El producto del trabajo se trasmite cada vez más de los que trabajan a los que están ociosos. La pirámide del edificio social se reconstruye, digámoslo así: las piedras de la base se trasladan a lo alto, y la velocidad de la traslación se verifica en progresión geométrica.

Veo que ocurre algo parecido a lo que ocurriría en un hormiguero, si la sociedad de las hormigas victoriosas arrastrase los productos de su trabajo desde el fondo hasta lo alto y obligase a los vencidos a que la ayudaran: la parte alta del hormiguero se iría ensanchando y al mismo tiempo se iría estrechando la parte baja.

Ante los hombres se levanta, en vez del ideal de una vida de trabajo, el de la bolsa del famoso rublo que nosotros los ricos nos creamos, y para aprovecharnos de él, nos trasladamos a la ciudad en donde nada se produce y todo se consume.

Los desgraciados trabajadores, robados para enriquecer a otros, corren a la ciudad siguiendo las huellas de éstos.

Ellos también usan de la astucia, y de dos cosas les ocurre una: o salen adelante y se crean una posición que les obliga a trabajar poco y les permite gozar mucho, o no pueden vencer: sucumben en la lucha, y caen en el número, siempre creciente, de esos desgraciados que padecen hambre y frío y duermen en los asilos de noche.

Yo pertenezco a la categoría de las gentes que arrebatan a los hombres laboriosos lo que les es necesario, y que se han creado de ese modo el rublo fantástico que seduce a esos mismos desgraciados.

Queriendo socorrer a los demás, claro es que no debo robarles ni seducirlos; y sin embargo, empleando toda clase de artificios, he conseguido crearme una posición que 66

me permite vivir sin hacer nada, y hacer trabajar para mí a centenares de millares de hombres.

Gravito sobre los hombros de un individuo al cual aplasto con mi peso y le pido que me lleve, y sin soltarlo, le digo que lo compadezco mucho y que tengo vivos deseos de mejorar su situación por todos los medios posibles.

Y sin embargo, no me apeo de sus hombros.

Si quiero ayudar a los pobres, es decir, proceder de suerte que no estén en la miseria, no debo ser la causa de su pobreza.

Es cierto que doy, por puro capricho, a los pobres que se han extraviado en el camino de la vida uno, diez, cien rublos; pero lo es también que, al mismo tiempo, arruino a los que aún no están arruinados, y los hundo en la desgracia y en el cieno.

Este razonamiento es muy sencillo, y sin embargo, me fue muy difícil hacerlo sin reservas ni transacciones que cohonestaran mi situación, pero desde que confesé mis errores, todo lo que antes me pareció extraño, complicado, obscuro é insoluble, se hizo repentinamente claro.

¿Quién soy yo, que quiero socorrer a los demás? Me levanto a mediodía, afeminado y débil por una noche pasada en el juego, exigiendo los auxilios y la ayuda de una porción de gente, y pretendo ocuparme en los que se levantan a las cinco, duermen sobre duras tablas, se alimentan con pan y coles, saben labrar, rastrillar, enmangar un hacha, podar los árboles, uncir el ganado y coser. Esos hombres son mil veces más fuertes que yo, por su fuerza física, su temperamento, su oficio y su sobriedad.

¡Qué otro sentimiento que el de la vergüenza podía yo experimentar a su contacto!

El más débil de todos ellos, el borracho, el habitante de la casa de Rjanoff, aquel a quien ellos mismos trataban de haragán, es cien veces más laborioso que yo.

Su balance, llamémosle así, la relación entre lo que les toma a los demás y lo que les da, es mil veces preferible a la mía.

¡Y es a ese hombre a quien yo quiero ayudar!

¿Cuál de nosotros dos es en realidad más pobre?

Yo no soy más que un parásito que para nada sirve, que no puede existir sino en condiciones verdaderamente excepcionales; que no puede vivir en tanto que millares de hombres no trabajen para sostener su vida inútil. ¡Soy semejante al pulgón que devora las hojas de un árbol y que pretende, no obstante, cuidarse del crecimiento y de la robustez del vegetal!

¿En qué paso la vida?

Como, hablo, escucho, juego, como otra vez y me acuesto. Eso es lo que hago todos los días, y no soy capaz de hacer otra cosa.

Ypara que yo pueda vivir así, es preciso que trabajen desde por la mañana los porteros, los mujiks, la cocinera, el mayordomo, el cochero, los lacayos, la lavandera, y no hablo de los trabajos que hacen otras personas y que son necesarios para obtener los instrumentos y los objetos de la cocina, las hachas, los toneles, los cepillos, la vajilla, los muebles, los vasos, la cera, el petróleo, el heno, la leña y los efectos comestibles.

Y toda esa multitud se halla encorvada por el trabajo todo el día, a fin de que yo pueda hablar, jugar, comer y dormir.

¡Y me imaginaba que yo, pobre de mí, podía auxiliar a los que me alimentaban! ¡Es singular que no solamente no haya socorrido a nadie, sino que se me ocurriese idea tan absurda!

La mujer que cuidaba al anciano enfermo le prestaba un verdadero auxilio: la mujer casera que daba al mendigo una rebanada de aquel pan que ella había amasado con penoso trabajo, le prestaba un servicio.

Lo mismo le ocurría a Simion dando los tres kopeks tan laboriosamente ganados; pero yo, yo no había trabajado para nadie, y sabía perfectamente que mi dinero no representaba mi trabajo.

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Lo que me había conducido justamente al error, era la idea de que mi dinero era lo mismo que el de Simion.

Existe una opinión general, y es la de que el dinero representa la riqueza; que ésta es el producto del trabajo, y que están, por lo tanto, en relación la una con el otro.

Eso es tan verdad como el aserto de que cada organismo social es la consecuencia de un contrato social. Todos se complacen en creer que el dinero no es más que un medio que facilita el cambio de los productos del trabajo.

Yo hago unas botas; otro hace el pan; un tercero apacienta las ovejas, y para que las transacciones resulten fáciles, existen monedas que nos sirven de intermediarias y podemos cambiar legumbres por carne de carnero o por libras de harina.

En este caso, el dinero nos facilita, a cada uno de nosotros, el movimiento de sus productos y representa la equivalencia de su trabajo. Esto es perfectamente exacto, si no se ejerce violencia por parte de ninguno sobre los demás, y no me refiero a las guerras 68

ni a la esclavitud, sino a ese otro género de violencias que protege los productos de un trabajo en detrimento de otro.

Esta teoría pudiera ser aún verdad en una sociedad cuyos miembros fueran todos fieles a los preceptos de Cristo y dieran lo que se les pidiese, no exigiendo por ello más de lo que dan.