Los hombres murciélago localizaron por fin el centro principal de comunicación y luego la trampilla que daba a la cubierta de control. Estaba cerrada, pero pronto se lanzaron con diversas herramientas a abrirla, mientras otros hacían más agujeros en la cubierta. Los que habían salido detrás de la barquilla del dirigible no lograron llegar a ella, porque la nave iba muy deprisa. Los que salieron por delante pudieron agarrarse a la barquilla. Golpearon en vano las escotillas de plástico transparente con sus cuchillos de piedra. Entonces Ulises ordenó que se alzaran las escotillas y los hombres alados fueron ensartados y cayeron en la noche.

La entrada de la barquilla cedió con un chirrido. Chillando, los pequeños hombres murciélago bajaron por las escalerillas siendo traspasados, a veces dos a un tiempo, por las flechas. Graushpaz ordenó luego a los arqueros que se apartaran y él y otro neshgai avanzaron hasta la escalerilla esgrimiendo sus grandes hachas de piedra. Graushpaz, la luz relumbrando en la punta de su yelmo, subió por la escalerilla hasta la vía principal de comunicación. El otro neshgai le siguió.

Ulises, en la cubierta inferior de la barquilla, podía oír los gritos de los hombres murciélago y los trompeteos de los neshgais. Y luego, a su derecha, la oscuridad se convirtió en una llama deslumbradora al explotar un dirigible. El fuego lo envolvió en dos segundos, y la nave comenzó a caer inmediatamente.

Unas cuantas figuras saltaron de él, principalmente humanas, y la gran figura de un neshgai saltó de id barquilla de control. La mayoría de los hombres alados que había a bordo quedaron atrapados dentro del fuselaje. Nadie sabría nunca lo que había pasado. Quizás los hombres murciélago hubiesen disparado un cohete o encendido una cerilla demasiado cerca de una salida de hidrógeno. O, más probablemente, el capitán, comprendiendo que su nave estaba condenada, la había incendiado, matando así a varios centenares de hombres murciélago junto con él mismo y su tripulación.

Ulises lanzó un gruñido cuando vio que la nave se deshacía en llamas. Luego lanzó un grito al ver que otra nave avanzaba hacia la primera. Si no giraban rápidamente, chocarían con la nave en llamas y perecerían también.

– ¡Gira, imbécil! -gritó-. ¡Gira!

Pero la nave seguía en línea recta hacia las llamas.

Un instante después, centenares de cuerpos la abandonaron. Salieron de las cabinas, las cúpulas y los agujeros que habían hecho en la cubierta los hombres murciélago. Caían con las alas semi-plegadas y luego las extendían.

Cuando se fueron los hombres murciélago y disminuyó el peso, la nave se elevó y rápidamente quedó por encima de las llamas. Ulises sonrió, comprendiendo que el capitán había puesto deliberadamente a su nave en aquel rumbo. Los hombres murciélago matarían de todos modos a su tripulación, así que había intentado embestir a la otra nave. Pero en realidad no deseaba hacerlo. Debía de esperar que sucediese exactamente lo que había sucedido. Que los aterrados hombres murciélago abandonasen la nave permitiéndole así escapar.

El Espíritu Azul, sin embargo, se hallaba en grave peligro. Estaba tan sobrecargada que no podía elevarse más. Y los neshgais, aunque pudiesen estar librando una homérica batalla, se verían inevitablemente superados por el número. Habían logrado mantener la lucha hasta entonces sólo porque los pigmeos no llevaban arcos y flechas envenenadas. Al cabo de unos minutos los supervivientes se lanzarían de nuevo por la escalerilla.

– Fija el timón. Pero mantén los motores girados verticalmente. Y luego vete con los demás -ordenó al timonel.

Este no preguntó por qué debía abandonar su puesto. Pero comprendía que eran necesarios todos los hombres.

Ulises, estacionado en la cubierta superior, con los pies empapados en la sangre de los hombres murciélago, contó a sus «hombres» Tenía tres wufeas, dos wuagarondites, y un alkumquibe. Uno de los wufeas era Awina, pero sería una mortífera luchadora frente a los pequeños hombres murciélago. Aquello era lo que quedaba de los doscientos que habían salido con él para penetrar en el Árbol por su lado norte. Había también seis vroomaws «humanos»

– Tenemos una posibilidad -dijo-. Matar o expulsar a todos los hombres murciélago. ¡Seguidme!

