– ¡Hay otro agujero! -exclamó Graushpaz.
Señaló hacia un óvalo oscuro que había bajo una rama del tronco a su derecha.
La nave pasaría entre los dos agujeros, lo cual significaba que podría ser atacada desde ambos lados simultáneamente.
Ulises transmitió esta información a las otras naves y les ordenó luego que no siguieran a la capitana sino que se elevaran y diesen la vuelta. Estaba corriendo un riesgo, dándoles a los hombres murciélago la oportunidad de situarse por encima de su nave. Ahora. Tenían bombas, y bastaba con que una abriese un agujero en la delgada piel y otra penetrase por el agujero para convertir el Espíritu Azul en una ruina llameante.
Habló de nuevo por la caja radiofónica a los lanzadores de cohetes de los laterales del navío y a las cabinas de la parte superior. Un minuto después, cuando la nave pasaba ante los agujeros a unos quince kilómetros por hora, objetos oscuros que escupían fuego y humo brotaron del dirigible hacia los agujeros. Varios cayeron fuera de las entradas, pero cinco pasaron por una y tres por la otra. Tenía cada uno una carga de cinco kilos de explosivo plástico y medio kilo de pólvora negra y una capa detonante de ácido pícrico.
Brotaron de las bocas de las entradas llamas y humo negro. Salieron volando cuerpos, y luego la nave dejó atrás los agujeros. Un momento después, salieron de ellos hombres alados, cayeron, comenzaron a aletear, y luego intentaron acercarse al dirigible. Continuaban saliendo incesantemente. Al mismo tiempo, brotaron hombres murciélago de agujeros hasta entonces invisibles, y también salieron a cientos de los entramados de enredaderas.
La segunda tanda de cohetes alcanzó de nuevo los agujeros más próximos y a muchos de los que había dentro. Un dirigible que volaba sobre un gigantesco entramado de enredaderas arrojó bombas de tiempo en el punto en que entramado y rama se unían. Las bombas hicieron desprenderse el entramado, que cayó, sujeto sólo de un lado, hasta quedar en posición vertical. Mil cuerpos por lo menos cayeron de las enredaderas, aunque la mayoría comenzaron a volar de nuevo hacia arriba. Había entre ellos muchos niños y mujeres.
Awina tiró del brazo a Ulises y le señaló a estribor y hacia abajo.
– ¡Allí! -dijo-. ¡Allí! ¡Bajo la tercera rama de abajo! ¡Hay un agujero inmenso!
Ulises lo vio también poco antes de que la nave lo dejara atrás al dar la vuelta al tronco. Este agujero era triangular y como de unos cincuenta metros. Salían de él formaciones de hombres murciélago, filas interminables. Avanzaban como en un desfile, saliendo en formación del agujero, caían, extendían las alas, controlaban su caída y luego empezaban a volar hacia arriba. No intentaban alcanzar el dirigible, como habían hecho los otros, pero volaban hacia arriba como si fuesen a recibirle.
Probablemente intentasen llegar lo más arriba posible y agruparse entonces para el ataque.
Ulises dio órdenes de disponer los dirigibles en formación de combate por encima de la altura asequible a los hombres murciélago. Esta maniobra duró quince minutos. Las naves tenían que ganar altura y al mismo tiempo trazar un círculo que pudiese agruparlas a todas para enfrentar al enemigo. Luego, la nave capitana, situada en cabeza, inició el ataque contra la nube de hombres murciélago que volaban dando vueltas al tronco debajo mismo de la base de aquella cúspide en forma de hongo.
Ulises se proponía atacar directamente la ciudad, pero sería necesario enfrentarse primero con los seres voladores.
Muchos de ellos tenían bombas. Los hombres murciélago habían ido a la aldea wufea y se habían enterado de cómo fabricar pólvora por los wufeas, que no sospechaban que los hombres murciélago fuesen ahora sus enemigos. Ulises se había enterado de esto por los prisioneros sometidos a tortura por los neshgais.
Por los datos que tenía, los hombres alados nada sabían de cohetes. Esperaba que así fuese. Los dirigibles resultaban muy vulnerables a los cohetes.
