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Al final de una jornada de tumbos mortales por una carretero de herradura, el camión de la Agencia Postal exhaló su ultimo aliento donde lo merecía: atascado en un manglar pestilente de pescados podridos a media legua de Cartagena de Indias. «El que viaja en camión no sabe dónde se muere», recordé con la memoria de mi abuelo. Los pasajeros embrutecidos por seis horas de sol desnudo y la peste de la marisma no esperaron a que bajaran la escalera para desembarcar, sino que se apresaron a tirar por la borda huacales de gallinas, los bultos de plátanos y toda clase de cosas por vender o morir que les habían servido para sentarse en el techo del camión. El conductor saltó del pescante y anunció con un grito mordaz:

– iLa Heroica!

Es el nombre emblemático con que se conoce a Cartagena de Indias por sus gloria del pasado, y allí debía estar. Pero no la veía porque apenas podrá respirar dentro del vestido de paño negro que llevaba puesto desde el 9 de abril. Los otros dos de mi ropero habían corrido la misma suerte que la máquina de escribir en el Monte de Piedad, pero la versión honorable para mis padres fue que la máquina y otras cosas de inutilidad personal habían desaparecido junto con la ropa en la pelotera del incendio. El conductor insolente, que durante el viaje se había burlado de mi traza de bandolero, estaba a reventar de gozo cuando seguí dando vueltas alrededor de mí mismo sin encontrar la ciudad.

– ¡La tienes en el culo! -me gritó para todos-. Y ten cuidado, que ahí condecoran a los pendejos.

Cartagena de Indias, en efecto, estaba a mis espaldas desde hacía cuatrocientos años, pero no me fue fácil imaginarla a media legua de los manglares, escondida por la muralla legendaria que la mantuvo a salvo de gentiles y piratas en sus años grandes, y había acabado por desaparecer bajo una maraña de ramazones desgreñadas y largas ristras de campánulas amarillas. De modo que me incorporé al tumulto de los pasajeros y arrastré la maleta por un matorral tapizado de cangrejos vivos cuyas cascaras traqueteaban como petardos bajo las suelas de los zapatos. Fue imposible no acordarme entonces del petate que mis compañeros tiraron al río Magdalena en mi primer viaje, o del baúl funerario que arrastré por medio país llorando de rabia en mis primeros años del liceo y que boté por fin en un precipicio de los Andes en honor de mi grado de bachiller. Siempre me pareció que había algo de un destino ajeno en aquellas sobrecargas inmerecidas y no han bastado mis ya largos años para desmentirlo.

Apenas empezábamos a vislumbrar el perfil de algunas cúpulas de iglesias y conventos en la bruma del atardecer, cuando nos salió al encuentro un ventarrón de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su sabiduría no nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban como un tropel de truenos y dejaban a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico solté la maleta y me encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que una mujer mayor que caminaba a mi lado me gritó:

– ¡Reza La Magnífica!

Es decir: la oración secreta para conjurar asaltos del demonio, repudiada por la Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando ya no les alcanzaban las blasfemias. La mujer se dio cuenta de que yo no sabía rezar, y agarró mi maleta por la otra correa para ayudarme a llevarla.

– Reza conmigo -me dijo-. Pero eso sí: con mucha fe.

Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de rezar. Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.

Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un puente levadizo que comunicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde las nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no sólo del resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos españoles habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de los suburbios se les colara a medianoche para degollarlos dormidos. Sin embargo, algo de su gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.

No era para menos. A principios de la semana había dejado a Bogotá chapaleando en un pantano de sangre y lodo, todavía con promontorios de cadáveres sin dueño abandonados entre escombros humeantes. De pronto, el mundo se había vuelto otro en Cartagena. No había rastros de la guerra que asolaba el país y me costaba trabajo creer que aquella soledad sin dolor, aquel mar incesante, aquella inmensa sensación de haber llegado me estaban sucediendo apenas una semana después en una misma vida.

De tanto oír hablar de ella desde que nací, identifiqué al instante la plazoleta donde se estacionaban los coches de caballos y las carretas de carga tiradas por burros, y al fondo la galería de arcadas donde el comercio popular se volvía más denso y bullicioso. Aunque no estaba reconocido así en la conciencia oficial, aquél era el último corazón activo de la ciudad desde sus orígenes. Durante la Colonia se llamó portal de los Mercaderes. Desde allí se manejaban los hilos invisibles del comercio de esclavos y se cocinaban los ánimos contra el dominio español. Más tarde se llamó portal de los Escribanos, por los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas que escribían cartas de amor y toda clase de documentos para iletrados pobres. Muchos fueron libreros de lance por debajo de la mesa, en especial de obras condenadas por el Santo Oficio, y se cree que eran oráculos de la conspiración criolla contra los españoles. A principios del siglo XX mi padre solía aliviar sus ímpetus de poeta con el arte de escribir cartas de amor en el portal. Por cierto que no prosperó como lo uno ni como lo otro porque algunos clientes avispados -o de verdad desvalidos- no sólo le pedían por caridad que les escribiera la carta, sino además los cinco reales para el correo.

Hacía varios años que se llamaba portal de los Dulces, con las lonas podridas y los mendigos que venían a comer las sobras del mercado, y los gritos agoreros de los indios que cobraban caro para no cantarle al cliente el día y la hora en que iba a morir. Las goletas del Caribe se demoraban en el puerto para comprar los dulces de nombres inventados por las mismas comadres que los hacían y versificados por los pregones: «Los piononos para los monos, los diabolines para los mamimes, las de coco para los locos, las de panela para Manuela». Pues en las buenas y en las malas el portal seguía siendo un centro vital de la ciudad donde se ventilaban asuntos de Estado a espaldas del gobierno y el único lugar del mundo donde las vendedoras de fritangas sabían quién sería el próximo gobernador antes de que se le ocurriera en Bogotá al presidente de la República.

Fascinado al instante con la algarabía, me abrí paso a tropezones con mi maleta a rastras por entre el gentío de las seis de la tarde. Un anciano andrajoso y en los puros huesos me miraba sin parpadear desde la plataforma de los limpiabotas con unos ojos helados de gavilán. Me frenó en seco. Tan pronto como vio que lo había visto se ofreció para llevarme la maleta. Se lo agradecí, hasta que precisó en su lengua materna:

– Son treinta chivos.

Imposible. Treinta centavos por llevar una maleta era un mordisco para los únicos cuatro pesos que me quedaban mientras recibía los refuerzos de mis padres la semana siguiente.

– Eso vale la maleta con todo lo que tiene dentro -le dije.

Además, la pensión donde debía estar ya la pandilla de Bogotá no quedaba muy lejos. El anciano se resignó con tres chivos, se colgó al cuello las abarcas que llevaba puestas y cargó la maleta en el hombro con una fuerza inverosímil para sus huesos, y corrió como un atleta a pie descalzo por un vericueto de casas coloniales descascaradas por siglos de abandono. El corazón se me salía por la boca a mis veintiún años tratando de no perder de vista al vejestorio olímpico al que no podían quedarle muchas horas de vida. Al cabo de cinco cuadras entró por el portón grande del hotel y trepó de dos en dos los peldaños de las escaleras. Con su aliento intacto puso la maleta en el suelo y me tendió la palma de la mano: