Los humanos habían vivido en sus árboles ciudades, que eran también sus bibliotecas de referencia y sus computadoras. Los grandes vegetales contenían células para almacenar información y para utilizar esta información como los residentes necesitaran. Pero luego, por diseño o por accidente de la evolución, el vegetal computadora se había convertido en una entidad inteligente y con conciencia propia. De servidor se había convertido en amo. De vegetal en dios.

Aunque Ulises no podía negar que fuese cierto la mayoría de lo que le decía, no creía inevitable que toda forma de vida inteligente se convirtiera en destructora de vida. La inteligencia tenía que ser algo, más que un vehículo al servicio de los intereses de la codicia.

– Llama a tus servidores, los hombres murciélago, y discutiéremos nuestros objetivos -transmitió Ulises-. Quizás podamos llegar a un entendimiento pacífico. Podremos luego vivir en paz. No hay razón para que luchemos

– ¡Los hombres han sido siempre destructores!

– Pon esas bombas junto a este diafragma -dijo Ulises a Wulka-. Empezaremos a trabajar aquí.

Colocaron las bombas junto al gran disco y apilaron los ábacos junto a ellas. Encendieron varias mechas, y todo el grupo retrocedió de la gran sala a la siguiente. Cuando la explosión cesó de retumbar en la sala y se despejó el humo, volvieron al lugar del disco. El diafragma había desaparecido. En el centro de la zona donde había estado había una fibra redonda y blanquecina de unos siete centímetros de grosor. Tenía que ser el cable neurálgico.

– Comenzad a cavar alrededor de él -dijo Ulises-. Veamos si lleva hacia abajo.

Había tomado la precaución de estacionar algunos hombres con cohetes a la entrada. Como no había provocado reacción alguna la voladura del diafragma, parecía probable que aquella cámara no tuviese las mismas defensas que las cámaras de los gigantes. Quizás el Árbol no hubiese considerado necesario establecerlas allí, habiendo muchas fuerzas de los hombres murciélago.

Había sido un error.

En el momento en que comenzó la excavación en la madera semidura que rodeaba la fibra nerviosa, llegó la reacción. Quizás el Árbol hubiese quedado conmocionado por la explosión y acabase de recobrarse. Quizás… ¿quién podía saber lo que había causado la dilación? Fuera lo que fuese, el Árbol se había recobrado por completo. Los chorros de agua que brotaron de miles de agujeros ocultos hasta entonces en las paredes eran tan fuertes que derribaban incluso a los elefantinos neshgais. Ulises sintió como si le golpearan varios bastones manejados por gigantes. Cayó de costado y luego dio vueltas y vueltas hasta chocar con un montón de entremezclados y pateantes cuerpos a la entrada.

O lo que había sido la entrada. Había ahora en ella una gruesa membrana semitransparente. Había descendido de lo que antes era una pared sólida.

El agua les llegó a las rodillas al cabo de un minuto. Habían logrado levantarse, aunque resultaba difícil mantenerse erguido. Afortunadamente el agua que se elevaba rápidamente a su alrededor impedía que los chorros les golpeasen las piernas. Sin embargo, estuviesen de pie o tendidos, pronto se ahogarían.

Pero la membrana se hinchó y luego se desplomó sobre ellos. Los hombres del otro lado la habían volado con bombas.

Ulises echó a un lado la gruesa piel cristalina, se levantó del agua, que le llegaba ahora hasta la cintura, y se sintió arrastrado hacia la salida con ella. Quedó enredado en otro amasijo de cuerpos, pero los hombres del otro lado fueron sacándolos uno a uno y ayudándolos a ponerse en pie.

– ¡La otra salida está cerrada! ¡Por algo parecido a un panal!

Se encaminó a la otra salida, que estaba tapiada por una masa semilíquida de un amarillo pálido, dentro de la cual había una materia blanquecina, semi-rígida, algo flexible y con forma de celdillas abiertas unidas entre sí.

Antes de que llegase al otro extremo de la estancia, le alcanzaron varios chorros que llegaban de direcciones distintas. Se vio lanzado hacia adelante, luego hacia atrás, y luego derribado. Rodó y rodó, chocando con el cuerpo húmedo y suave de Awina, fue a tropezar con la inmensa espalda de Graushpaz y luego quedó enterrado bajo cuatro o cinco wufeas.

