Dijo entonces, por el diafragma:
– Soy el dios de piedra y estoy en la ciudad de los hombres murciélago.
Le habían dicho que el Árbol era una entidad y los hombres murciélago sus servidores. Y el Libro de Tiznak le habla dicho más o menos lo mismo. Pero aún no podía creerlo.
– ¡El último de los humanos! -vibró el diafragma en respuesta.
¿Habría acaso un inmenso cerebro vegetal en algún punto de aquel colosal tronco? ¿O quizás en otro tronco, en las profundidades del propio árbol? ¿O había un pequeño pigmeo alado ante otro diafragma en una cámara encerrada? Un hombrecillo decidido a mantener el mito del Árbol pensante…
– ¿Quién eres tú? -preguntó Ulises.
Hubo una pausa. Miró a su alrededor. Los neshgais estaban en medio de la cámara cupular formando con sus sombras imágenes grotescas, la piel de un púrpura azulado bajo la luz vegetal. Awina estaba, como siempre, al lado de Ulises. Las partes blancas de su piel parecían de un azul hielo, y sus ojos, tan oscuros, agujeros vacíos. Wuagarondites y alkumquibes parecían una especie de gato» surrealistas. Las máquinas de ábaco con sus cuadrados de cuentas y anillos eran pálidos robots subterráneos. Los hombres murciélago prisioneros estaban amontonados en un rincón, sus oscuras pieles negras ahora con aquella luz, pintada en sus caras la certeza de una muerte segura.
Ulises alzó una mano para indicar a los lanzadores de bombas que se acercasen. En aquel momento, vibró el diafragma.
– ¡Yo soy Wurutana!
– ¿El Árbol? -preguntó Ulises.
– ¡El Árbol!
El símbolo de exclamación en el código se hacia golpeando más fuerte. Así la entidad vegetal, si lo era, podía tener emociones, en este caso orgullo. Y, ¿por qué no? No podía existir vida inteligente sin emociones. La emoción era una fuerza tan natural y vital para la sapiencia como la inteligencia. Las historias de ciencia ficción con seres inteligentes de otros planetas sin emociones se basaban en una premisa irreal. Toda forma de vida necesita de la emoción para sobrevivir tanto como la inteligencia que piensa. Ningún ser vivo puede desenvolverse, ni existir siquiera, sólo con la lógica. A menos que se tratase de una computadora vegetal o proteínica, sin autoconciencia por tanto.
– Supe de ti hace varios miles de años -dijo el diafragma.
Se preguntó cómo aquel ser podía tener sentido del tiempo. ¿Percibía el paso de los años por algún sutil cambio interno que se correspondiese con el cambio de las estaciones? ¿O tenía algún reloj interno emplazado en él por los ingenieros genéticos que lo habían construido?
– Los que deben morir me hablaron de ti -añadió. Los que deben morir. Así designaba a las pequeñas formas de vida móvil que se comunicaban con él.
– Los que deben morir pueden sin embargo matar -respondió Ulises. Tuvo la respuesta que esperaba.
– ¡No pueden matarme! ¡Yo soy inmortal! ¡E invencible!
– Si es así, ¿por qué me temes? -dijo Ulises.
Hubo otro momento de silencio. Ulises tenía la esperanza de que el cerebro vegetal estuviese obnubilado por la rabia. Le producía un perverso placer desquiciar a aquella criatura, aunque no obtuviese ningún beneficio de ello.
Por último el diafragma atronó:
– Yo no temo a uno que debe morir.
– Entonces, ¿por qué intentaste que me capturaran? ¿Qué había hecho yo para merecer tu hostilidad?
– Quería hablar contigo. Tú eras una cosa extraña, un anacronismo, una especie que llevaba extinta veinte millones de años.
Ahora le tocaba estremecerse a Ulises. Así que eran veinte millones de años y no diez. ¡Veinte millones de años!
Se dijo a sí mismo que no había razón alguna para alterarse. Veinte millones de años no significaban más que diez.
– ¿Cómo sabes tú eso? -preguntó.
– Me lo dijeron mis creadores. Pusieron en mis células de memoria un enorme volumen de datos.
– ¿Eran humanos tus creadores?
