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– ¿Por qué llamó?

Waits se encogió de hombros.

– No lo sé. Sólo pensaba que sería divertido. Ya sabe, para hablar realmente con uno de los hombres que me estaba cazando. ¿Era usted?

– Mi compañero.

– Sí, pensaba que podría alejar el foco del Mayfair. Al fin y al cabo, yo había estado allí y pensaba que, quién sabe, quizás alguien podría describirme.

Bosch asintió.

– Dio el nombre de Robert Saxon cuando llamó. ¿Por qué?

Waits se encogió de hombros otra vez.

– Era sólo un nombre que usaba de vez en cuando.

– ¿No es su nombre real?

– No, detective. Ya conoce mi nombre real.

– ¿Y si le digo que no me creo ni una sola palabra de lo que ha dicho aquí hoy? ¿Qué diría de eso?

– Diría que me lleve a Beachwood Canyon y probaré todas las palabras que he dicho aquí.

– Sí, bueno, ya veremos.

Bosch apartó su silla y les dijo a los otros que quería departir con ellos en el pasillo. Dejando a Waits y Swann atrás, pasaron de la sala de interrogatorios al aire acondicionado del pasillo.

– ¿Pueden dejarnos un poco de espacio? -dijo O'Shea a los dos ayudantes del sheriff.

Cuando todos los demás estuvieron en el pasillo y la puerta de la sala de interrogatorios quedó cerrada, O'Shea continuó.

– Falta el aire ahí dentro -dijo.

– Sí, con todas esas mentiras -dijo Bosch.

– ¿Y ahora qué, Bosch? -preguntó el fiscal.

– Y ahora no me lo creo.

– ¿Por qué no?

– Porque conoce todas las respuestas. Y algunas de ellas no funcionan. Pasamos una semana con las compañías de taxis revisando los registros de dónde cogieron y dejaron pasaje. Sabíamos que si el tipo llevó el coche a los High Tower, necesitaba algún tipo de transporte de vuelta a su propio vehículo. Los establos eran uno de los puntos que comprobamos. Todas las compañías de taxi de la ciudad. Nadie recogió ni dejó a nadie allí ese día o noche.

Olivas intervino en la conversación colocándose al lado de O'Shea.

– Eso no sirve al ciento por ciento, y lo sabe, Bosch -dijo-. Un taxista podía haberlo llevado sin apuntarlo en los libros. Lo hacen muy a menudo. También hay taxis ilegales. Están a las puertas de los restaurantes en toda la ciudad.

– Todavía no me creo sus cuentos chinos. Tiene una respuesta para todo. La pala resulta que está apoyada contra el granero. ¿Cómo pensaba enterrarla si no la hubiera visto?

O'Shea extendió los brazos.

– Hay una forma de ponerlo a prueba -dijo-. Lo sacamos de expedición y si nos lleva al cadáver de la chica, entonces los pequeños detalles que le molestan no van a importar. Por otro lado, si no hay cuerpo, no hay trato.

– ¿Cuándo vamos? -preguntó Bosch.

– Hoy veré al juez. Podemos ir mañana por la mañana si quiere.

– Espere un minuto -dijo Olivas-. ¿Y las otras siete? Todavía tenemos un montón de casas de qué hablar con ese cabrón.

O'Shea levantó una mano en un movimiento de calma.

– Hagamos que Gesto sea el caso de prueba. O está a la altura o se calla con éste. Partiremos de ahí.

O'Shea se volvió y miró directamente a Bosch.

– ¿Va a estar preparado para esto? -preguntó.

Bosch asintió.

– Llevo trece años preparado.

13

Esa noche, Rachel llevó cena a la casa después de llamar primero para ver si estaba Bosch. Harry puso música y Rachel sirvió la cena en la mesa del comedor con platos de la cocina. La cena era estofado acompañado de crema de maíz. También había traído una botella de merlot, y Bosch tardó cinco minutos en encontrar un sacacorchos en los cajones de la cocina. No hablaron del caso hasta que estuvieron sentados uno delante del otro en la mesa.

– Bueno -dijo ella- ¿cómo ha ido hoy?

Bosch se encogió de hombros antes de responder.

– Fue bien. Tu percepción de Waits me sirvió mucho. Mañana es la expedición y en palabras de Rick O'Shea o está a la altura o se calla.

– ¿Expedición? ¿Adónde?