Además, no parecía probable que los hombres murciélago tuviesen una gran reserva de bombas. Probablemente no hubiese azufre en el Árbol. Habrían tenido que conseguirlo en la costa sur o muy al norte. Esperaba que no hubiese bombas dentro de las estancias del Árbol. Si todas las bombas disponibles las llevaban los defensores alados, se acabarían cuando éstos las lanzaran. En aquel momento, las fuerzas de los hombres murciélago parecían inagotables. Había sectores de cielo ennegrecidos por su presencia. Quizás el cálculo de los prisioneros de que había seis mil quinientos guerreros en la ciudad fuese cierto.
La flota y la masa de hombres alados volaban a encontrarse. Las naves se hallaban justo debajo de la máxima altura asequible a los hombres murciélago, pero antes de que el primero de éstos llegase a ellas, se alzaron, quedando emplazadas sobre el enemigo. Disparaban contra las nubes de hombres, y las explosiones y los pequeños fragmentos de metralla abatían a los hombres alados.
Voló cohete tras cohete, pero las naves no agotaban su reserva. Necesitaban algunos para el desembarco… si lograban desembarcar.
Cientos de hombres murciélago quedaron eliminados por las llamas y la metralla. Caían, agitando las alas, e iban a dar contra las ramas o los entramados de enredaderas o se hundían en el abismo oscuro de la parte más baja del Árbol. Muchos caían sobre los de más abajo y les dejaban inconscientes o les rompían las alas, y éstos también caían con los otros.
Las naves continuaron a toda velocidad dejando tras de sí las hordas. Describieron un círculo y enfilaron de nuevo hacia los hombres murciélago, que aleteaban desesperadamente para ponerse al nivel de ellas. Esta vez, sin embargo, se habían separado mucho entre sí para aminorar los efectos de las explosiones de los cohetes. Pese a esto, tuvieron varios centenares de bajas.
La flota les dejó atrás, dio la vuelta e hizo otra pasada. No arrojaron cohetes entonces, sino que salieron por las trampillas de la parte inferior unas cuantas bombas o fueron arrojadas desde los costados. Por entonces, aún quedaba una hora de día. La parte inferior del Árbol estaba ya sumida en la noche.
Por tercera vez, la flota dio la vuelta, y entonces las puntas de las naves descendieron, y éstas se deslizaron por una rampa de aire. Los jefes de los hombres murciélago vieron que las naves pasarían bajo ellos. Se preguntarían sin duda si se habrían vuelto locos los invasores, pero se proponían aprovecharse de ello. Continuaron volando alrededor en espirales descendentes primero y ascendentes después, siguiendo una espiral tras otra para evitar colisiones, presentando todo el ejército una aparente confusión de formaciones en sacacorchos siempre a punto de chocar entre sí, moviéndose hacia adelante y hacia atrás.
La nave insignia continuó bajando y luego, poco antes de llegar al primero de los defensores, se elevó. Cuando llegó a la parte frontal de la masa, estaban aproximadamente al mismo nivel que los hombres murciélago más altos. Ninguno de éstos podía situarse por encima.
Pero de todos modos estaban al mismo nivel, y la rodearon formando una red.
Estallaron cohetes entre los hombres alados. Explotaron entre ellos bombas catapultadas. El aire se llenó de masas de humo y de cuerpos cayendo. Un momento después, la nave insignia soltó parte de sus halcones. Las aves salieron por las escotillas, por todas partes, y se arrojaron a la cara de los hombres murciélago más próximos.
Cuatro de las naves estaban con la nave insignia, y éstas habían soltado a una cuarta parte de sus halcones. Las otras cinco naves habían seguido descendiendo, y tal era la carnicería causada por los explosivos y los halcones que ningún hombre murciélago las molestaba.
Con los motores a toda velocidad, los cinco dirigibles pasaron los troncos en una maniobra circular y lanzaron más cohetes en los agujeros. Se concentraron sobre todo en el gran agujero, y un cohete debió alcanzar un depósito de bombas a juzgar por la serie de explosiones. Los bordes del agujero quedaron astillados, y cuando el humo se aclaró apareció una gran herida en un lado del tronco.