Al fin y al cabo, el mérito real del presidente no era inventar frases históricas, sino entretener a los liberales con caramelos adormecedores hasta pasada la medianoche, cuando llegaron las tropas de refresco para reprimir la rebelión de la plebe e imponer la paz conservadora. Sólo entonces, a las ocho de la mañana del 10 de abril, despertó a Darío Echandía con una pesadilla de once timbrazos de teléfono y lo nombró ministro de Gobierno para un régimen de consolación bipartidista. Laureano Gómez, disgustado con la solución e inquieto por su seguridad personal, viajó a Nueva York con su familia mientras se daban las condiciones para su anhelo eterno de ser presidente.

Todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad. Los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos. Desde mucho antes de que los dirigentes liberales en el alto gobierno empezaran a darse cuenta de que habían asumido el riesgo de pasar a la historia en situación de cómplices.

Entre los muchos testigos históricos de aquel día en Bogotá, había dos que no se conocían entre sí, y que años después serían dos de mis grandes amigos. Uno era Luis Cardoza y Aragón, un poeta y ensayista político y literario de Guatemala, que asistía a la Conferencia Panamericana como canciller de su país y jefe de su delegación. El otro era Fidel Castro. Ambos, además, fueron acusados en algún momento de estar implicados en los disturbios.

De Cardoza y Aragón se dijo en concreto que había sido uno de los promotores, embozado con su credencial de delegado especial del gobierno progresista de Jacobo Arbenz en Guatemala. Hay que entender que Cardoza y Aragón era delegado de un gobierno histórico y un gran poeta de la lengua que no se habría prestado nunca para una aventura demente. La evocación más dolorida en su hermoso libro de memorias fue la acusación de Enrique Santos Montejo, Calibán, que en su popular columna en El Tiempo, «La Danza de las Horas», le atribuyó la misión oficial de asesinar al general George Marshall. Numerosos delegados de la conferencia gestionaron que el periódico rectificara aquella especie delirante, pero no fue posible. El Siglo, órgano oficial del conservatismo en el poder, proclamó a los cuatro vientos que Cardoza y Aragón había sido el promotor de la asonada.

Lo conocí muchos años después en la Ciudad de México, con su esposa Lya Kostakowsky, en su casa de Coyoacán, sacralizada por sus recuerdos y embellecida aún más por las obras originales de grandes pintores de su tiempo. Sus amigos concurríamos allí las noches de los domingos en las veladas íntimas de una importancia sin pretensiones. Se consideraba un sobreviviente, primero cuando su automóvil fue ametrallado por los francotiradores apenas unas horas después del crimen. Y días después, ya con la rebelión vencida, cuando un borracho que se le atravesó en la calle le disparó a la cara con un revólver que se encasquilló dos veces. El 9 de abril era un tema recurrente de nuestras conversaciones, en las cuales se confundía la rabia con la nostalgia de los años perdidos.

Fidel Castro, a su vez, fue víctima de toda clase de cargos absurdos, por algunos actos ceñidos a su condición de activista estudiantil. La noche negra, después de un día tremendo entre las turbas desmadradas, terminó en la Quinta División de la Policía Nacional, en busca de un modo de ser útil para ponerle término a la matanza callejera. Hay que conocerlo para imaginarse lo que fue su desesperación en la fortaleza sublevada donde parecía imposible imponer un criterio común.

Se entrevistó con los jefes de la guarnición y otros oficiales sublevados, y trató de convencerlos, sin conseguirlo, de que toda fuerza que se acuartela está perdida. Les propuso que sacaran sus hombres a luchar en las calles por el mantenimiento del orden y un sistema más justo. Los motivó con toda clase de precedentes históricos, pero no fue oído, mientras tropas y tanques oficiales acribillaban la fortaleza. Al fin, decidió correr la suerte de todos.

En la madrugada llegó a la Quinta División Plinio Mendoza Neira con instrucciones de la Dirección Liberal para conseguir la rendición pacífica no sólo de oficiales y agentes alzados, sino de numerosos liberales al garete que esperaban órdenes para actuar. En las muchas horas que duró la negociación de un acuerdo, a Mendoza Neira le quedó fija en la memoria la imagen de aquel estudiante cubano, corpulento y discutidor, que varias veces terció en las controversias entre los dirigentes liberales y los oficiales rebeldes con una lucidez que los rebasó a todos. Sólo años después supo quién era porque lo vio por casualidad en Caracas en una foto de la noche terrible, cuando Fidel Castro estaba ya en la Sierra Maestra.

Lo conocí once años después, cuando acudí como reportero a su entrada triunfal en La Habana, y con el tiempo logramos una amistad personal que ha resistido a través de los años a incontables tropiezos. En mis largas conversaciones con él sobre todo lo divino y lo humano, el 9 de abril ha sido un tema recurrente que Fidel Castro no acabaría de evocar como uno de los dramas decisivos de su formación. Sobre todo la noche en la Quinta División, donde se dio cuenta de que la mayoría de los sublevados que entraban y salían se malbarataban en el saqueo en vez de persistir con sus actos en la urgencia de una solución política.

Mientras aquellos dos amigos eran testigos de los hechos que partieron en dos la historia de Colombia, mi hermano y yo sobrevivíamos en las tinieblas con los refugiados en la casa del tío Juanito. En ningún momento tomé conciencia de que ya era un aprendiz de escritor que algún día iba a tratar de reconstruir de memoria el testimonio de los días atroces que estábamos viviendo. Mi única preocupación entonces era la más terrestre: informar a nuestra familia que estábamos vivos al menos hasta entonces- y saber al mismo tiempo de nuestros padres y hermanos, y sobre todo de Margot y Aída, las dos mayores, internas en colegios de ciudades distantes.

El refugio del tío Juanito había sido un milagro. Los primeros días fueron difíciles por los tiroteos constantes y sin ninguna noticia confiable. Pero poco a poco fuimos explorando los comercios vecinos y lográbamos comprar cosas de comer. Las calles estaban tomadas por tropas de asalto y con órdenes terminantes de disparar. El incorregible José Falencia se disfrazó de militar para circular sin límites con un sombrero de explorador y unas polainas que encontró en un cajón de la basura, y escapó de milagro a la primera patrulla que lo descubrió.

Las emisoras comerciales, silenciadas antes de la medianoche, quedaron bajo el control del ejército. Los telégrafos y teléfonos primitivos y escasos estaban reservados para el orden público, y no existían otros recursos de comunicación. Las filas para los telegramas eran eternas frente a las oficinas desbordadas, pero las estaciones de radio instauraron un servicio de mensajes al aire para quienes tuvieran la suerte de atraparlos. Esta vía nos pareció la más fácil y confiable, y a ella nos encomendamos sin demasiadas esperanzas.

Mi hermano y yo salimos a la calle después de tres días de encierro. Fue una visión terrorífica. La ciudad estaba en escombros, nublada y turbia por la lluvia constante que había moderado los incendios pero había retrasado la recuperación. Muchas calles estaban cerradas por los nidos de francotiradores en las azoteas del centro, y había que hacer rodeos sin sentido por órdenes de patrullas armadas como para una guerra mundial. El tufo de muerte en la calle era insoportable. Los camiones del ejército no habían alcanzado a recoger los promontorios de cuerpos en las aceras y los soldados tenían que enfrentarse a los grupos desesperados por identificar a los suyos.

En las ruinas de lo que fuera el centro comercial la pestilencia era irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno descalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable. Tres días después, todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos en los escombros o apilados en los andenes.