La vieja, preocupada por el deseo de no ser despedida del trabajo, empuña el rastrillo con manos crispadas, y hace visibles esfuerzos, siquiera le cueste trabajo moverse. El chiquillo, encorvado por el peso y trotando a paso corto con sus pies descalzos, lleva el cántaro del agua, pasándolo de una mano a otra, cántaro que pesa más que él. La chica carga sobre sus hombros una gavilla de heno casi tan pesada como ella, da algunos pasos, se detiene y la deja caer, pues resulta que no tiene bastantes fuerzas para llevarla. La mujer de cincuenta años rastrilla infatigablemente; después, con el chal caído de un lado, carga heno y lo lleva con paso vacilante y respirando con dificultad. La vieja de los ochenta años no hace más que rastrillar, como ya se dijo, pero aun esto es superior a sus fuerzas: arrastra con trabajo sus pies calzados con lapti, y con semblante enfurruñado y aire sombrío, mira ante sí como un enfermo desahuciado o como un hombre que va a morir. El viejo la envía, a propósito, separada de los demás, a rastrillar cerca de las hacinas, para que trabaje menos; pero no interrumpe su faena, 92

y con el mismo semblante sombrío y meditabundo, trabaja tanto como los demás.

El sol se oculta detrás del bosque; pero aún no se ha conseguido poner en orden los haces y falta aún bastante para ello. Todos comprenden que ya es hora de dar de mano al trabajó; pero nadie lo dice esperando a que lo diga otro.

Por fin, el zapatero, comprendiendo que estaban agotadas las fuerzas de todos, propone al viejo dejar para el día siguiente la formación de las hacinas, y éste consiente en ello: y sin perder momento corren las mujeres a recoger sus efectos, los cántaros y las horcas de aventar; y la vieja se agacha con presteza en el mismo sitio en que estaba de pie; se acuesta luego, mirando siempre ante sí con la misma mirada mortecina; pero las mujeres se ponen en marcha, y, al verlas, pónese de pie dando un gemido, y se arrastra en seguimiento suyo.

Y todas estas escenas se reproducirán en julio, cuando los mujiks, faltos de sueño, sieguen durante la noche la avena para que el grano no salte; cuando las mujeres se levanten antes de rayar el día para preparar las ataduras de hierba retorcida; cuando aquella anciana se encargue de todo el trabajo de la casa; cuando las mujeres embarazadas y las jóvenes se sientan agotadas; cuando los brazos de todos, y los caballos y los carros sean insuficientes para acarrear aquel trigo que ha de alimentar a todo el mundo, aquel trigo que tiene en Rusia un consumo diario de millones de fanegas, para que las gentes vivan.

III

Y nosotros vivimos absolutamente como si no existiera relación alguna entre la lavandera muerta, la prostituta de diez y seis años, la tensión excesiva de las cigarreras, la pesada e insoportable labor de las viejas y de los niños mal alimentados y agobiados por la fatiga: vivimos como si no existiera relación alguna entre su vida y la nuestra.

Se nos figura que el dolor es una cosa y otra cosa nuestra vida.

Leemos la descripción de la vida de Roma y nos admiramos de la crueldad de Lúcido, el hombre sin corazón que se atiborraba de manjares y de vinos delicados cuando el pueblo se moría de hambre. Meneamos la cabeza sorprendidos ante la barbarie de nuestros abuelos que, señores de siervos campesinos, creaban entre ellos bandas de música y teatros, y desde lo alto de nuestra olímpica grandeza, nos admiramos de su inhumanidad. Isaías dijo:

«V. 8. —Maldición sobre vosotros los que juntáis casa con casa y añadís tierras a tierras hasta que os falta espacio. ¿Seréis los únicos que habitéis la tierra?

»11. —Maldición sobre vosotros, que os levantáis por la mañana para dedicaros a los placeres de la mesa y para beber hasta la noche, hasta que se os suben a la cabeza los vapores del vino.

»12. —El laúd y el arpa, las flautas y los tambores, juntos a los vinos más deliciosos, se encuentran en vuestros festines: no os preocupa la obra del Señor ni consideráis las obras de sus manos.

»18. —Maldición sobre vosotros, que os valéis de la mentira como de cuerdas, para arrastrar una larga serie de iniquidades, y que tiráis tras de vosotros del pecado, como los tirantes tiran del carro.

»20. —Maldición sobre vosotros, los que decís que el mal es el bien, y que el bien es el mal; que dais a las tinieblas el nombre de luz, y a la luz el nombre de tinieblas; que hacéis pasar por dulce lo que es amargo y por amargo lo que es dulce. >21. —Maldición sobre vosotros, los que sois sabios a vuestros propios ojos y los que sois prudentes ante vosotros mismos.

»22. —Maldición sobre vosotros los que sois poderosos para beber vino y valientes para emborracharos».

Leemos estas palabras, y se nos figura que no aluden a nosotros. Leemos en el Evangelio de San Mateo, III, 10: «Y el hacha amaga ya las raíces de los árboles.

Todo árbol, pues, que no produzca buen fruto, será cortado y arrojado al fuego».

Y estamos convencidos absolutamente de que nosotros somos el árbol que produce buen fruto, y que las anteriores palabras no se refieren a nosotros, sino a otras gentes perversas.

Y dice Isaías: «VI, 10. —Cegad el corazón de ese pueblo; ensordeced sus oídos; cerradle los ojos, por miedo de que sus ojos vean, de que sus oídos oigan y de que su corazón comprenda y se conviertan a mí y yo los cure.

»11. -Y ¡Señor!—le dije, — ¿hasta cuándo durará vuestra cólera?—Hasta que las ciudades queden desoladas y sin ciudadanos, las casas sin habitantes y la tierra desierta, — contestó».

Leemos, y estamos absolutamente convencidos de que esas palabras admirables no se contraen a nosotros, sino a otro pueblo, y no vemos que 94

se han dicho para nosotros. Ni vemos, ni oímos, ni comprendemos. ¿Por qué sucede así?

Dios, o esta ley de la naturaleza por la cual fue ron creados el mundo y los hombres, procederá bien o procederá mal; pero la situación de los hombres en el mundo es tal, desde que lo conocemos, que, desnudos, sin vello en el cuerpo, sin cueva donde abrigarse, incapaces de hallar el sustento en los campos, como Robinsón en la isla, todos tienen la necesidad de luchar sin tregua ni reposo contra la naturaleza para cubrir sus carnes, para hacerse sus vestidos, para rodearse de un cercado, para levantar un techo sobre su cabeza, para preparar sus alimentos con el objeto de saciar su hambre dos o tres veces al día, y con ella la de sus hijos, demasiado débiles para trabajar y la de los ancianos.

Es indiferente el lugar y la época en que nos fijamos para observar la vida de los hombres, en Europa, en América, en China, en Rusia: examinemos todo el género humano, o una de sus partes, en los tiempos antiguos, en la edad nómada o en nuestro tiempo con los motores de vapor, las máquinas de coser, la agricultura perfeccionada y la luz eléctrica, y por todas partes veremos la misma cosa, esto es; que los hombres, trabajando hasta no poder más, no pueden ganar lo suficiente para ellos, para sus hijos y para sus ancianos; no pueden ganar bastante para atender a sus vestidos, a su albergue y a su manutención, y que la mayor parte, hoy como antes, mueren faltos de recursos o que, para obtener éstos, sucumben a un trabajo desproporcionado A sus fuerzas.