El diafragma tardó varios segundos en moverse y luego dijo:
– Sí.
Así que por eso, pese a negarlo, le temía. Los hombres le habían creado, y en consecuencia un hombre podía destruirlo. Ese debía ser su razonamiento. Probablemente no supiese que aquel hombre era un salvaje ignorante comparado con los creadores del Árbol. Aún así, no era torpe. Si podía conseguir los metales adecuados, podría acabar construyendo una bomba atómica. Ni siquiera el Árbol soportaría una docena de explosiones nucleares.
Pero, ¿y si, como parecía probable, la tierra hubiese sido despojada de todos sus metales? Veinte millones de años de vida inteligente debían haberlo consumido todo salvo pequeñas bolsas o depósitos dejados por razones de economía. No había hierro ni cobre por ninguna parte. De eso estaba seguro. El hombre y sus sucesores lo habían arrancado todo de la tierra.
Sin embargo, el Árbol debía tener un centro al que fuese posible matar, después de lo cual moriría todo el cuerpo. Y parecía probable que el Árbol tuviese emplazados allí a los hombres murciélago para proteger aquel cerebro. Si el cerebro estaba en aquel tronco, podían localizarlo. Podía costarles una enorme cantidad de pólvora y de armas y muchos soldados, pero podían lograrlo. Y el Árbol sabía esto.
Y era posible también que el Árbol hubiese situado allí a los hombres murciélago como una falsa pista. El cerebro podía estar en un tronco situado a cien kilómetros de allí. O en el tronco de al lado.
Le arrancó de este ensueño el atronar del diafragma.
– ¡No hay ninguna razón para que seamos enemigos! Puedes vivir en mí con gran comodidad y seguridad. Puedo garantizarte que ninguno de los seres inteligentes que viven en mí te hará daño. Por supuesto, los no inteligentes escapan a mi control, lo mismo que las pulgas al de los seres inteligentes. Pero aunque nunca hay un cien por cien de seguridad para los que deben morir, la vida que puedo ofrecerles es mucho mejor que la que tendrían sin mí.
– Quizás sea cierto -contestó Ulises-. Pero los pueblos que eligen vivir en ti eligen también una vida salvaje e ignorante y muy limitada. No pueden saber nada de ciencia o de arte refinado. No pueden conocer el progreso.
– ¿Progreso? ¿Qué ha significado eso para la vida inteligente más que superpoblación y destrucción y envenenamiento de la tierra, el aire y el agua? La ciencia ha significado al final abuso, suicidio de la raza y casi la muerte de todo el planeta antes de que la raza se destruyese a sí misma. Esto ha sucedido una docena de veces por lo menos. ¿Por qué crees que los seres humanos se concentraron al final en la biología a expensas de las otras ciencias físicas? ¿Por qué crees que nacieron las ciudades-árbol? La humanidad comprendió que tenía que integrarse con la naturaleza. Y lo hizo. Durante un tiempo. Luego su arrogancia o su estupidez o su codicia o como quieras llamarla, se apoderó otra vez de ella. Pero el hombre fue barrido por los andromedanos, porque los andromedanos consideraron que la humanidad era una amenaza muy grave para ellos.
»Y así heredaron la Tierra otros seres inteligentes, a los que la humanidad había creado de los seres inferiores de la naturaleza. Y éstos comenzaron a repetir los errores y pecados de los hombres. Sólo que se vieron limitados en sus posibilidades porque la humanidad había agotado la mayor parte de las reservas minerales de la Tierra.
»Yo soy entre los seres inteligentes la única cosa que permanece, los que deben morir y que son también, como tú acertadamente dijiste, los que deben matar, y la muerte de la vida en este planeta. Yo soy el Árbol, Wurutana. No el destructor, como me llaman los neshgais y los wufeas, sino el Preservador. Sin mí, no habría vida. Yo mantengo a los seres inteligentes en su lugar, y al hacerlo les beneficio y beneficio también al resto de los seres vivos.
»Por eso debéis morir tú y los neshgais, a menos que os sometáis. Tú destruirías de nuevo la tierra si pudieses. No lo harías intencionadamente, por supuesto. Pero lo harías.