Sin embargo, mi mejor recuerdo de aquellos días no es lo que hice sino lo que estuve a punto de hacer, gracias a la imaginación delirante de mi viejo compinche de Barranquilla, Orlando Rivera, Figurita, a quien me encontré de manos a boca en uno de los pocos respiros de la investigación. Vivía en Medellín desde hacía unos meses, y era feliz recién casado con Sol Santamaría, una monja encantadora y de espíritu libre que él había ayudado a salir de un convento de clausura después de siete años de pobreza, obediencia y castidad. En una borrachera de las nuestras, Figurita me reveló que había preparado con su esposa y por su cuenta y riesgo un plan magistral para sacar a Mercedes Barcha de su internado. Un párroco amigo, famoso por sus artes de casamentero, estaría listo para casarnos a cualquier hora. La única condición, por supuesto, era que Mercedes estuviera de acuerdo, pero no encontramos el modo de consultarlo con ella dentro de las cuatro paredes de su cautiverio. Hoy más que nunca me remuerde la furia de no haber tenido arrestos para vivir aquel drama de folletín. Mercedes, por su parte, no se enteró del plan hasta cincuenta y tantos años después, cuando lo leyó en los borradores de este libro.

Fue una de las últimas veces que vi a Figurita. En el carnaval de 1960, disfrazado de tigre cubano, resbaló de la carroza que lo llevaba de regreso a su casa de Baranoa después de la batalla de flores, y se desnucó en el pavimento tapizado con los escombros y desperdicios del carnaval.

La segunda noche de mi trabajo sobre los derrumbes de Medellín me esperaban en el hotel dos redactores del diario El Colombiano -tan jóvenes que lo eran más que yo-, con el ánimo resuelto de hacerme una entrevista por mis cuentos publicados hasta entonces. Les costó trabajo convencerme, porque desde entonces tenía y sigo teniendo un prejuicio tal vez injusto contra las entrevistas, entendidas como una sesión de preguntas y respuestas donde ambas partes hacen esfuerzos por mantener una conversación reveladora. Padecí ese prejuicio en los dos diarios en que había trabajado, y sobre todo en Crónica, donde traté de contagiarles mis reticencias a los colaboradores. Sin embargo, concedí aquella primera entrevista para El Colombiano, y fue de una sinceridad suicida.

Hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima a lo largo de cincuenta años y en medio mundo, y todavía no he logrado convencerme de la eficacia del género, ni de ida ni de vuelta. La inmensa mayoría de las que no he podido evitar sobre cualquier tema deberán considerarse como parte importante de mis obras de ficción, porque sólo son eso: fantasías sobre mi vida. En cambio, las considero invaluables, no para publicar, sino como material de base para el reportaje, que aprecio como el género estelar del mejor oficio del mundo.

De todos modos los tiempos no estaban para ferias. El gobierno del general Rojas Pinilla, ya en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión pública, había coronado el mes de septiembre con la determinación de repartir el remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos: Antioquia, Caldas y Valle. A Quibdó, la capital, sólo podía llegarse desde Medellín por una carretera de un solo sentido y en tan mal estado que hacían falta más de veinte horas para ciento sesenta kilómetros. Las condiciones de hoy no son mejores.

En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera de su propósito. Las primeras fotos de las madres rebeldes con sus niños en brazos fueron languideciendo al paso de los días por los estragos de la vigilia en la población expuesta a la intemperie. Estas noticias las reforzábamos a diario en la redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la indiferencia. Al cabo de varios días, sin embargo, José Salgar se acercó a mi escritorio con su lápiz de titiritero y sugirió que me fuera a investigar qué era lo que en realidad estaba sucediendo en el Chocó. Traté de resistir con la poca autoridad que había ganado por el reportaje de Medellín, pero no me alcanzó para tanto. Guillermo Cano, que escribía de espaldas a nosotros, gritó sin mirarnos:

– ¡Váyase, Gabo, que las del Chocó son mejores que las que usted quería ver en Haití!

De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra. Harto de tanto oírlo, le había gritado:

– ¡Cuál guerra, carajo!

– No se haga el pendejo, Gabo -me soltó de un golpe la verdad-, que a usted mismo le oigo decir a cada rato que este país está en guerra desde la Independencia.

En la madrugada del martes 21 de septiembre se presentó en la redacción vestido más como un guerrero que como un reportero gráfico, con cámaras y bolsos colgados por todo el cuerpo para irnos a cubrir una guerra amordazada. La primera sorpresa fue que al Chocó se llegaba desde antes de salir de Bogotá por un aeropuerto secundario sin servicios de ninguna clase, entre escombros de camiones muertos y aviones oxidados. El nuestro, todavía vivo por artes de magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para fabricar escobas. Éramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa, joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.

El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se deslizó con los redaños de un veterano de guerra. Sin embargo, más allá de la escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por las goteras del fuselaje. El copiloto amigo, saltando por entre los bultos de escobas, nos llevó los periódicos del día para que los usáramos como paraguas. Yo me cubrí con el mío hasta la cara no tanto para protegerme del agua como para que no me vieran llorar de terror.

Al término de unas dos horas de suerte y azar el avión se inclinó sobre su izquierda, descendió en posición de ataque sobre una selva maciza y dio dos vueltas exploratorias sobre la plaza principal de Quibdó. Guillermo Sánchez, preparado para captar desde el aire la manifestación exhausta por el desgaste de las vigilias, no encontró sino la plaza desierta. El anfibio destartalado dio una última vuelta para comprobar que no había obstáculos vivos ni muertos en el río Atrato apacible y completó el acuatizaje feliz en el sopor del mediodía.

La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria que a nada se parecía tanto como a una capital africana. Nuestro primer propósito era tomar fotos urgentes de la muchedumbre en pie de protesta y enviarlas a Bogotá en el avión de regreso, mientras atrapábamos información suficiente de primera mano que pudiéramos transmitir por telégrafo para la edición de mañana. Nada de eso era posible, porque no pasó nada.