– Treinta chivos.
Le recordé que ya le había pagado, pero él se empeñó en que los tres centavos del portal no incluían la escalera. La dueña del hotel, que salió a recibirnos, le dio la razón: la escalera se pagaba aparte. Y me hizo un pronóstico válido para toda mi vida:
– Ya verás que en Cartagena todo es distinto.
Tuve que enfrentarme además a la mala noticia de que aún no había llegado ninguno de mis compañeros de la pensión de Bogotá, si bien tenían reservaciones confirmadas para cuatro, yo incluido. El programa acordado con ellos era encontrarnos en el hotel antes de las seis de la tarde de aquel día. El cambio del autobús regular por el azaroso de la Agencia Postal me retrasó tres horas, pero allí estaba más puntual que todos sin poder hacer nada con cuatro pesos menos treinta y tres centavos. Pues la dueña del hotel era una madre encantadora pero esclava de sus propias normas, como habría de confirmarlo en los dos meses largos que viví en su hotel. Así que no aceptó registrarme si no pagaba el primer mes por adelantado: dieciocho pesos por las tres comidas en un cuarto para seis.
No esperaba el auxilio de mis padres antes de una semana, de modo que mi maleta no pasaría del rellano mientras no llegaran los amigos que podían ayudarme. Me senté a esperar en una poltrona de arzobispo con grandes flores pintadas que me cayó como del cielo después del día entero a sol abierto en el camión de mi desgracia. La verdad era que nadie estaba seguro de nada por aquellos días. Ponernos de acuerdo para encontrarnos allí en una fecha y a una hora exactas carecía de sentido de la realidad, porque no nos atrevíamos a decirnos ni a nosotros mismos que medio país estaba en una guerra sangrienta, solapada en las provincias desde hacía varios años, y abierta y mortal en las ciudades desde hacía una semana.
Ocho horas después, encallado en el hotel de Cartagena, no entendía qué había podido suceder con José Falencia y sus amigos. Al cabo de otra hora más de espera sin noticias, me eché a vagar por las calles desiertas. En abril oscurece temprano. Las luces públicas estaban ya encendidas y eran tan pobres que podían confundirse con estrellas entre los árboles. Me bastó una primera vuelta de quince minutos al azar por los recovecos empedrados del sector colonial para descubrir con gran alivio del pecho que aquella rara ciudad no tenía nada que ver con el fósil enlatado que nos describían en la escuela.
No había un alma en las calles. Las muchedumbres que llegaban de los suburbios al amanecer para trabajar o vender, volvían en tropel a sus barriadas a las cinco de la tarde, y los habitantes del recinto amurallado se encerraban en sus casas para cenar y jugar al dominó hasta la medianoche. El hábito de los automóviles personales no estaba todavía establecido, y los pocos en servicio se quedaban fuera de la muralla. Aun los funcionarios más encopetados seguían llegando hasta la plaza de los Coches en los autobuses de artesanía local, y desde allí se abrían paso hasta sus oficinas o saltando por encima de las tiendas de baratijas expuestas en los andenes públicos. Un gobernador de los más remilgados de aquellos años trágicos se preciaba de seguir viajando desde su barrio de elegidos hasta la plaza de los Coches en los mismos autobuses en que había ido a la escuela.
El alivio de los automóviles había sido forzoso porque iban en sentido contrario de la realidad histórica: no cabían en las calles estrechas y torcidas de la ciudad donde resonaban en la noche los cascos sin herrar de los caballos raquíticos. En tiempos de grandes calores, cuando se abrían los balcones para que entrara el fresco de los parques, se oían las ráfagas de las conversaciones más íntimas con una resonancia fantasmal. Los abuelos adormitados oían pasos furtivos en las calles de piedra, les ponían atención sin abrir los ojos hasta reconocerlos, y decían desencantados: «Ahí va José Antonio para donde Chabela». Lo único que en realidad sacaba de quicio a los desvelados eran los golpes secos de las fichas en la mesa de dominó, que resonaban en todo el ámbito amurallado.