Subió las escaleras con una maza de punta de pedernal en una mano y la otra en el pasamanos de la escalerilla para no resbalar en la sangre. Llevaba aún puesta toda su armadura, y la luz de su yelmo seguía funcionando. Pero esto era sólo para caso de emergencia, porque había apagado las luces al lanzarse los neshgais hacia el fuselaje.

Al principio nadie se enfrentó a él. Los hombres murciélago estaban demasiado concentrados en los neshgais para verle, incluso. Se amontonaban alrededor del único neshgai que seguía de pie. Todo estaba sembrado de cadáveres amontonados, y de cuerpos destrejados y aplastados.

Ulises corrió lo más deprisa que pudo, saltando por encima de los cadáveres, hasta llegar al lugar de la lucha. Aplastó tres cráneos y rompió los huesos de dos pares de alas antes de que los hombrecillos supieran que Graushpaz había recibido ayuda. El neshgai trompeteó y acumuló nueva fuerza para seguir liquidando enemigos. Su armadura acolchada y su celada de plástico estaban cubiertas de sangre, parte de la cual era suya. Tenía una profunda herida junto a la punta de la trompa, y dos tercios de un venabio brotaban de su espalda. Algún hombre murciélago había logrado escurrirse por una escalerilla próxima a la cúspide de la nave y había conseguido clavarle el venablo que había traspasado la armadura y alcanzado su carne.

Había unos cuarenta hombres murciélago aún capaces de luchar. Cayeron sobre los diez recién llegados con vesánica furia, y a pesar de fallar, muchos alcanzaron a los diez. Un wufea, dos wuagarondites y tres vroomaws quedaron muertos en sesenta segundos. Pero Graushpaz, un tanto aliviado por la llegada de refuerzos, aplastó tres cabezas de un revés de su hacha, extendió una mano y agarró la punta de un ala y destrozó sus articulaciones, enviando al aullante hombrecillo por los aires. Luego se volvió, trompeteó ferozmente y cargó contra los que rodeaban a los recién llegados. Su hacha aplastó a otros dos y luego quitó a Ulises un hombre alado que se le había echado a la espalda y le apretó el cuello una vez, rompiéndole la tráquea.

De pronto, los supervivientes comenzaron a correr hacia los agujeros de la cubierta exterior de la nave. Habían tenido suficiente. Pero antes de llegar a los agujeros se detuvieron. Y luego se volvieron con un grito de entusiasmo. Por los agujeros penetraban más hombres murciélago.

– ¡Tirad los cadáveres! -gritó Graushpaz-. ¡Elevemos la nave adonde no puedan alcanzarnos!

Y comenzó a desalojar el pasillo, tirando los grandes cuerpos de sus amigos, mientras gemía con el dolor del venablo en su espalda. La cubierta exterior del dirigible se rompía al caer sobre ella los cadáveres. Penetraba más aire silbando a través de los agujeros, pero no importaba. Ya entraba mucho aire por un centenar de agujeros.

Ulises gritó a los demás que tirasen el resto de los cadáveres. Los otros alzaron a sus camaradas muertos y los echaron por encima de la barandilla, y luego se ocuparon de los hombres murciélago. Habían continuado penetrando refuerzos a través de los agujeros, pero su número no era tan abrumador como habían supuesto. Serían unos cincuenta. Sumados a los que ya estaban allí, eran un total de sesenta. Suficientes, sin embargo, para matar a los trece supervivientes una docena de veces.

Descendió corriendo por el pasillo hasta pasar la portezuela que conducía a la barquilla de control. Continuó a su derecha por un puente entre máquinas que llevaba a una estación de defensa y allí buscó una bomba. Planeaba encender la mecha y situarla junto a una célula de gas. Los hombres murciélago entenderían lo que significaba; entenderían sus gestos. O salían de la nave o tiraría la bomba a la célula, y todos morirían instantáneamente. Quizás fuesen lo bastante fanáticos para dejarle hacerlo, pero sólo tenía aquella oportunidad. De cualquier modo, tirase la bomba o se negase a hacerlo en el último segundo, él y sus hombres estaban sentenciados. Pero los hombres murciélago podrían asustarse lo bastante para salir de la nave.