Comprendí que ésta era la única ley natural del hombre, compatible con su finalidad, y la única susceptible de proporcionarle la dicha.

Esta ley ha sido violada siempre, y lo sigue siendo hoy, por los hombres que, parecidos a los zánganos, se eximen del trabajo, gozan del trabajo ajeno y dirigen toda su actividad, no hacia un fin común, sino hacia la satisfacción individual de sus pasiones, siempre en aumento, hasta que perecen.

Las formas primitivas de la desviación de la ley natural fueron desde luego: la explotación de los seres débiles, de las mujeres, por ejemplo: después la guerra y el cautiverio: la esclavitud vino en seguida, y ahora ha sido reemplazada por el dinero.

Este último es la esclavitud oculta e impersonal de los pobres. Por eso le tomé aborrecimiento e hice todo lo posible para verme libre de él.

Cuando me vi dueño de siervos y comprendí la inmoralidad de aquella situación, trató de emanciparme de ellos, haciendo valer, lo menos posible, mis derechos sobre aquellos desgraciados y dejan dolos vivir como si no me perteneciesen.

No puedo dejar de obrar de la misma manera con el dinero, esta nueva forma de servidumbre, y evito, en todo lo que me es posible, explotar a los demás.

El fundamento de toda esclavitud es el goce del trabajo de otro y, por consecuencia, servirme de la actividad de los trabajadores ejerciendo mis derechos sobre sus personas o usando de ese dinero que les es indispensable, es absolutamente la misma cosa.

Si realmente considero como un mal semejante goce, no me debo aprovechar de mis derechos ni de mi dinero, y debo prescindir del trabajo que aquellos desgraciados hacen para mí, sea privándome yo de él, sea haciéndolo por mí mismo.

Y esta conclusión tan sencilla, entra en todos los detalles de mi vida y me libra de los sufrimientos morales que padecía al fijarme en los desgraciados y en la depravación de los hombres.

Ella suprime a la vez las tres causas que me imposibilitaban asistir a los pobres y a las cuales he llegado al darme cuenta de mi fracaso.

La primera causa era la acumulación de habitantes en las ciudades y el consumo que hacían de la riqueza de los campos.

Cuando todo el mundo haya comprendido que la compra no es más que una obligación que deben pagar los pobres, y se haya acordado privarse de ella y satisfacer con el propio trabajo las propias necesidades, nadie abandonará ya el campo en donde es fácil satisfacer las necesidades sin el auxilio del dinero, y nadie irá a una ciudad, donde todo es preciso comprarlo o alquilarlo todo. Y en las aldeas, todos podrían ayudar a los necesitados.

Me lo he explicado todo perfectamente, y cuantos residen en el campo están persuadidos de ello.

La segunda causa era la desunión que existía entre los pobres y los ricos.

Pero si nadie compra y nadie alquila, nadie, tampoco, desdeñará hacer todo cuanto sea preciso para la satisfacción de sus necesidades. Desaparecerá la antigua distinción de pobres y ricos, y el hombre que haya proscripto el lujo y el servicio de los demás, se confundirá inmediatamente con la masa de los obreros y podrá ayudarles.

La tercera causa era la vergüenza que tenía al estar convencido de la inmoralidad de aquel dinero con el cual quería ayudar a los pobres.

Pero desde el momento en que se comprenda su significación, como símbolo de una esclavitud impersonal, no volverá a incurrirse en el error de que sea un medio para hacer el bien, y no se tratará de adquirirlo, sino de desprenderse de él a fin de estar en condiciones de practicar el bien para con los hombres, esto es, dándoles el propio trabajo y no el trabajo d«los demás.

XIX

He deducido que si el dinero era la causa de los sufrimientos y de la depravación de los hombres, y si yo quería ayudar a éstos, no debía causar las desgracias que deseaba suprimir.

He llegado a la conclusión de que el que no quiere ver la depravación y los padecimientos de otro, no debe servirse de su dinero para hacer trabajar a los pobres.

Debe pedir a sus semejantes lo menos posible, y hacer por sí mismo todo cuanto pueda.

De este modo llegué, por un largo camino, a la misma conclusión a que llegaron los chinos hace más de diez siglos.

Uno de sus proverbios dice: «Si existe un hombre ocioso, hay otro que se muere de hambre».

- ¿Qué debía hacer yo?

Las palabras de San Juan Bautista me dieron la contestación.

Cuando el pueblo le preguntaba: «¿Qué hacer?» le respondió: «El que tenga dos vestidos dé uno al que carezca de él, y el que tenga qué comer que invite al hambriento».

Estas palabras significan que debemos dar a los demás lo que nos sobre.

Este medio, que tan completamente satisface al sentido moral, me ofuscaba como ofusca a mis semejantes. Por eso no lo notamos y lo miramos de soslayo.

Ocurre lo que en el teatro. Hay una persona en escena a la cual ve el público; pero los actores, que aunque la ven no deben verla, se lamentan de que se halle ausente.

Por eso tratamos de remediar todos nuestros malee sociales con prejuicios políticos, gubernamentales o antigubernamentales, científicos o filantrópicos, y no vemos lo que parece evidente a todo el mundo.

Hacemos todas nuestras necesidades en nuestro cuarto; exigimos que otros saquen de él el vaso de noche, y fingimos condolernos del triste papel de aquellos desgraciados.

Queremos sacarlos de la situación en que están; inventamos para ello una porción de soluciones, y únicamente nos olvidamos de la principal, de la más sencilla, y es la de sacar el vaso nosotros mismos, o lo que aún es mejor, no evacuar más que en el lugar que, por común, es excusado nombrar.

El que padece sinceramente por las desgracias de los hombres que le rodean, tiene un medio claro y expedito, que es el único susceptible de remediar el mal y de despertar en él mismo el sentimiento de la legalidad de su vida; y es el que predicaba San Juan Bautista y que confirmó Jesucristo: no tener más que un vestido y carecer de dinero; es decir, no servirse del trabajo de los demás y hacer todo lo posible por uno mismo.

Eso parece tan claro como sencillo.

Pero la sencillez y la claridad no existen más que cuando las necesidades son sencillas.

Supongamos a un campesino que se está mano sobre mano y le manda a un vecino suyo, que le es deudor, que vaya a cortar la leña que necesita para su cocina. Claro es que este mujik es un perezoso; pero al fin comprende que quita al vecino sus medios de trabajo, se avergüenza de su acción y va por sí mismo a cortar la leña.