¿cómo lleva sobre su desnudo cuerpo esa isba que es el sueño dorado del hermano de su criada?

Demos por supuesto que no haya podido hacer tal observación; pero sí la de que los bombones y las flores, los encajes y los vestidos no se hacen por sí mismos y que se necesitan personas que los hagan. No creo que haya mujer que pueda ignorar qué seres son los que hacen todo eso, en qué condiciones, y por qué lo hacen, ni que ignore que la modista, de quien tan disgustada se muestra, no le ha confeccionado el traje por deferencia hacia ella, sino por necesidad, lo mismo que los encajes, las flores y los terciopelos.

Puede suceder qué tan ofuscado tengan el cerebro, que tampoco se detengan en reflexionar sobre eso; pero, a lo menos, se lijarán en que cinco o seis Hervidores de uno y otro sexo, viejos, respetables, A veces enfermos, se privan de dormir y se molestan por su causa: esto no puedo ignorarlo, por qué ha visto sus rostros fatigados y serios, como tampoco ha podido ignorar que aquella noche en que el termómetro marcaba 28 grados bajo cero, el cochero la pasó casi toda ella sentado en el pescante.

Pero me consta que nada de eso ven; y desde el momento en que esas jóvenes, hipnotizadas por el baile, no lo ven, sería injusto condenarlas. Las pobrecillas hacen lo que los adultos juzgan bueno; pero ¿cómo explicarán los adultos su crueldad para con sus semejantes?

Estos, los adultos, dirán siempre lo mismo en su descargo: —No violento a nadie: los objetos los compro, y en cuanto a las personas, las alquilo. En comprar y alquilar, no hay nada de malo. No violento a nadie: pago a todos lo que me piden por servirme; ¿qué de malo hay en eso?

Por aquellos días entré en casa de uno de mis amigos: al pasar por la primera pieza, quédeme sorprendido al ver dos mujeres sentadas a una mesa, porque mi amigo era soltero. Una era amarilla y flaca con aire de jamona, y vendría a tener treinta años; tenía echado un chal por los hombros, y rápidamente, con gran rapidez, hacía algo con sus manos y sus dedos encima de la mesa temblando nerviosamente como si padeciera un ataque. A su lado se sentaba una joven que hacía igualmente algo, con el mismo temblor nervioso.

Me acerqué y miré atentamente lo que hacían: ambas clavaron en mí sus ojos pero no se detuvieron en su faena: estaban liando cigarrillos. La mujer trituraba el tabaco con las palmas de las manos, lo echaba en una maquinilla, daba vueltas a ésta y arrojaba el cigarrillo hecho a la jovencita, la cual hacía las cabecillas, y concluido uno, lo dejaba para tomar otro; pero todo ello hecho con una rapidez, con una tensión imposible de describir; aquella rapidez me sorprendió.

—Hace catorce años que no hago otra cosa, —dijo la mujer.

—¿Y es penoso ese trabajo?

—Sí: me ha hecho enfermar del pecho: el olor es muy penetrante.

No necesitaba haberlo dicho, pues bastaba mirar a la joven: ésta no hacía más que tres años que trabajaba, pero, al verla, se reconocía en ella un organismo vigoroso en camino de arruinarse. Mi amigo, excelente persona y liberal, había alquilado aquellas mujeres para que le hiciesen cigarrillos a razón de dos rublos y medio el millar.

Es hombre de dinero y lo cambia por trabajo. ¿Qué tiene eso de malo? Él se levanta a mediodía: desde las seis de la tarde hasta las dos de la madrugada, invierte el tiempo en jugar a los naipes o en tocar el piano: se alimenta con manjares delicados: todos los trabajos que pasan los demás, redundan en provecho suyo. Imaginó un nuevo placer, el del cigarrillo: aún recuerdo cuando empezó a fumar.

