Durante los meses que siguieron a su primera visita al templo de Nesh, encontró algún tiempo para hacer otras visitas. Aunque no le fue permitido volver a leer el Libro de Tiznak, pudo explorar la ciudad subterránea, el museo, según él. Encontró muchas cosas cuyo fin o utilidad se imaginó, aunque muchas resultaban inútiles porque no sabía cómo ponerlas en marcha. Halló un instrumento que no había evolucionado tanto respecto a los que él conocía de su época como para resultar irreconocible. Arrancó delgadas tiras de su piel y de una serie de esclavas y las colocó en el comparador. Los tejidos de las esclavas se volvieron de color escarlata al colocarlos junto a los suyos. No podía engendrar con ellas.
No cabía duda. Dejó a un lado el instrumento lleno de desilusión. Sin embargo, en algún punto de su interior palpitaba una esperanza.
La desechó. Tenía que apartarla. Si la convertía en algo fuerte, podría sentirse culpable luego.
Pero, ¿por qué?, se dijo. No podía evitar su incapacidad para ser padre de una nueva estirpe humana. No era vital el que en la Tierra hubiese de nuevo Humanidad. El género humano había estado a punto de destruir la Tierra. Las gotas voladoras se habían propuesto exterminar al homo sapiens y habían dejado sólo a los otros seres inteligentes. No es que éstos fuesen menos malos en potencia. Pero basta entonces no habían hecho daño alguno a la Tierra, y por eso seguían viviendo.
¿Por qué habría de engendrar él de nuevo su perniciosa y destructora estirpe?
No había razón alguna. Pero se sentía culpable por ser incapaz de hacerlo.
También se sentía culpable porque le gustaba más Awina que Thebi o cualquiera del género de Thebi.
Esto explicaba que mantuviese a Thebi como su sirvienta personal y añadiese luego otra esclava humana. Aún seguía llamándoles humanos, lo que, en cierto modo, eran. Se trataba de una muchacha de ojos verdes y dorada piel llamada Fanus. Era tan calva como las otras, pero tenía la barbilla menos afilada y rasgos más agradables.
Awina no dijo nada cuando apareció Fanus en la oficina de Ulises. Lanzó a éste una mirada de reojo que le dijo mucho y le hizo sentirse culpable por cómo la trataba. Para compensar, puso a las dos mujeres bajo la supervisión directa de Awina. Podría haberse dado cuenta de que esto convertiría la vida de ellas, sino en un infierno, en algo sumamente desagradable a veces. Pero tan ocupado estaba con su fuerza aérea que no se daba cuenta de nada.
Llegó por fin el momento en que quedó terminado uno de los primeros dirigibles. La gran aeronave plateada tenía doce poderosos motores y podía transportar muchos hombres o muchas bombas o un poco de ambas cosas. Por entonces, tras repetidas peticiones de Ulises, se había solventado el enfrentamiento entre la marina y el ejército. Ambos proclamaban que la aviación y su personal correspondían a su jurisdicción. El resultado fue que Ulises tuvo dificultades para conseguir material y personal y para tomar decisiones. Por último, irrumpió en la oficina, del Gran Visir y le exigió que crease una rama separada. Y que lo hiciese inmediatamente, allí mismo. Si no habría más dilaciones, tantas que el enemigo tendría tiempo de organizar otro ataque. Y éste sería una invasión a gran escala, no una incursión.
Shegnif aceptó lo que Ulises le dijo y nombró a éste almirante de la flota, aunque no jefe de las fuerzas aéreas. Dio este cargo a su sobrino, Graushpaz. Ulises le detestaba, pero nada podía hacer. Luego su investigación sobre el coste de los suministros y la calidad inferior de la mayor parte de ellos desató un verdadero escándalo. Shegnif intentó ocultar los resultados de la investigación de Ulises, pero Ulises pasó su informe al soberano, Zhigbruwzh.
Graushpaz, el sobrino, era quien vendía a las fuerzas aéreas aquellos artículos de inferior calidad.
Además, un oficial humano tuvo el valor de acudir a Ulises y explicarle que los humanos de las fuerzas aéreas estaban a punto de sublevarse por la mala comida que les daban. Graushpaz era quien vendía los alimentos a las fuerzas aéreas.
