Recorrimos sin testigos la muy larga calle paralela al río, bordeada de bazares cerrados por el almuerzo y residencias con balcones de madera y techos oxidados. Era el escenario perfecto pero faltaba el drama. Nuestro buen colega Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo rodeaba fuera la paz de los sepulcros. La franqueza con que nos explicó su desidia no podía ser más objetiva. Después de las manifestaciones de los primeros días la tensión había decaído por falta de temas. Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el país, pero el gobierno permaneció imperturbable. Primo Guerrero, con una flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la haya perdonado, mantuvo la protesta viva en la prensa a puro pulso de telegramas.

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio, teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito. Primo Guerrero propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil, y a nadie se le ocurrió una idea mejor. Nuestro colaborador más entusiasta fue el capitán Luis A. Cano, el nuevo gobernador nombrado por la renuncia airada del anterior, y tuvo la entereza de demorar el avión para que el periódico recibiera a tiempo las fotos calientes de Guillermo Sánchez. Fue así como la noticia inventada por necesidad terminó por ser la única cierta, magnificada por la prensa y la radio de todo el país y atrapada al vuelo por el gobierno militar para salvar la cara. Esa misma noche se inició una movilización general de los políticos chocoanos -algunos de ellos muy influyentes en ciertos sectores del país- y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.

Guillermo Sánchez y yo no regresamos a Bogotá de inmediato porque convencimos al periódico de que nos permitiera recorrer el interior del Chocó para conocer a fondo la realidad de aquel mundo fantástico. Al cabo de diez días de silencio, cuando entramos curtidos por el sol y cayéndonos de sueño en la sala de redacción, José Salgar nos recibió feliz pero en su ley.

– ¿Ustedes saben -nos preguntó con su certeza imbatible- cuánto hace que se acabó la noticia del Chocó?

La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar me apoyó en el riesgo de cocinar lo que pudiera de aquel pescado muerto.

Lo que tratamos de transmitir en cuatro largos episodios fue el descubrimiento de otro país inconcebible dentro de Colombia, del cual no teníamos conciencia. Una patria mágica de selvas floridas y diluvios eternos, donde todo parecía una versión inverosímil de la vida cotidiana. La gran dificultad para la construcción de vías terrestres era una enorme cantidad de ríos indómitos, pero tampoco había más de un puente en todo el territorio. Encontramos una carretera de setenta y cinco kilómetros a través de la selva virgen, construida a costos enormes para comunicar la población de Itsmina con la de Yuto, pero que no pasaba por la una ni por la otra como represalia del constructor por sus pleitos con los dos alcaldes.

En alguno de los pueblos del interior el agente postal nos pidió llevarle a su colega de Itsmina el correo de seis meses. Una cajetilla de cigarrillos nacionales costaba allí treinta centavos, como en el resto del país, pero cuando se demoraba la avioneta semanal de abastecimiento los cigarrillos aumentaban de precio por cada día de retraso, hasta que la población se veía forzada a fumar cigarrillos extranjeros que terminaban por ser más baratos que los nacionales. Un saco de arroz costaba quince pesos más que en el sitio de cultivo porque lo llevaban a través de ochenta kilómetros de selva virgen a lomo de mulas que se agarraban como gatos a las faldas de la montaña. Las mujeres de las poblaciones más pobres cernían oro y platino en los ríos mientras sus hombres pescaban, y los sábados les vendían a los comerciantes viajeros una docena de pescados y cuatro gramos de platino por sólo tres pesos.

Todo esto ocurría en una sociedad famosa por sus ansias de estudiar. Pero las escuelas eran escasas y dispersas, y los alumnos tenían que viajar varias leguas todos los días a pie y en canoa para ir y volver. Algunas estaban tan desbordadas que un mismo local se usaba los lunes, miércoles y viernes para varones, y los martes, jueves y sábados para niñas. Por fuerza de los hechos eran las más democráticas del país, porque el hijo de la lavandera, que apenas si tenía qué comer, asistía a la misma escuela que el hijo del alcalde.

Muy pocos colombianos sabíamos entonces que en pleno corazón de la selva chocoana se levantaba una de las ciudades más modernas del país. Se llamaba Andagoya, en la esquina de los ríos San Juan y Condoto, y tenía un sistema telefónico perfecto, muelles para barcos y lanchas que pertenecían a la misma ciudad de hermosas avenidas arboladas. Las casas, pequeñas y limpias, con grandes espacios alambrados y pintorescas escalinatas de madera en el portal, parecían sembradas en el césped. En el centro había un casino con cabaret-restaurante y un bar donde se consumían licores importados a menor precio que en el resto del país. Era una ciudad habitada por hombres de todo el mundo, que habían olvidado la nostalgia y vivían allí mejor que en su tierra bajo la autoridad omnímoda del gerente local de la Chocó Pacífico. Pues Andagoya, en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuyas dragas saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río San Juan.

Ese era el Chocó que quisimos revelar a los colombianos sin resultado alguno, pues una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región más olvidada del país. Creo que la razón es evidente: Colombia fue desde siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos.

El ritmo semanal de la redacción habría sido mortal de no ser porque los viernes en la tarde, a medida que nos liberábamos de la tarea, nos concentrábamos en el bar del hotel Continental, en la acera de enfrente, para un desahogo que solía prolongarse hasta el amanecer. Eduardo Zalamea bautizó aquellas noches con un nombre propio: los «viernes culturales». Era mi única oportunidad de conversar con él para no perder el tren de las novedades literarias del mundo, que mantenía al minuto con su capacidad de lector descomunal. Los sobrevivientes en aquellas tertulias de alcoholes infinitos y desenlaces imprevisibles -además de dos o tres amigos eternos de Ulises- éramos los redactores que no nos asustábamos de destorcerle el cuello al cisne hasta el amanecer.

Siempre me había llamado la atención que Zalamea no hubiera hecho nunca ninguna observación sobre mis notas, aunque muchas eran inspiradas en las suyas. Sin embargo, cuando se establecieron los «viernes culturales» dio rienda suelta a sus ideas sobre el género. Me confesó que estaba en desacuerdo con los criterios de muchas de mis notas y me sugería otras, pero no en un tono de jefe a su discípulo sino de escritor a escritor.

Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El Espectador. El, colaborador de Marcel Colín Reval, jefe de redacción de la revista Cinématographie francaise en París, había cambiado sus sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa. Nancy se comportaba como una anfitriona mágica capaz de aumentar para doce un comedor de cuatro. Se habían conocido poco después de que él llegó a Bogotá, en 1937, en una cena familiar. Sólo quedaba en la mesa un lugar junto a Nancy, que vio entrar horrorizada al último invitado, con el cabello blanco y una piel de alpinista curtido por el sol. «¡Qué mala suerte! -se dijo-. Ahora me tocó al lado de este polaco que ni español sabrá.» Estuvo a punto de acertar en el idioma, porque el recién llegado hablaba el castellano en un catalán crudo cruzado de francés, y ella era una boyacense resabiada y de lengua suelta. Pero se entendieron tan bien desde el primer saludo que se quedaron a vivir juntos para siempre.