Fue una noche histórica para mí. Apenas si alcanzaba a reconocer en la realidad las ficciones escolásticas de los libros, ya derrotadas por la vida. Me emocionó hasta las lágrimas que los viejos palacios de los marqueses fueran los mismos que tenía ante mis ojos, desportillados, con los mendigos durmiendo en los zaguanes. Vi la catedral sin las campanas que se llevó el pirata Francis Drake para fabricar cañones. Las pocas que se salvaron del asalto fueron exorcizadas después de que los brujos del obispo las sentenciaran a la hoguera por sus resonancias malignas para convocar al diablo. Vi los árboles marchitos y las estatuas de próceres que no parecían esculpidos en mármoles perecederos sino muertos en carne viva. Pues en Cartagena no estaban preservadas contra el óxido del tiempo sino todo lo contrario: se preservaba el tiempo para las cosas que seguían teniendo la edad original mientras los siglos envejecían. Fue así como la noche misma de mi llegada la ciudad se me reveló a cada paso con su vida propia, no como el fósil de cartón piedra de los historiadores, sino como una ciudad de carne y hueso que ya no estaba sustentada por sus glorias marciales sino por la dignidad de sus escombros.
Con ese aliento nuevo volví a la pensión cuando dieron las diez en la torre del Reloj. El guardián medio dormido me informó que ninguno de mis amigos había llegado, pero que mi maleta estaba a buen recaudo en el depósito del hotel. Sólo entonces fui consciente de no haber comido ni bebido desde el mal desayuno de Barranquilla. Las piernas me fallaban por hambre, pero me habría conformado con que la dueña me aceptara la maleta y me dejara dormir en el hotel esa única noche, aunque fuera en la poltrona de la sala. El guardián se rió de mi inocencia.
– ¡No seas marica! -me dijo en caribe crudo-. Con los montones de plata que tiene esa madama, se duerme a las siete y se levanta el día siguiente a las once.
Me pareció un argumento tan legítimo que me senté en una banca del parque de Bolívar, al otro lado de la calle, a esperar que llegaran mis amigos, sin molestar a nadie. Los árboles marchitos apenas si eran visibles en la luz de la calle, pues los faroles del parque sólo se encendían los domingos y fiestas de guardar. Las bancas de mármol tenían huellas de letreros muchas veces borrados y vueltos a escribir por poetas procaces. En el Palacio de la Inquisición, detrás de su fachada virreinal esculpida en piedra virgen y su portón de basílica primada, se oía el quejido inconsolable de algún pájaro enfermo que no podía ser de este mundo. La ansiedad de fumar me asaltó entonces al mismo tiempo que la de leer, dos vicios que se me confundieron en mi juventud por su impertinencia y su tenacidad. Contrapunto, la novela de Aldous Huxley, que el miedo físico no me había permitido seguir leyendo en el avión, dormía con llave en mi maleta. De modo que encendí el último cigarrillo con una rara sensación de alivio y terror, y lo apagué a la mitad como reserva para una noche sin mañana.
Ya con el ánimo dispuesto para dormir en la banca donde estaba sentado, me pareció de pronto que había algo oculto entre las sombras más espesas de los árboles. Era la estatua ecuestre de Simón Bolívar. Nadie menos: el general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, mi héroe desde que me lo ordenó mi abuelo, con su radiante uniforme de gala y su cabeza de emperador romano, cagado por las golondrinas.
Seguía siendo mi personaje inolvidable, a pesar de sus inconsecuencias irredimibles o quizás por ellas mismas. A fin de cuentas eran apenas comparables a aquellas con las que mi abuelo conquistó su grado de coronel y se jugó la vida tantas veces en la guerra que sostuvieron los liberales contra el mismo Partido Conservador que fundó y sustentó Bolívar. En esas nebulosas andaba cuando me puso en tierra firme una voz perentoria a mis espaldas: