La víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio para que no los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de paz y salvo con la oficina de impuestos y los certificados de vacuna contra la viruela y la fiebre amarilla. Al final me pidió una propina adicional para el muchacho escuálido que se había vacunado las dos veces a nombre mío, como se vacunaba a diario desde hacía años para los clientes apresurados.

Viajé a Ginebra con el tiempo justo para la conferencia inaugural de Eisenhower, Bulganin, Edén y Faure, sin más idiomas que el castellano y viáticos para un hotel de tercera clase, pero bien respaldado por mis reservas bancarias. El regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento, incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la asesoría de Álvaro Cepeda y Luis Vicens.

El poeta Jorge Gaitán Duran llegó a despedirse cuando estaba rompiendo papeles inútiles, y tuvo la curiosidad de revisar la canasta de la basura por si encontraba algo que pudiera servirle para su revista. Rescató tres o cuatro cuartillas rasgadas por la mitad y las leyó apenas mientras las armaba como un rompecabezas sobre el escritorio. Me preguntó de dónde habían salido y le contesté que era el «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo», eliminado en el primer borrador de La hojarasca. Le advertí que no era inédito, porque lo habían publicado en Crónica y en el «Magazine Dominical» de El Espectador, con el mismo título puesto por mí y con una autorización que no recordaba haber dado deprisa en un ascensor. A Gaitán Duran no le importó y lo publicó en el siguiente número de la revista Mito.

La despedida de la víspera en casa de Guillermo Cano fue tan tormentosa que cuando llegué al aeropuerto ya se había ido el avión de Cartagena, donde dormiría esa noche para despedirme de la familia. Por fortuna alcancé otro al mediodía. Hice bien, porque el ambiente doméstico se había distendido desde la última vez, y mis padres y hermanos se sentían capaces de sobrevivir sin el bote de remos que yo iba a necesitar más que ellos en Europa.

Viajé a Barranquilla por carretera al día siguiente muy temprano para tomar el vuelo de París a las dos de la tarde. En la terminal de buses de Cartagena me encontré con Lácides, el portero inolvidable del Rascacielos, a quien no veía desde entonces. Se me echó encima con un abrazo de verdad y los ojos en lágrimas, sin saber qué decir ni cómo tratarme. Al final de un intercambio atropellado, porque su autobús llegaba y el mío se iba, me dijo con un fervor que me dio en el alma:

– Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.

– Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.

Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que ya formaba parte de mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de julio a una hora tan temprana, y por un instante pensé en parar el taxi para despedirme, pero preferí no desafiar una vez más a un destino tan incierto y persistente como el mío.

En el avión en vuelo seguía castigado por los retortijones del arrepentimiento. Existía entonces la buena costumbre de poner en el respaldo del asiento delantero algo que en buen romance todavía se llamaba recado de escribir. Una hoja de esquela con ribetes dorados y su cubierta del mismo papel de lino rosa, crema o azul, y a veces perfumado. En mis pocos viajes anteriores los había usado para escribir poemas de adioses que convertía en palomitas de papel y las echaba al vuelo al bajar del avión. Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer. Le había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad. Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un relámpago al mediodía en el instante de firmar: «Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa». Me permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta.

Fin

2002