cuarto de nuestra ama de llaves que tiene cuarenta años y que, para preparar una cama, había estado velando hasta las tres de la madrugada.

Se había levantado a las siete y no había tenido tiempo de encender su estufa: el mujik lo hacía por ella y el perezoso de mi hijo se aprovechaba de la ocasión.

Verdad es que todos los intereses tienen una gran ligazón; pero, sin previos cálculos y sin determinadas preferencias, la conciencia propia dirá a cada uno de qué parte está el trabajo y en cuál otra la ociosidad.

Otra cosa lo dirá más claramente aún, y es el libro de gastos.

Cuanto más dinero gasta el hombre, más ocioso está; es decir, más tendrán que trabajar los demás por él.

Cuanto menos gasta el hombre, más trabaja.

Pero se me dirá: ¿No habéis pensado en la industria, en las empresas sociales? y añadirán a esto palabras muy bonitas, como civilización, ciencias, artes, etc.

Si vivo algún tiempo, ya contestaré a todas esas objeciones.

SEGUNDA PARTE

LA SOLUCIÓN

LA VIDA EN LA CIUDAD

I

Entraba yo en una casa a las tres de la tarde en un día de marzo del año *** al volver la esquina de la calle de Zubov, vi en el callejón de Chamovnitschesk unas manchas negras sobre la nieve del Campo de las Vírgenes, y algo que se movía.

No hubiese prestado atención a ello, si un agente de policía (gorodovoi) no hubiese gritado, mirando en la dirección de aquellas manchas: —¿Por qué no la traes, Vasili?

—Si no quiere andar, —contestó una voz.

En aquel mismo instante las manchas se movieron en dirección al agente.

—¿Qué ocurre?—pregunté deteniéndome.

—Que acaban de cazar a unas palomasen la casa de Rjanoff y se las lleva a la prevención, y que una de éstas se ha quedado rezagada y, como veis, se niega a seguir adelante.

La conducía un conserje (dvornik) envuelto en una pelliza de piel de carnero (tulupe), quien la iba empujando por detrás. Todos íbamos abrigados de ropa como se debe de ir en invierno: ella era la única que no llevaba más que una sencilla bata: sólo pude distinguir en la obscuridad unas faldas color de canela, un pañuelo atado a la cabeza y otro al cuello.

Era de corta estatura, como lo son todos los miserables; de piernas cortas y de rostro relativamente ancho y desproporcionado.

—Por tu causa nos hemos detenido, bestia. ¿Quieres andar o no'?—le gritó el agente de policía.

Se conocía que estaba cansado y aburrido de aquella mujer.

Ésta dio algunos pasos y volvió a detenerse.

El viejo portero, buen sujeto a quien yo conocía, la tiró del brazo y la dijo fingiendo incomodarse: —Ya haré yo que te pares: ¡anda!

Ella vaciló y empezó a hablar con voz desabrida, siendo cada una de sus palabras una nota falsa, una especie de silbido, algo semejante a un aúllo.

Déjame quieta: no me empujes: yo iré «ola. —Te vas a helar,—le dijo el portero. —Nosotras no nos helamos: siento calor. Quería bromear, pero sus palabras sonaban como injurias.

Al llegar junto al farol más próximo a la puerta de nuestra casa, volvió a detenerse, se apoyó contra la pared y se puso a escarbar las faldas con sus manos inquietas, heladas y temblorosas. De nuevo le gritaron para que anduviese, pero ella murmuró algunas palabras: tenía en una mano un cigarrillo hecho, y en la otra un fósforo.

Yo me quedé atrás: me daba vergüenza de seguir adelante; la tenía también de permanecer allí viendo aquello. Me decidí, por último, y me dirigí hacia ella, que seguía apoyada en la pared y frotando fósforos que no se encendían, y que arrojaba al suelo. Me fijé bien en su rostro y, por lo ajado, parecía ser el de una mujer de treinta años: era de color terroso, con ojos pequeños y de mirada vaga como los de un borracho: tenía la nariz chata y los labios torcidos, babosos y con las comisuras caídas: por debajo del pañuelo que llevaba a la cabeza, asomaba un mechoncillo de cabellos sucios y desgreñados, y tenía el talle largo y aplanado y las piernas y los brazos cortos.