Allí están una mujer y una joven que apenas pueden cubrir sus necesidades transformándose en máquinas, y que pasan su vida entera respirando tabaco y destruyendo con ello su salud. Él tiene dinero, que no ha ganado con su trabajo, y prefiere jugar a las cartas a hacerse sus cigarrillos. Da dinero a aquellas mujeres con la única condición de que continúen viviendo tan penosamente como viven; es decir, para que sigan haciendo cigarrillos.

A mí me gusta la limpieza y doy el dinero a condición, únicamente, de que la lavandera lave la camisa que me quito o mudo dos veces al día, y estas camisas agotan las últimas fuerzas de la lavandera, y se muere.

¿Qué mal hay en todo eso? Los que compran y alquilan no necesitan de mi concurso para obligar a los demás a que sigan fabricando terciopelos y bombones: ellos seguirán alquilando, por su sola cuenta, a las mujeres para que les hagan cigarrillos y a las lavanderas para que les laven la ropa. ¿A qué, entonces, privarse de terciopelos, de bombone0, de cigarrillos ni de camisas limpias, ya que está así establecido para siempre? Este es el razonamiento que oigo a menudo, casi siempre: es el mismo que hace la multitud cuando, enloquecida, destruye algo: es el mismo que inspira a los perros cuando uno de ellos, arrojándose sobre otro, lo derriba y los demás se arrojan sobre el caído y lo hacen pedazos a dentelladas. Puesto que la cosa empezó y ya se consumó el estrago, ¿por qué no aprovecharme yo de él?

Pero ¿qué sucederá si yo llevo la camisa sucia y hago por mí mismo los cigarrillos? ¿Le quitará eso trabajo a alguien?—preguntan los que quieren justificarse.

Si no estuviésemos tan lejos de la verdad, causaría rubor contestar a tal pregunta; pero estamos pervertidos de tal modo, que ésta nos parece completamente natural, y por rubor que nos cueste, debemos contestarla.

—¿Qué diferencia habrá si yo llevo la camisa una semana en vez de llevarla un día y si confecciono los cigarrillos por mí mismo, o no fumo, en vez de mandar que me los hagan?

—Pues la siguiente: que la lavandera y la confeccionadora de cigarrillos gastarán menos sus fuerzas, y que el dinero que yo daba por el lavado y por la confección de cigarrillos puedo dárselo a esas mismas obreras o a otras a quienes el trabajo haya agotado, y que, en vez de trabajar más de lo que sus fuerzas les permiten, tendrán en lo sucesivo la posibilidad de descansar y de tomar una taza de té.

He oído replicar a esto que si yo llevo sucia la ropa y no fumo para dar el importe de ello a los pobres, no por eso se les sacrificará menos, porque una gota de agua en el mar no sirve de nada, y a esta objeción los ricos y los partidarios del lujo han debido sonrojarse.

Más vergüenza causa aún responder a objeción semejante, pero hay que responder a ella, y como la objeción es rutinaria, la respuesta será sencilla.

Dicen que la acción de uno solo es una gota de agua caída en el mar.

¡Una gota de agua caída en el mar!

Cuenta una leyenda indica que un hombre dejó caer en el mar una perla, y que cogió un cubo y se puso a sacar agua y a arrojarla en la orilla; que siguió trabajando en ello sin descanso, hasta que al séptimo día el espíritu del mar temió que el hombre acabase por secar éste y le devolvió la perla.

Si nuestro mal social, que es la opresión del hombre, fuese el mar, bien merecería la perla que hemos perdido que sacrificáramos la vida para agotar el océano de dicho mal. El espíritu del mundo se asustaría y se sometería, antes, quizá, que el espíritu del mar. Pero el mal social no es un océano, sino una fétida fosa de inmundicias que rellenamos con las nuestras cuidadosamente. Nos bastaría con despertarnos, comprender lo que hacemos y no tenerles cariño a esas inmundicias nuestras, para que ese mar, que nosotros hemos formado, quedara pronto seco y para que poseyésemos en el acto la perla inestimable de la vida fraternal, humana.