– A la cima de Beachwood Canyon. Dice que es allí donde la enterró. Yo he ido hoy a echar un vistazo después del interrogatorio y no he encontrado nada, ni siquiera utilizando su descripción. En el noventa y tres tuvimos a los cadetes tres días en el cañón y no encontraron nada. El bosque es espeso, pero Waits dice que puede encontrar el sitio.

– ¿Crees que es él?

– Eso parece. Ha convencido a todos los demás y ahí está la llamada que nos hizo entonces. Eso es bastante convincente.

– ¿Pero?

– No lo sé. Quizás es mi ego, que no está dispuesto a aceptar que estaba tan equivocado, que durante trece años he estado insistiendo con un tipo con el que me equivocaba. Supongo que nadie quiere afrontar eso.

Bosch se concentró en comer durante unos momentos. Se tragó un trozo de estofado con un poco de vino y se limpió la boca con una servilleta.

– Vaya, esto está genial. ¿De dónde lo has sacado?

Ella sonrió.

– De un sitio que se llama Jar.

– Creo que es el mejor estofado que he comido.

– Está cerca de Beverly, al lado de mi casa. Tienen una barra larga donde se puede comer. Al poco de instalarme en Los Angeles comía mucho allí. Sola. Suzanne y Preech siempre me cuidan bien. Me dejan llevarme comida aunque no es esa clase de sitio.

– ¿Ellos son los cocineros?

– Chefs. Suzanne es también la propietaria. Me encanta sentarme en la barra y mirar a la gente que entra, me gusta observar sus ojos examinando el local y viendo quién es quién. Van un montón de famosos. También están los gourmets y la gente normal. Es muy interesante.

– Alguien dijo una vez que si pasas el tiempo suficiente dando vueltas en torno a un homicidio, acabas conociendo una ciudad. Quizá pasa lo mismo al sentarse en la barra de un restaurante.

– Y es más fácil de hacer. Harry, ¿estás cambiando de tema o vas a hablarme de la confesión de Raynard Waits?

– Estoy llegando a eso. Pensaba que antes terminaríamos de cenar.

– ¿Tan malo es?

– No es eso. Pensaba que necesitaba un descanso. No sé.

Rachel asintió como si entendiera. Sirvió más vino en las copas.

– Me gusta la música. ¿Qué es?

Bosch asintió, con la boca llena otra vez.

– Yo lo llamo el «milagro en una caja». Es John Coltrane y Thelonious Monk en el Carnegie Hall. El concierto se grabó en 1957 y la cinta se quedó en una caja sin marcar en los archivos durante casi cincuenta años. Simplemente se quedó allí, olvidada. Un día, un tipo de la Biblioteca del Congreso que revisaba todas las cajas y cintas de grabación reconoció lo que tenían delante. Finalmente lo editaron este año pasado.

– Es bonito.

– Es más que bonito. Es un milagro pensar que estuvo allí todo ese tiempo. Hacía falta la persona adecuada para encontrarlo. Para reconocerlo.

Miró a Rachel a los ojos un momento. Luego bajó la mirada a su plato y vio que sólo le quedaba un bocado.

– ¿Qué habrías hecho para cenar si no hubiera llamado? -preguntó Rachel.

Bosch volvió a mirarla y se encogió de hombros. Terminó de comer y empezó a hablarle de la confesión de Raynard Waits.

– Está mintiendo -dijo ella cuando hubo terminado.

– ¿En el nombre? Eso lo tenemos controlado.

– No, sobre el plan. Más bien la falta de un plan. Dice que sólo la vio en el Mayfair, que la siguió y la raptó. Ni hablar. No me lo creo. Todo el asunto no encaja con un impulso del momento. Había un plan en esto, tanto si te lo dice como si no.

Bosch asintió. Él tenía los mismos recelos por la confesión.

– Mañana sabremos más, supongo -dijo.

– Ojalá estuviera allí.

Bosch negó con la cabeza.

– No puedo hacer de esto un caso federal. Además, ya no te dedicas a esto. Tu propia gente no te dejaría ir ni aunque te invitaran.

– Lo sé, pero todavía puedo desearlo.

Bosch se levantó y empezó a retirar los platos. Lavaron la vajilla codo con codo y después de que todo estuviera recogido se llevaron la botella a la terraza. Quedaba lo suficiente para que los dos pudieran tomar media copa.