Ulises prometió interceder por el sobrino si no había más abusos ni dilaciones.
Shegnif aceptó, pero insistió en que Graushpaz siguiese siendo jefe de las fuerzas aéreas. En caso contrario, caería en desgracia y tendría que suicidarse.
– ¡Pero si todo el mundo sabe que es culpable! -exclamó Ulises-. ¿Por qué no ha de caer en desgracia?
– Todo el mundo lo sabe, cierto -convino Shegnif-. Pero a menos que caiga públicamente en desgracia, no tendrá que suicidarse.
– No aceptaré ningún trato más de ese género -dijo Ulises-. ¡E insisto en que no venga con nosotros cuando ataquemos a los hombres murciélago!
– Tiene que ir contigo -replicó Shegnif-. Es el único medio que tiene de redimirse. Debe hacer algo destacado en la guerra para compensar esto.
Ulises cedió en este punto. Más tarde, sonreía maliciosamente al pensar en ello. El pecado era ser descubierto. Los elefantinos neshgais no eran tan distintos de la raza humana.
No sonrió tanto cuando Shegnif continuó su política de sobrecargar los dirigibles de oficiales neshgais. Pese a su influencia con el soberano y el sumo sacerdote, no gozaba Ulises de toda la confianza del Gran Visir. Su actitud era comprensible con la revuelta de diez días atrás en una ciudad fronteriza. Los soldados vroomaws se habían negado a obedecer las órdenes superiores según las cuales debían vivir en la zona de los esclavos. Al parecer, consideraban una desgracia vivir con los esclavos. Cuando los neshgais trasladaron allí a otras tropas para enfrentarse a ellos, las nuevas tropas se habían unido a los rebeldes. Acudieron entonces soldados neshgais y hubo una batalla. Los esclavos habían aprovechado esto para matar a algunos de sus dueños neshgais. Por fin, los neshgais habían concentrado buen número de sus poderosas fuerzas aplastando la revuelta.
Noticias de esto se extendieron por toda la población humana. Había tanta tensión y tantas precauciones tomaron los neshgais en la capital que el trabajo de Ulises se demoraba seriamente.
Luego la situación mejoró para él cuando un ejército de unos trescientos hombres murciélago hizo una incursión en el aeropuerto. Esta vez fueron detectados por los vigías que Ulises había estacionado en el borde del Árbol. Tuvo así posibilidad de sacar cinco de sus dirigibles con su tripulación de arqueros, ballesteros y halcones. Los halcones pasaron su primera prueba de sangre, y las fuerzas aéreas descubrieron que su disciplina y su adiestramiento eran excelentes. Sufrieron algunas bajas, pero todas las naves regresaron. Los hombres murciélago, tras sufrir graves pérdidas, huyeron.
El prestigio de Ulises creció aún más. Pero el primer efecto de la incursión fue que los humanos comprendieron que debían luchar, de momento, del lado de los neshgais, no contra ellos. Los hombres murciélago habían arrojado mensajes comunicando que se proponían exterminar tanto a los neshgais como a sus aliados humanos.
Fue una fresca mañana, al amanecer, con cielo claro y una brisa de unos diez kilómetros por hora que soplaba del mar, cuando el primero de los diez dirigibles se elevó en el aire. La nave insignia, el Veezhgwaph (Espíritu Azul), tenía unos ciento treinta y tres metros de longitud y un diámetro de veinte metros. Su superficie era plateada, y llevaba en su proa, pintado en azul, un horroroso demonio. La barquilla de control estaba suspendida bajo la proa, y las tres cajas de los motores colgaban a ambos lados. Su hueco interior contenía una estructura hecha de cáscaras vegetales prensadas y unidas, de muy poco peso, celdillas de almacenaje, la quilla, un paso de comunicación principal, escalerillas y diez gigantescos globos de gas. En la parte superior había cuatro cabinas con arqueros, catapulteros, lanzadores de cohetes y halconeros. A ambos lados, en la línea del centro, había una especie de banco donde se sentaban los que accionaban las catapultas y lanzaban los cohetes. Otras aberturas daban acceso a flechas, bombas y halcones. Las estructuras de cola incluían varias cabinas, y había aberturas por el suelo del dirigible tras las cuales se emplazaban más flecheros y lanzadores de cohetes y halconeros.