El suelo tembló debajo. Pese a los gritos y a los chapoteos en el agua que ya le llegaba a las rodillas y al estruendo de los chorros, pudo sentir moverse el suelo.

Y luego el agua salió de la cámara, y él se arrastró sobre una resbaladiza masa de aquella materia parecida a los panales de las abejas hasta el pasillo.

El respiro fue breve. Surgía también agua de las paredes del pasillo y de las paredes de los cubículos abiertos de los otros niveles del pasillo. Chillando, mujeres y niños alados se lanzaron fuera de sus habitaciones del pasillo y luego se alejaron. Algunos cayeron sobre los invasores, derribándolos.

Los lanzadores de cohetes perdieron bazokas y proyectiles y los lanzadores de bombas éstas. Nadie conservaba sus armas. Todos necesitaban las manos para agarrarse y sostenerse, para empujar otros cuerpos, para protegerse de los chorros.

Ulises consiguió incorporarse sobre las rodillas y las manos después de ser derribado unas seis veces. El agua le llegaba casi a la nariz, pero impedía que los chorros fuesen eficaces hasta aquel nivel. Sin embargo, llevaba unos cincuenta metros andando a gatas cuando tuvo que levantarse. El agua se había elevado demasiado. Unos instantes después, ya le llegaba al pecho.

Por entonces los pasillos estaban atestados de entremezclados cuerpos, hombres murciélago que luchaban por la supervivencia y cadáveres que flotaban a su lado con la cara hundida en el agua o hacia arriba y las coriáceas alas extendidas.

Las armas del Árbol eran eficaces, pero no específicas. Ahogar al enemigo significaba también abogar a sus aliados.

Ulises esperaba que el Árbol no tendiese más membranas o panales. Si lo hacía, estaban perdidos. Habían perdido sus explosivos en el agua.

Miró a su alrededor buscando a Awina y, por un momento, la creyó perdida o ahogada. Luego la vio colgando del cinturón de Graushpaz. El inmenso neshgai caminaba por el agua, que le llegaba a la cintura, con los brazos cruzados sobre la cara para eludir los chorros. Se tambaleaba pero no caía, como otros de los suyos. Ulises sólo pudo ver otros seis neshgais, y sólo unos doce de los suyos y cien humanos parecían estar de pie.

Luego el neshgai empezó a nadar dejando de machacar a las pequeñas mujeres murciélago que se cruzaban con él. Avanzó más deprisa entonces, pues parecía haber un leve desnivel en el suelo que hacía que el agua fluyese hacia la gran entrada.

Pasó ante Awina y Graushpaz, y le gritó a ella que nadara tras él. Ella se soltó e hizo lo que le decía.

La pesadilla de los pasillos concluyó un minuto después. Penetró en el primer estrecho y curvado ensanchamiento, fue arrastrado por el agua y continuó hasta la curva siguiente. De golpe, descendió el nivel del agua, nadó hasta la rama y, unos segundos después, estaba fuera. El agua aun corría alrededor de él y le azotaba suavemente, pero podía ponerse de pie.

Unas manos le ayudaron entonces. Los hombres del dirigible habían dejado sus puestos. Les gritó que volvieran a la nave, pero ellos no le hicieron caso. Le dejaron para ayudar a otros arrastrados por el agua.

Awina, una vez de pie, se dirigió hacia él tambaleándose.

– Mi señor, ¿qué debemos hacer ahora?

Poco después llegó también Graushpaz. Al cabo de dos minutos llegaron otros cinco neshgais. El sexto no apareció.

Ulises miró hacia arriba en la noche. Los restos de una gran nube de humo se dispersaban.

El cielo estaba claro, y acababa de salir la luna. No podía verla porque el tronco bloqueaba su visión, pero percibía la palidez del cielo. Lejos, un objeto en forma de aguja cruzaba entre la negrura y las estrellas.

– ¿Dónde están los hombres murciélago? -gritó a Bifak, el humano que había mandado la nave durante la invasión del tronco.